martes, 2 de noviembre de 2010

Mis diálogos con Cerbero

Mis diálogos con Cerbero
Cerbero: El perro guardián del Hades, que custodia su entrada, no se sabe contra quién, puesto que todo el mundo, tarde o temprano, debe franquearla, y nadie desea forzarla. Es sabido que Cerbero tiene tres cabezas, pero algunos poetas le atribuyeron hasta un centenar. Algunos escritores, cuyo erudito y profundo conocimiento del griego da a sus opiniones un peso enorme, han promediado todas esas cifras, llegando a la conclusión de que Cerbero tuvo veintisiete cabezas; juicio que sería decisivo si los poetas hubieran sabido: a) algo de perros y b) algo de aritmética.
* Adaptado del Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce, 1891.


           He vivido toda mi infancia y buena parte de mi juventud, leyendo la bella mitología griega de un modo casi obsesivo. En mi madurez –aunque alejado de esa literatura- he comenzado a pensar seriamente en la posibilidad de que, tal vez, la mitología no fuese tal cosa; ¿y si algo de todo eso fuese cierto? ¿y si sólo algunos personajes de la mitología existieron de verdad? ¿y si existieran aún hoy? A los escritores nos pasan esas cosas, porque en el fondo, siempre deseamos que nuestras fantasías se hagan realidad; yo tuve mi escarmiento.
Más bien fue casual. Mi fantasía era hablar con Caronte, que es el barquero que nos cruzará el río para ir al inframundo, o el mismo Hades, que es la deidad que da nombre al propio inframundo; pero eso, según la mitología, implicaba morir, previamente al pedido de audiencia. Y como estaba haciendo un serio esfuerzo para vivir sin creer en tantas tonterías y dedicándome a una literatura hiperrealista desistí, finalmente, de hablar con divinidades griegas. Casi había olvidado tal delirio cuando se lo comenté –a modo de anécdota- a Francisco, un buen amigo mío a quien visito semanalmente en el psiquiátrico local, sólo por entablar alguna conversación.
      -¿El loco soy yo y vos me decís que querías hablar con personajes míticos? Bueno, por si se te vuelve a cruzar la idea, te voy a contar algo que he guardado como un secreto que sólo conoce mi psicólogo: difícilmente puedas hablar con los dioses en sí, pero hay un cierto hechizo, muy sencillo, que puede hacer que aparezca Cerbero -sabrás quién es- sin que debas fumarte nada extraño ni vender tu alma al diablo.
-Pará, Francisco, ¿encima le vamos a sumar magia o brujería a mis delirios?
-Es creer o reventar, che. A mí todavía me da un poco de espanto pronunciarlo porque fue la causa de todos mis males; soy loco pero no boludo. Mejor te lo doy escrito. Pero, por favor, leelo en voz alta cuando estés solo en tu casa. Y te aclaro que no le tengo miedo a Cerbero sino a la palabra que hay que hay que pronunciar para producir el hechizo. Fue justamente esa palabra maldita, lo que me causó el brote psicótico que me trajo a este lugar, con chaleco de fuerza y una dosis masiva de Trapac.
Mi amigo escribió algo en el reverso de una etiqueta de Marlboro -fuma cinco paquetes diarios sin preocuparse, porque dice que el cáncer es puramente psicológico- decía, que escribió con letra muy abigarrada y temblorosa, una sola palabra y, antes de que yo pudiera leerla, dobló prolijamente el papelito y me lo dio en una actitud casi clandestina.
-No lo leás ahora, te lo ruego. Hacelo en la más completa soledad, lejos de cualquier espejo y persona. Yo sé lo que te digo, no quiero que termines como yo; prefiero que sigas viniendo como visita y no como paciente.
No sabía si su preocupación era por mi salud mental, o porque, si me internaban junto a él, no tendría quién le llevara cigarrillos. Le hice un gesto tranquilizador, como que entendía perfectamente su actitud, pero rechazó enérgicamente mi condescendencia.
-Ya vas a ver -me dijo –y cuidado, acordate que también es importante evitar los espejos y las personas, en tu caso las mujeres.
-¡Y dale con eso! ¿No te dieron la pastilla hoy?
-Haceme caso; a mí me pasó justamente eso. Pronuncié el hechizo frente a un espejo y con mi mujer al lado. Te aseguro que fue horroroso; el espejo por su naturaleza y las mujeres por la cópula, ambos tienden a multiplicar y esparcir; además, los espejos te dicen la verdad y las mujeres mienten, es como un cortocircuito, ¿me entendés? ¿Qué podría pasar si a esos horrores le sumás un ser del inframundo? Yo lo averigüé de la peor manera: me quedé sin espejo, sin mujer y estoy loco de remate. Vos, por las dudas, dame bola y alejate de ellos -me dijo mientras se espantaba de la oreja unos inmensos reptiles que le susurraban obscenidades.
       Mi amigo Francisco tenía justificada fobia a los espejos: siempre había sido físicamente muy feo y gordo; era francamente desagradable, por donde uno lo mirara. También le tenía fobia a las mujeres porque era rechazado pertinazmente, no sólo por su fealdad sino, también, por su notoria tendencia a no bañarse. Pero Francisco era buen tipo y era mi amigo; yo, prudentemente, nunca le había preguntado el por qué de su internación en un loquero. Tal vez estaba loco, realmente, o había leído demasiado a Borges.
       Me despedí de él bajo promesa de llevarle más cigarrillos para la próxima, coloqué el papelito doblado prolijamente en el fondo de mi exigua billetera y lo olvidé.
     No fue hasta dos meses después que, hurgando en los misterios de mi cartera para pagar la cuenta mis múltiples medicamentos -para dormir, para despertar, ansiolíticos, antipsicóticos, antipánicos, antidepresivos y antiepilépticos- decía, que encontré el ajado papelito que me diera mi amigo, junto a un billete roto de dos pesos. Era todo lo que había. El farmacéutico, acostumbrado a mis carencias financieras y sabiendo que al final siempre le pagaba, me dijo que estaba bien.
-Acordate de no mezclar las píldoras rojas con las blancas ni las celestes con Fernet –me alcanzó a gritar cuando me iba. Yo casi no lo escuché. Me había extraviado en una de mis habituales ausencias mentales, mientras caminaba con la vista fija en el papelito rojo, que parecía invitarme a desplegarlo.
Recordé que debía volver a visitar a mi amigo ese fin de semana y que debía comentarle, de paso, los resultados del hechizo. Resistí la seducción del papelito hasta llegar a casa. Una vez en mi sillón preferido y luego de cerciorarme que estaba bien lejos de cualquier espejo, desplegué la etiqueta con mucho cuidado y leí la única palabra que había escrito mi amigo con tanto temor. Parecía un término de la magia vudú o de algún antiguo lenguaje africano. Tal vez era brujería haitiana. Casi inconscientemente la pronuncié:
-Culay -dije.
Al principio no noté nada extraño. Me sentía como un completo idiota que debería estar internado a la par de Francisco. Pero cuando me disponía a tomarme un café, ¡caramba! La cocina no estaba. Tampoco había paredes ni puertas ni piso ni muebles.
Pero lo que sí pude ver, fue un perro; no, dos perros, en realidad tres. ¡Que lo parió! Y para colmo, tenían unos hocicos que metían miedo. En realidad, era un solo cuerpo con tres cabezas. Era Cerbero, completo y monstruoso.
La verdad, es que al principio creí que las pastillas que me vendieron en la farmacia eran truchas y que me habían disuelto el cerebro, pero no, el rugido que salió de los tres hocicos fue atronador y sus ojos, los seis, me miraban fulgurantes y flamígeros. Él parecía furioso y yo buscaba, en vano, una puerta para escapar.
-¿Vos me invocaste? -preguntó.
-Eso creo –le respondí, todavía temeroso.
No entendía qué relación tenía la palabra Culay con esa visión horrorosa del averno. Hablaba la cabeza del medio, que carecía de orejas, la cabeza de la izquierda sí las tenía, en tanto que la de la derecha las tenía caídas, como las de un dálmata y parecía muy concentrada en sí misma. Yo, que me considero un intuitivo del lenguaje corporal, creí entender: la del medio era la que hablaba, la izquierda escuchaba y la derecha parecía ser la que pensaba; aunque las tres tenían la actitud de querer morder lo que estuviera a su alcance.
       El engendro continuó hablando con una voz impresionante que hacía vibrar el aire.
-Culay se me escapó, y ahora es una cuestión de orgullo, nadie más horripilante que yo debe andar suelto, nadie. Encima de ser psiquiatra, el tipo escribe –continuó Cerbero. -Mirá si no, lo que le hizo a tu mejor amigo. Nadie escapa de mí. Lo estoy buscando desde su primer libro, pero es escurridizo, el tipo.
-Pero mi amigo…
-Tu amigo no lo confiesa, pero leyó un libro de Culay.
Bueno; ahora yo sabía que la palabra, el hechizo, era el nombre de una persona de carne y hueso, que escribía y que andaba suelto. Debía ser terrible el psiquiatra, para que la bestia del Hades se tomara tantas molestias. Pero recordé a mi pobre amigo internado por su culpa:
-Mire, don Cerbero, para lo que mande, estoy a su disposición. Ese tipo, realmente, le cagó la vida a Francisco…
      El tricéfalo hizo algo así como un gruñido desdeñoso. ¿En qué podría ayudarlo un gusano terrestre como yo?
        Aunque probablemente estuviera alucinando, con las pruebas a la vista me tragué mi escepticismo y aproveché para hacerle algunas preguntas sobre la naturaleza del inframundo y otras cosas que me inquietaban. Al fin y al cabo lo había invocado para eso.
        -¿Infra qué? -me ladró. -Yo soy un perro, idiota. ¡Cómo podría saber nada sobre el infra qué!
     -Inframundo –le repetí en un tono bastante más enojado. -Tenés tres cabezas y miles de años de historia, ¿cómo podés no saber? Hablamos del lugar adonde van las almas, hablamos del Infierno, del Paraíso, del Purgatorio y esas cosas...
       Me miró con sus tres cabezas y las tres se miraron entre ellas. No podían creer que les estuviera preguntando tales boludeces. Ni falta hizo que me lo dijera. Yo tampoco podía creerlo pero, en todo caso, estaba hablando con un monstruoso alienígena en el evaporado living de mi casa... decidí intentarlo de nuevo.
    -Decime, Cerbero, ¿es verdad lo del río Aqueronte y lo del barquero Caronte?
     -¿Lo qué? -me dijo. -Vos te has tomado algo jodido o sos realmente un completo idiota. No puedo entender que creás en cualquier tontera que se escribe; si es por eso, leete vos también, un librito de Culay. No, querido, yo estoy cuidando el Hades desde el principio de los tiempos y me ocupo de lo mío. Me ocupo de que todo aquél que entra, nunca salga. Estoy custodiando la entrada y lo que pase adentro me importa un pito, así funciona todo allá… y acá también.
        -Pero…
-Los muertos están muertos –me interrumpió. -Aunque algunos caminan y se hacen pasar por vivos como Culay, por ejemplo. Nunca se me había escapado nadie. Para mí es cuestión de principios. Todos entran, nadie sale. Es así.
      Yo no estaba tan convencido de que Cerbero fuera sólo mi creación mental o alucinada de un perro deforme. Me parecía que estaba realmente allí y que estaba haciéndose el sota. Para mí, era un general haciéndose pasar por soldado. Probé de nuevo, cambiando ligeramente el tema.
        -¿Y quiénes llegan a vos, Cerbero?
-Todas las almas llegan y todas pasan. Pero no son muchas.
-¿Hombres y mujeres por igual?
-Las almas no tienen sexo, no tienen género.
-¿Y nadie sale de allí?
-Es un viaje de ida -me dijo. -Sólo de ida, para todos.
        Se le estaba soltando la lengua; tal vez deseaba, en realidad, hablar con alguien. Debía ser muy aburrido estar eternamente en completa soledad. Me pareció interesante aprovechar bien a fondo su buena disposición a soltarse.
       -Entonces, ¿cuál es el criterio para que los humanos entren o no?
     -No lo sé, no tengo idea, yo no los elijo. Todos los que llegan a mí, entran. El resto, supongo, estarán muertos para siempre. Son aquéllos que carecen de alma, son la mayoría. Son los que abonarán la tierra. Yo no sé si las almas que pasan por mi portal son buenas o malas porque esa distinción sólo la hacen los humanos. En realidad, lo que ustedes llaman malos, para el Hades son simplemente desalmados. Son los sin-alma. Ellos nunca llegan a mi puerta. Mientras viven, infectan la tierra como pústulas malolientes y cuando mueren, es para siempre.
      Aunque parecía una creación de la imaginación, Cerbero no era sólo un perro mítico. Sabía más de lo que reconocía; se estaba haciendo el difícil pero en realidad -me pareció- estaba ansioso por permanecer un rato más en mi mundo; decidí avanzar un poco más y le pregunté qué entendía por alma. Respondió rápidamente:
     -Es trascender por tus ideas, y permanecer por tu obra. Cualquier obra tuya, si condice con tu pensamiento, si es coherente con lo que predicás, si no es hipócrita, en definitiva, construye una memoria en el resto de tus congéneres. Esa memoria trasciende lo corporal porque se instala, indeleble, en quienes fueron afectados por esas ideas y esas conductas. Y no hablo de conductas “correctas” sino de conductas coherentes. Esa memoria es inmortal, esa memoria, instalada por vos en quienes afectás, es tu alma.
-Pero los buenos y los malos…
-Yo hablé de almas en general. Ni buenos ni malos, eso lo clasificarán adentro, supongo.
      Cerbero me estaba confirmando con sus respuestas que no era sólo un guardián en busca de un prófugo. Era mucho más que eso. Seguí preguntándole cosas interesantes…
       -Y decime... ¿existe Dios? ¿o Zeus? o sea... ¿existe un jefe? Quiero decir… un ente o persona que ordena las cosas, un creador, el que te creó a vos y a mí... ¿existe?
         La cabeza del medio se ladeó y me miró como miran los perros cuando un humano les habla. Ya no parecía tan monstruoso, hasta parecía tierno, compasivo, condescendiente.
      -Sólo ustedes, los humanos, necesitan jefes. Y cuando no los hay, los inventan. Primero inventaron a Dios y, para poder entender lo que inventaron, tuvieron que aparecer los filósofos y los psicólogos que, en su mayoría, son ateos. ¡Cómo no van a tener problemas existenciales! En cambio, yo sólo estoy. Hago lo que tengo que hacer y seguiré estando mientras los humanos crean que existo.
-Pero yo te estoy viendo y hasta podría tocarte…
-Si querés arriesgar una mano… ¿viste mis colmillos? No seas boludo. No te hace falta poner a prueba tu fe. Nunca tuviste ninguna fe.
-Sucede que no puedo dejar escapar la oportunidad de hacerte preguntas…
      -La verdad es que estoy cansado; cansado de un cansancio eterno. Por suerte, de vez en cuando, alguien me invoca y salgo de la rutina pero así y todo... Es difícil entender que sólo un par de genes hacen tanta diferencia en ustedes y los monos. Es más, creo que prefiero a los monos.
      Ahora se lo veía viejo y ajado como un pergamino. En sus caras había abatimiento, ira, aburrimiento, burla, fastidio, cansancio; y todos esos estados de ánimo pasaban por él como en cámara lenta, a la espera de otra de mis preguntas.
     -¿Y nunca te fijaste en qué hay más allá de tu puerta? ¿No tenés curiosidad?
        -No. La curiosidad también es humana. Yo sólo estoy. Ni tan siquiera soy. Me parece que no entendés muy bien el concepto; es justo al revés de lo que comúnmente creen los humanos. Dios está pero no es. Está porque es una necesidad humana,pero no es, porque no tiene entidad. Igual que yo. Igual que todo lo que ustedes llaman sobrenatural. Todo lo que ustedes quieren que exista, está, y para muestra... mirame bien ¿te parece que realmente existo? Es al pedo explicarte tantas cosas… realmente, prefiero a los monos.
        -Entonces, lo de hechizo, lo de mi amigo y lo de Culay...
        -Es una broma de mal gusto.
-¿Lo de tu existencia?
-No, tarado, que exista Culay. No le vendría mal un buen susto a ese tipo.
Yo estaba de acuerdo en eso, ahora que recordaba haber leído un par de cosas escritas por ese psicoliterato, amante de los psicodólares, generador de psicosistemas infalibles de psicoautoayuda, fabricante y vendedor de psicolibros cuyo producido contribuirá generosamente a su psicoretiro en las Bahamas, psicocagándose de risa de todos los pobres tipos que compraron su vasta y psicoremunerativa producción.
Tuve que detener en seco mi dispersión intelectual porque, claramente, era fruto de una malsana envidia por los éxitos comerciales de un escritor que no era yo. Además, tenía en mi casa a Cerbero…
-Y decime... ¿cómo se puede vivir sin un Dios? ¿sin utopías? ¿sin creer que después de esta vida hay otra mejor?
      -¿Vos creés en Dios? –me preguntó escupiendo sus palabras.
      -No. Es decir, no sé. Yo soy agnóstico, ignorante respecto de esas cosas. Por eso te pregunto. Si fuera ateo, no dudaría.
       -Ya te lo dije, prefiero a los monos…
       -Mirá, Cerbero… yo vivo el día a día. Asumo que, después de la muerte, no hay nada. Ni premios ni castigos. Nada. Trato de ser feliz acá, en la Tierra.
       -Sin embargo estás hablando con un perro de tres cabezas que viene del Hades, ¿te das cuenta no? de la incoherencia, digo. Los que creen son esencialmente hipócritas, pero los que no creen, también.
-Pero…
-Escuchame y cerrá esa bocota. Lo único que necesitan los humanos para ser felices ya lo tienen: es la vida misma. Pero no; se complican y se enredan en una dialéctica estéril. La vida se les va, esperando milagros y resurrección, como quien espera pacientemente a un utópico colectivo -los que creen- y amargados, desolados, desesperanzados, los que no creen.
-Pero…
-Callate y escuchá. Ni los unos ni los otros son capaces de encontrar códigos comunes y éticos para convivir; se matan en guerras santas y no tan santas, se engañan, se traicionan y se vuelven a matar. Algunos prosperan y se enriquecen, siempre sobre el hambre de millones. Son indiferentes al sufrimiento ajeno y, desde el principio de las cosas, se comportan de la manera más autodestructiva posible. Entonces, no es tan absurdo que los humanos fabriquen dioses, diablos, santos, paraísos e infiernos... o que aparezcan tipos como Culay. Luego esperan que un Dios, hecho a medida y conveniencia, les dé respuestas mágicas. En mi caso, soy sólo la respuesta mágica a tu propia estupidez.
       Cerbero era una bestia, al fin y al cabo, pero lo escuché sin ofenderme. No era una agresión gratuita; de algún modo, estaba sacudiendo los cimientos que sostenían mi frágil andamiaje psicológico, merecidamente, porque fui yo quien lo trajo a este mundo buscando respuestas; pero igual me di el gusto de agredirlo un poquito, como para que no se quedara él con la última palabra. Eso, nunca.
-Eso nos pasa a los humanos, entre otras cosas, porque vos dejás que se te escape gente como Culay… Como ves, no toda la culpa es nuestra –lo provoqué para tantear qué sería capaz de hacer.
       Pero, como si adivinaran mis pensamientos, la cabeza izquierda esbozó una sonrisa condescendiente, la del medio bostezó y la derecha dejó caer una preciosa lágrima azul. El guardián de Hades se estaba yendo. Me dejaba con la palabra en la boca, el muy cabrón.
Cerbero, lejos de mis reflexiones -o a causa de ellas- se estaba desmaterializando suavemente, a la vez que las paredes de mi sala reaparecían borrosas, deslucidas y perpetuamente sucias. En un instante, su tenue silueta terminó de evaporarse en un efímero estallido de nada.
      Mi casa, era otra vez mi casa. El General Perón me miraba, irónico, desde el retrato que colgaba del clavo oxidado de siempre. ¿Una lágrima azul? Hasta hoy me pregunto si pude haber tenido una alucinación tan vívida y absurda. Por las dudas, le he pedido a mi farmacéutico un cambio de medicamentos.
      A los pocos que me visitan, les digo que la manchita azul en el piso fue un desliz de mi bolígrafo.
Culay, cada vez vende más libros; y en cuanto a mi amigo Francisco… últimamente lo visito muy poco y no le llevo más cigarrillos porque se le ha puesto que, a la larga, el fumar produce cáncer.
Aunque le dieron el alta y sigue sin bañarse, prefirió seguir viviendo en el psiquiátrico; afirma que las begonias y malvones que cuida con tanto esmero, como ninfas aladas, a la noche le recitan poemas de Mario Benedetti. También afirma, burlón, que los hechizos son para asustar a los niños.

jueves, 20 de mayo de 2010

VEINTITRÉS Y MEDIO


“…De cierto os digo, que uno de vosotros me va a entregar. Y entristecidos en gran manera, comenzó cada uno de ellos a decirle: ¿Soy yo, Señor? Entonces él respondiendo, dijo: El que mete la mano conmigo en el plato, ése me va a entregar. A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él, mas ¡ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido...”.
                                                                                                            Mateo 26: 21-24
  



La Inclinación y la Casta

El eje polar terrestre está inclinado, desde hace unos 41.000 años, 23,5 grados respecto a la eclíptica solar. Este hecho físico-astronómico tiene implicancias científicas de importancia superlativa. Por ejemplo, si no fuera por esa inclinación, no existirían las estaciones;  una parte de la tierra estaría en perpetuo verano y la otra en perpetuo invierno. Nada en nuestras vidas sería como lo conocemos.
Esta Inclinación es levemente variable y, en su máximo, el ángulo es, justamente, de 23,5 grados. Este ángulo no sólo es una expresión matemática. Es, para mí y para muchas personas más, toda una asignación de principios, una forma de ser, una forma de vivir.
 La casta de los Veintitrés y Medio nace en Grecia, varios siglos antes de Cristo, cuando un filósofo devenido en matemático, llamado Atípicles, retomó las investigaciones de su maestro Eratóstenes quien dedujo que, si la tierra estaba  medio inclinada respecto a la eclíptica solar, esa inclinación podía ser medida y logró calcularla con bastante exactitud. Es para sorprenderse, aún hoy, que los griegos estuvieran tan avanzados en astronomía cuando en Europa, en pleno siglo XV, todavía creían que la tierra tenía la forma de un ladrillo. Atípicles no sólo estudiaba La Inclinación; no tardaría mucho en notar la relación de las conductas humanas con ese particular ángulo aunque, desafortunadamente, murió decapitado por su esclavo y mancebo mientras dormía, antes de llegar a postular una teoría escrita que quedara para la historia y al alcance de los modernos sociólogos. Intuyendo tal vez su final, el genio filósofo homosexual, fundó una logia de iniciados gnósticos que no sólo conocían sus hipótesis, sino que estuvieron dedicados a estudiarlas, ampliarlas, entenderlas y difundirlas, discretamente, desde entonces hasta la actualidad. Esos conocimientos, desde aquella época, se transmiten oralmente sólo entre miembros y son secretos. La logia, con la edad, se hizo tan numerosa que inevitablemente adquirió la categoría de una verdadera casta. Ya entonces, pensar tan diferente al resto, se consideraba peligroso y subversivo.
Aunque originalmente, hace dos mil quinientos años, las castas eran consideradas necesarias Para distinguir “sangres puras” de “sangres sucias”, fueron los arios que se instalaron en la India, quienes, desde el mil quinientos antes de Cristo, instalaron el concepto de castas para establecer a quiénes les correspondía hacer qué tareas. La división se establecía por color de piel y mestizaje. Los hindúes nativos, por su parte, establecieron también una separación estricta de castas con principios religiosos basados en el brahmanismo, pero también con la finalidad de establecer una separación de tareas más dignas o menos dignas. Esta división debía observarse meticulosamente y su transgresión implicaba la inmediata pena de muerte. En cambio, los griegos, no establecieron castas porque, para los servicios “indignos”, tenían esclavos. Entre los intelectuales helénicos aparecieron corrientes de pensamiento muy diversas en las que se basan todas las culturas y filosofías occidentales de la actualidad. No estaba en su naturaleza social el concepto de castas porque, entre otras cosas, los griegos inventaron la democracia. Aún así, existían grupos claramente diferenciados del resto como, por ejemplo, el de los viticultores, los actores, los escultores, los guerreros y, fundamentalmente, el de los filósofos.
Las corrientes filosóficas, en la Grecia antigua, fueron apareciendo muy emparentadas con los descubrimientos cosmológicos y matemáticos, entre otras ciencias. Tal el caso de Atípicles, quien desde la observación astronómica y los cálculos matemáticos, descubrió que la inclinación del eje terrestre produce, en algunos seres humanos, conductas peculiares. Y todavía más, descubre, o más bien plantea secretamente, la teoría de que la personalidad de cierto moderado número de individuos del mundo está determinada directamente por ese caprichoso ángulo.
El celoso secreto de Atípicles se atribuye a que, en la Grecia antigua tenían el dogma de que, tanto los atributos físicos como los intelectuales, eran fruto de la perfección -en ambos sentidos- de los progenitores. Cuidaban tan celosamente esa selección que, a los niños nacidos con defectos, se los arrojaba desde un acantilado al embravecido mar. Entonces, Atípicles no arriesgaría su prestigio científico ni su vida pretendiendo que la personalidad y algunas peculiaridades físicas y mentales de los griegos estaban determinadas por algo más que la mera biología. Así fue que nace el secreto sagrado de la casta de los Veintitrés y Medio, secreto que hasta hoy se transmite de boca en boca y sólo entre elegidos.
Atípicles debía establecer algún tipo de parámetro para reconocer a las personas influenciadas por el Ángulo Sagrado y también debía denominarlas de algún modo clasificatorio simple y que facilitara su secreto reconocimiento mutuo. Los llamó Impares.
Ser un Impar implicaba que, desde su reconocimiento en adelante, debería relacionarse sólo en secreto con otros Impares e interactuar dinámicamente con el resto de la humanidad a quienes Atípicles clasificaba como Pares. Era evidente que, quienes nacían influenciados por La Inclinación, eran totalmente diferentes –aunque no necesariamente mejores- que los Pares. Eran, además, una minoría absoluta y transgresora y, como tales, serían discriminados y perseguidos. Por eso el secreto, por eso la logia, por eso la casta.
Atípicles, a lo largo de su vida adulta, se consagró por entero a reunir a los Impares de la época en su tierra y a enseñarles a mimetizarse con el resto de la humanidad para que no quedaran expuestos a burlas, represalias o algo peor. Les enseñó el por qué eran Impares, y también cómo reconocerse entre sí. Y tan buena fue su enseñanza que, hasta en la actualidad, los Impares nos reconocemos casi instantáneamente y, del mismo modo, quedamos incorporados como miembros de la casta de los Veintitrés y Medio, en algunos casos, sin siquiera saberlo.
La casta no reconoce líderes; los abomina. La casta no tiene sede, reglas ni leyes. Nadie la dirige, no hacen reuniones ni contubernios. Sólo existe. El instantáneo reconocimiento entre miembros hace innecesaria toda comunicación formal entre ellos, a tal punto que los Impares siempre saben qué esperar de otros Impares. Todo está implícito en el espontáneo reconocimiento mutuo. El lenguaje entre Impares suele ser muy especial. Es una comunicación basada en la observación mutua de la gestualidad y no tanto de la palabra. Los Impares no somos muy afectos a creer en la palabra de los otros –aunque amamos inevitablemente a la palabra en sí- y evaluamos cuidadosamente los actos, los hechos que producen los demás. En general los Impares no somos bien vistos en lo que se refiere a la palabra y menos en lo que se refiere a los hechos –según la óptica de los Pares-. Por eso, justamente, nos consideramos Impares. Es por no ser previsibles, que los demás nos tratan con recelo y desprecio. Pero respondemos a ese desprecio con un nivel de nobleza que los Pares son incapaces de comprender. Los Pares aman la entropía, la tranquilidad, la mediocridad. Los Impares amamos el caos, la energía descontrolada y la rebelión. No podríamos ser más diferentes y, en consecuencia, interesantes. Atípicles concluyó que somos los Impares los que hacemos soportable la aburrida vida del resto y que, de algún modo, esa es nuestra segunda misión en este mundo; la primera es ser felices. A veces estas misiones se excluyen y hay que optar. Por supuesto, los Impares somos también egoístas y en ese caso elegiremos, sin dudarlo, nuestra propia felicidad.
La Inclinación u oblicuidad del eje terrestre fue descubierta y calculada en primera instancia por Eratóstenes en el año 250 a.C., aproximadamente. Dejó inconclusos esos estudios cuando fue convocado a hacerse cargo de la biblioteca de Alejandría. Eratóstenes también calculó la circunferencia de la tierra con un error del 1% respecto a las mediciones actuales. Atípicles, su discípulo, retomó esos estudios y logró deducir que, según sus cálculos, la Inclinación era variable en unos pocos grados. Mucho más tarde, a esa variación, los científicos del siglo XVI la llamaron nutación. Atípicles, que era un observador obsesivo de las conductas humanas, dedujo que, los nacidos en el momento de nutación más amplio, es decir cuando la inclinación del eje terrestre era el máximo, eran personas muy peculiares, tanto en lo físico como en lo intelectual. De ahí que, entre Impares, a veces nos llamamos Nutantes.
 Curiosamente, Atípicles no creía en la astrología convencional de la época pero era un estudioso de los ángulos, de los números primos y de los números impares. También fue el primero en relacionar los números con las conductas humanas y hasta se atrevió a sostener que si Dios realmente existía y se expresaba, lo haría a través de números y no de palabras. Para la época, sus propuestas eran verdaderas blasfemias y pronto comprendió que debía divulgar sus conocimientos sólo entre sus iguales, los Impares, de manera discreta y no escrita.
Entre otras cosas, deducía que los números pares eran aburridos y previsibles, mientras que los impares y los primos, eran absolutamente fascinantes. Hasta llegó a proponer que se considerara a los números no enteros como impares. Decía que ningún número era más Impar que los no-enteros y que, en la infinita cadena de los decimales del Número Áureo, estaría codificado el secreto de la Creación. Sostenía también que el Ángulo Áureo no era de 137,5º sino de 23,5º. Tales afirmaciones lo excluyeron del mundillo de los matemáticos de la época pero, a su vez, la exclusión lo estimuló a formar la logia de los Veintitrés y Medio. Los primeros miembros de esta logia eran elegidos por él mismo, basado en la observación de las conductas del candidato. Luego de identificado, al individuo en cuestión se le calculaba, según su fecha y hora de nacimiento, si era o no era un Impar. No se sabe de ningún error en los cálculos de Atípicles, aunque en la actualidad esas misteriosas ecuaciones ya no se hacen por haberse perdido en el tiempo la fórmula utilizada por el sabio griego.
La inclusión de nuevos individuos en la casta, hoy en día, se hace sola, naturalmente. Pero en caso de dudas, lo hacemos basándonos en las conductas de los candidatos, cuidadosamente observados por quienes ya somos miembros de pleno derecho. Aunque eventualmente hacemos pruebas simples de comprobación, basados en que se cumpla la regla básica de que la persona en cuestión haya nacido en el momento de máxima inclinación del eje terrestre, nunca se ha dado el caso de un error. Siempre, los nacidos en ese lapso de tiempo, son Impares. Si en más de dos mil doscientos años de metódica experimentación no hubo excepciones, la hipótesis puede considerarse ley.
Actualmente, con la revolución de las comunicaciones, de la tecnología y por el profundo conocimiento de las conductas humanas es muy sencillo para los Impares detectar a otros Impares. Éstos, si son buenos, son exageradamente buenos. Si son malos, son los peores. Pero siempre son brillantes, aunque no necesariamente sean personas exitosas, según la moderna concepción mercantilizada del éxito. Todos los Impares somos odiados o amados sin términos medios. No nos gusta la tibieza y somos extremos en todos los órdenes. Eventualmente frecuentamos amistades Pares sólo para tener algo de sosiego y de paz, pero la verdadera empatía se da, invariablemente, entre Impares. No necesariamente los Impares serán amigos entre sí porque hay factores, propios de la casta, que suelen ser un impedimento, como por ejemplo, el egoísmo y el egocentrismo. A veces también influye la cuestión ideológica porque, justamente, la condición de Impares nos hace diversos en todos los órdenes. Pero, a pesar de las diversidades, pueden reconocerse rápidamente como Impares a una serie de grupos sociales, culturales e ideológicos que no voy a detallar por ser éste uno de los secretos más cuidados de la logia. Mis lectores pueden deducir o suponer de qué grupos hablo aunque no tendrán de mí comentario alguno.
Curiosamente, puedo confesar que forman parte de la casta casi todos los que tienen defectos físicos de nacimiento o demencia hereditaria. Dar a conocer ese detalle es inofensivo para ellos porque ya no pueden ser más agredidos de lo que son. No necesariamente, los Impares saben que son Impares; en general ni siquiera saben que pertenecen a una casta. Esta desinformación hace que nuestros delicados secretos sean aún más herméticos.
Atípicles planteaba que de ningún modo debíamos considerarnos superiores a nadie porque realmente nunca lo fuimos, ni lo seremos. La casta tiene un claro destino, indeclinable, que es el de desequilibrar a la sociedad, impedir que se duerma, que se anquilose. “Qué lindo que es alborotar el gallinero” decía un Impar amigo mío, y con esa frase definía la exacta misión de la casta del Sagrado Ángulo. Sacudir los cimientos de la sociedad, de las ciencias, de la cultura, de la política y de las religiones; tal es nuestro destino, sea cual fuere el nivel o área en que nos desempeñemos.
Parece, a primera vista, una obvia contradicción hablar de destino entre Impares porque –no sé si lo mencioné antes- todos los integrantes de la casta somos ateos y, quien no lo es, lo será. En realidad, en lugar de destino, deberíamos hablar de determinismo astronómico o físico porque, en verdad, algo es sustancialmente diferente en todas las personas que nacen durante el breve periodo en que el Sagrado Ángulo es justamente de 23,5º, aunque no existan razones comprobables científicamente para tal fenómeno. Pero, el no poder comprobar científicamente esa influencia, no convierte al asunto en dogma de fe o en superchería astrológica. Es, simplemente, un hecho que se repite sistemáticamente desde hace miles de años y no descartamos que algún día, con el avance de las ciencias, podamos explicarlo de manera más racional.
Atípicles decía que es imposible para un Impar escapar a su misión, haga lo que haga para evitarla. Realmente no sucede, porque los Impares, en su mayoría, ni siquiera son conscientes de que están desempeñando un papel predeterminado por un fenómeno astronómico; y, aún si lo supieran, les sería imposible incumplir, tanto como es imposible vivir sin respirar.
Por carácter transitivo, el antiguo filósofo declara que él mismo no se considera fundador de la casta y que ésta existió desde siempre y que siempre existirá mientras existan los seres humanos. Él se adjudicó el solo hecho de haberla expuesto al estudio sistemático. Con exagerada humildad, también decía que su conocimiento de la fenomenología angular era paupérrimo si la comparaba con lo que se iría descubriendo a lo largo de los siglos. Pero, a pesar de los avances científico-tecnológicos, hoy no sabemos más que Atípicles. Tal vez en eso se equivocó.
Lo cierto es que, un tres por mil de los humanos, somos Impares o Nutantes. Así fue siempre y así seguirá siendo, por lo menos, hasta que un cataclismo cósmico haga variar el Sagrado Ángulo.







La vida del Nutante

Nada fue igual en mi vida desde que me enteré de que pertenecía a la casta de los Impares. Me puse furioso, me sentí frustrado e impotente; me sentí atropellado por la vida, sentí que el destino era prepotente conmigo. A mis veinte años me resultaba incomprensible estar signado, para toda la vida, por un estúpido ángulo. Pero me lo reveló mi abuela y, viniendo de ella, no podía ser otra cosa más que la verdad. También me advirtió que era completamente inútil resistirme a tal designio y que, si lograba digerirlo y aceptarlo, mi destino sería la felicidad perpetua –aunque que me dijo que ella no se lo creía- y que estaría signado para lograr grandes cosas. Palabra de mi abuela, palabra santa.
Poco a poco logré hacerme a la idea. A medida que mi abuela me iba revelando los detalles de la historia y del implacable e inevitable designio de los Nutantes, no sólo me resigné sino que comencé a disfrutarlo.
En las frías y grises tardecitas de invierno mi abuela freía pastelitos de hojaldre, tan dulces como la miel de su mirada, mientras me relataba lentamente y, por etapas cuidadosamente dosificadas, la historia de mi abuelo Impar, su marido. Ella sabía que yo saboreaba tanto el relato como los pasteles; se aprovechaba de eso para hacer más misteriosa y lenta la revelación de mi destino. Yo era absolutamente feliz mientras trascurrían sus relatos y comía los pastelitos más exquisitos que alguna vez probé. Era tan delicioso su relato que nunca advertí que me lo estaba entregando en capítulos que duraron años, muchos años, veintitrés y medio, para ser exacto. Fue hacia el final de la historia que comencé a percibir que, junto al final del relato, también se extinguía la dulzura de sus ojos, se le empañaba la mirada, se le agotaba la vida.
Desde el comienzo me reveló un legado que era como una brasa ardiente. Y lo acepté no por inevitable. Lo acepté por placer. Lo acepté porque me lo entregó mi abuela. Lo acepté porque, para un Nutante, no existe más alternativa que ser subversivamente feliz. Mi abuela se dio cuenta del placer que era para mí saberme diferente y murió, también, feliz. A lo largo de esos años me había transmitido no sólo el conocimiento de mi condición de Impar, sino toda la historia de los Nutantes, incluyendo la de su marido, mi abuelo, quien habiendo fallecido muy joven, le encomendó, le ordenó a ella, no morirse hasta transmitir a su primer hijo o nieto Impar, la única herencia que dejó: el conocimiento. El conocimiento de La Inclinación, del Sagrado Ángulo, los secretos de la casta, la misión de los Nutantes.
No fue sin pena que me reveló los mandatos de la casta. Pena porque ella, siendo Par, no entendía demasiado bien que los Impares pudieran ser felices a pesar de la misión heredada. Me dijo que mi transcurrir en este mundo sería como una espina en el pasto suave y fresco que me rodeaba. Me dijo que sería como un alarido que sepultaría la armonía de todo un coro. Que sería como un geranio obstinado en el rosedal, como una mancha de tinta en el blanco impoluto y aburrido de una hoja de papel; o como la palabra impertinente en el silencio de los templos, como la cuerda destemplada de un piano, como una flemosa tos en el teatro, como una pústula en el perfecto rostro de la Venus o como una estaca puntiaguda y peligrosa en medio del trebolar.
Mi abuela sabía pero no entendía. Sufría porque ella creía que sería un calvario para cualquier persona. Hacia el final de sus días, le expliqué lo feliz que podía ser alguien como yo, por el solo hecho de sentirse diferente, por el solo hecho de saber que la vida me dio un camino transgresor y que ni tan siquiera se me cruzaba la idea de cuestionarme esa forma de ser. Disfrutaba siendo diferente y en eso consistiría, por siempre, mi modo de ser feliz. Ella lo entendió, me bendijo y murió. Murió de vieja, con el sentimiento de haber cumplido su misión en este mundo. Me dijo que moría en paz porque de otro modo moriría de aburrimiento y que de ningún modo debían confundirse esos dos arteros y traidores conceptos.
Y tenía razón. En la paz se agazapan, solapados, el tedio, la rutina, el aburrimiento. Había que saber disfrutar de la una sin dejarse seducir por todo lo otro. Era mi mandato evitar esa confusión y, en la medida de lo posible, evitar que le pasara a los demás, en el mundo inacabable de los Pares. Y debo confesar que la misión no era para nada contradictoria. También me lo enseñó mi abuela; no se puede hacer feliz a nadie si uno mismo no es feliz.
Ese principio estableció las prioridades en mi vida desde que tengo memoria. Y lo venía logrando, hasta que me llegó el mensaje.

El cónclave imposible

Una insoportable tarde de enero, en pleno intento de reconciliarme con mis pegajosas sábanas, el teléfono terminó con mi utopía de dormir la siesta. Atendí muy mal dispuesto, mientras le daba sopapos al ventilador que se detenía y arrancaba como si tuviera libre albedrío.
-Hay plenario Impar –dijo una voz. –Es en marzo, hotel Panamé, Palermo Chico, Buenos Aires, el día 13. Se ruega alojarse un día antes; están las reservas  –Y colgó.
Entre mi siesta malparida y el ventilador, que ahora se estaba prendiendo fuego, no capté, inicialmente, el significado de la llamada. Sólo corrí hasta el enchufe del aparato y lo desconecté de un furioso tirón que el cable me retribuyó con un shock que me dejó sacudido, sentado en las baldosas frescas del living y babeando como un bebé.
Minutos después, cuando pude enfocar la vista, sólo vi humo, muchísimo humo. El ventilador ya no estaba en llamas pero el humo era increíble. Corrí a abrir las puertas y ventanas y descubrí, tarde, que el espectáculo que le estaba dando a mis vecinos era lamentable; estaba completamente desnudo, en el medio de una humareda y babeando. La vecina de enfrente que siempre, pero siempre está regando o barriendo la vereda, hizo un esfuerzo patético para esconder su risa burlona. Ya estaba medio acostumbrada a mis excentricidades, pero eso era demasiado. Lo de exhibicionista, no me lo conocía. Tuve que recular entre el humo que no me ocultaba del todo y manotear una toalla para cubrirme. Era bochornoso. Obviamente, en ese día, los astros se alineaban en mi contra.
Luego de ventilar la casa, ya vestido, recordé la llamada misteriosa. ¿Quién carajo era? ¿Plenario Impar? ¿Y desde cuándo los Impares hacíamos reuniones? Nunca supe realmente quién hizo la llamada, pero sí supe que era en serio porque no cesaron de joder hasta una semana antes del plenario, todos los días, varias veces por día. Era una grabación. Ninguna democracia, nada de preguntas. Además, el tono de la voz no denotaba autoridad ni impartía órdenes; era una invitación, tan extraña como inesperada y, por supuesto, era irresistible.

***

El hotel Panamé era un pequeño lugar, muy bien cuidado, nada ostentoso, ubicado en pleno Palermo Chico, muy cerca de la Avenida Córdoba. Un típico hotel para viajantes de comercio. Había una habitación reservada a mi nombre y, obviamente, el conserje no tenía idea de quién había hecho la reserva. Me dijo que, de hecho, todo el hotel estaba reservado y pagado por anticipado por la misma persona. Todas sus setenta y cinco habitaciones. Todas.
No había nadie todavía en la habitación doble que me asignaron y me di un baño con agua apenas tibia. Marzo era un mes todavía caluroso en Buenos Aires y, por la hora, me pareció que ir a tomar un café por ahí cerca era lo más placentero que podía hacer por el momento. Justo en la esquina de Ravignani y Córdoba había un típico cafetín porteño, antiguo, y con todo el encanto de los olores de Buenos Aires, de las medialunas calientes, del café recién molido y de las infaltables historias canyengues que rezuman de sus paneles de madera vieja. Había unos veinticinco o treinta parroquianos que, como yo, miraban bucólicos el tráfico incesante de la gran avenida. También como yo, miraban pasar a las siempre hermosas mujeres porteñas partiendo baldosas con su taconear tan particular. En un vistazo rápido me quedó claro que la mayoría de los clientes eran Impares como yo y que, probablemente, estuvieran también alojados en el mismo hotel. Todos nos relojeábamos y, creo, todos supimos que estábamos allí por lo mismo. Pero Buenos Aires no da para arrimarse a entablar charlas con desconocidos y cada uno dejó que su mirada continuara extraviada entre el humo de los colectivos y la locura homicida del tráfico, a esa hora maldita en que la gente vuelve a sus hogares. Eran las seis de la tarde del día doce de marzo y me quedaba tiempo de sobra para pasear por ahí.
Caminé tranquilo por la avenida, mirando vidrieras repletas de cosas que jamás compraría y esquivando a los omnipresentes vendedores callejeros que rapiñaban las últimas monedas del día. Me sentía bien, feliz por haberme tomado unos días de descanso. La locura de los porteños no me afectaba y me metí en todas las galerías comerciales que encontré observando, como siempre hacía, el comportamiento social de los inverosímiles personajes que sólo Buenos Aires puede generar. Pensaba en los varios miles de Impares que había en la Argentina –seríamos como ochenta mil- y se me ocurrió que no era posible que se nos convocara a todos a una reunión. Debía haber algún criterio de selección, seguramente, y tenía una curiosidad insana por saber cuál era ese criterio, quién convocaba, y porqué convocaba. Que yo supiera, nunca se había hecho tal cosa desde la época de Atípicles. O tal vez se hicieran reuniones periódicamente y yo no lo sabía…
Caminé y caminé por Buenos Aires pensando en que, si esa ciudad dejaba de ser la locura que era, los argentinos estaríamos perdidos, sin identidad, tratando infructuosamente de parecernos a Europa o a Canadá o a Yanquilandia. No. Definitivamente, no era nuestro destino ser ordenados y civilizados. Pensé en lo aburrida que sería nuestra vida, si las provincias dejaban de ser lo que son, para pasar a la patética categoría de “unidades de producción”, tal como todavía sueñan los post-neoliberales de la política y sus leyes del mercado. Qué sería de la Argentina que conocemos si, como dice mi mujer, las personas pasamos a ser “recursos humanos” en lugar de personas. Qué sería de la Argentina si los Impares nos extinguiéramos y dejara de haber loquitos proponiendo más humanidad y menos mercado. Aún así, era plenamente consciente de que la guerra entre energía y entropía se venía perdiendo escandalosamente. La gente, los Pares, preferían dejar que otros pensaran por ellos, decidieran por ellos, gobernaran por ellos y esa tendencia se acentuaba en todo el mundo porque era cómoda, funcional y complaciente.
¿Y los Impares? No sé. Por lo menos yo, me encontraba muy a gusto disfrutando de Buenos Aires y no me sentía en absoluto responsable del futuro de nadie. Ni si quiera del mío. Además tenía muy claro que los líderes del mundo perverso en el que teníamos que vivir, son también Impares. En realidad, la misión de los Impares nunca fue la de ser buenos, ni mejores, ni salvadores; más bien, diría justo lo contrario. La misión, o mejor dicho, el designio, era ser diferentes, era desequilibrar, desentonar, cada uno en su ámbito. Desde el delincuente hasta el buen samaritano, si son Nutantes, tienen el mandato innato e ineludible de alborotar, transgredir y ser extremos, cada uno, desde sus propios conceptos morales. Así, entre esas livianas cavilaciones, llegué a las puertas de un restaurante que se especializaba en chivitos a la llama. Decididamente, yo no había nacido para sufrir.
Cuando regresé al hotel, rebosante de cabrito y vino tinto, ya tenía compañero de cuarto. Era un agradable cordobés, unos años mayor que yo. Estaba acodado en la ventana fumando marihuana; se sobresaltó un poco cuando entré.
-¡Huy! Espero que no te moleste el faso. Soy Andrés.
-Si no lo compartimos te botoneo. Soy José –contesté.
Inmediatamente nos caímos bien y nos estrechamos las manos. Compartimos lo que quedaba del porro mientras nos interrogábamos mutuamente sobre los misterios de la reunión, pero él tampoco sabía nada. Habría que esperar hasta el día siguiente. Andrés era motociclista como yo y nos pusimos a charlar de fierros mientras sacaba de su equipaje una botella de Fernet, una de Coca, vasos de aluminio, y le pedía hielo al conserje. Increíble, el cordobés. Pasamos unas horas charlando y bebiendo mientras yo jugueteaba con una de esas biblias que dejan los evangelistas en los hoteles. Ya casi dormido, me fijé en qué versículo quedó abierto el santo libro:

“…he aquí que yo hice al herrero que sopla las ascuas en el fuego, y que saca la herramienta para su obra;  y yo he creado al destruidor para destruir…”. Isaías 53: 15-17.

Sonaba amenazante, pensé, y me dormí totalmente borracho, en la seguridad de que, si Jesús hubiese sabido del quilombo que fue la humanidad después de él, su único discípulo hubiera sido Branca.
A las nueve de la mañana, los teléfonos de todas las habitaciones del hotel comenzaron a sonar en prolijas series por hilera de pasillos, Para que los Nutantes estuviéramos listos y bañaditos Para las once. Lo bueno del Fernet es que no deja resaca, pensé mientras me duchaba. Como a las diez apareció un camarero con los desayunos y una notita que nos comunicaba a los señores huéspedes, que nos esperaban a las once, en el salón de conferencias del mismo hotel, en el primer subsuelo. “Se ruega puntualidad”, terminaba.
-¿Son de un club no? -me preguntó el empleado.
-Algo así –le dije.
-¿Y por qué se llaman Mutantes?
-No, no. Somos Nutantes, con “N”.
-Ah, suena raro con n, pero sobre gustos…  -y se fue.
Andrés se demoraba en el baño y le avisé que yo iba bajando. Me fui por las escaleras porque estaba en el segundo piso y, de paso, fumaba mi tercer cigarrillo. Era previsible que en el salón no dejarían fumar. Me equivoqué. Ya había mucha gente y casi todos fumaban. Eran más o menos doscientas plazas y más de la mitad estaban ocupadas. Era una fauna variada, tantas mujeres como hombres, bien y mal vestidos, de todo y de todas las edades, desde treinta para arriba. Tomé asiento en la quinta fila, encendí otro Marlboro y me dispuse a esperar; faltaban unos quince minutos. Todos nos mirábamos curiosos y  a la vez aparentando no estar interesados en los demás. En el proscenio había una mesa con cinco sillas, cinco micrófonos y cinco botellitas de agua con sus respectivos vasitos. También había ceniceros. No se veían emblemas ni símbolos de ningún tipo. Finalmente la sala se fue completando hasta llegar a los ciento cincuenta participantes, más o menos, aunque yo estaba seguro de que el número final sería impar. Cuando entró Andrés, me vio y se sentó a mi lado. Él tampoco parecía conocer a nadie. En el proscenio ya se ubicaban los que harían uso de la palabra y poco a poco se hizo un profundo silencio. Se cerraron las puertas de acceso con un golpe seco e inmediatamente comenzó a hablar el individuo ubicado al medio de los cinco.

El Astrónomo (Parte I)
-Soy doctor en física y astronomía –dijo después de presentarse con su nombre –y estoy aquí como Nutante entre Nutantes, no tengo autoridad alguna pero sí tengo cosas muy importantes que contarles y que se refieren, justamente a nuestra condición de Impares. Se trata de descubrimientos que se han hecho después de infinitos cálculos, verificados una y otra vez por distintos científicos de máximo prestigio, todos ellos Nutantes. Para hacerlo fácilmente comprensible diremos que, básicamente, el eje terrestre se ha desplazado poco menos de un grado, pasando de 23,5 a 22,7 grados. También descubrimos que esa variación se da cada 18.500 años y que el movimiento se produjo hace ya unos treinta años.
El científico agregó que era venezolano, ejercía la docencia y hacía trabajos de investigación en la Universidad Complutense de Madrid. Siendo él mismo un Impar, supuso que tal variación angular debía tener implicancias importantes a todos los niveles, pero especialmente para los Nutantes.


El Psicólogo (Parte I)
-Soy psicólogo social y doctor en filosofía –dijo quien estaba a la izquierda del astrofísico. –Recibido y ejerciendo actualmente en la Universidad de Buenos Aires. Fui contactado por quien me precedió en la palabra, en ocasión de cruzar saludos casualmente en un hotel de California, en donde nos alojábamos por un congreso de semiótica que nos interesaba a ambos. Para ser breve, diré que nos reconocimos como Impares y me comentó que estaba inmerso en investigaciones muy serias referidas al Sagrado Ángulo –hizo una breve pausa para beber unos sorbos de agua.
-Cuando me comentó, papeles en mano, de la variación angular descubierta, me mostré apenas interesado en el tema; pero unas horas después, en la soledad de mis reflexiones, me pareció que la variación del ángulo merecía un poco de análisis desde mi especialidad y, desde entonces, nunca dejé de estar en contacto con el descubridor del fenómeno. Pero no me limité a eso. También le comenté sobre los descubrimientos a un amigo y prestigioso biólogo, de nuestra casta obviamente, y él será quien hable a continuación. Gracias por su atención.
Yo estaba muy atento a la conferencia pero más atento a las palabras no dichas todavía. En todo el lugar reinaba un silencio anormal, no se escuchaban ni cuchicheos ni toses. Era un silencio expectante y algo alarmado.

El Biólogo (Parte I)
-Buen día para todos. Soy biólogo molecular y me desempeño como investigador del Conicet y becario docente en la Universidad Nacional de San Luis. Me dedico específicamente a estudiar los efectos de las radiaciones y partículas cósmicas en la célula humana. En particular, investigo el efecto de los rayos gamma y los neutrinos sobre las sinapsis neuronales. Es obvio que me interesó desde el pricipio el tema que estamos tratando porque, entre otras cosas, los rayos cósmicos son más o menos dañinos para el hombre, según el ángulo en que ingresan a la atmósfera terrestre. La variación del Sagrado Ángulo alteró los todos los parámetros conocidos, no sabemos si para bien o para mal, pero en el caso de nosotros, los Nutantes, seguramente hemos sido afectados por ese fenómeno, un tema complicado que desarrollaremos más extensamente luego. Gracias.


El Médico (Parte I)
-Hola; soy médico especializado en endocrinología –dijo quien estaba ubicado a la derecha del astrónomo -y soy jefe de esa cátedra en la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional de Córdoba. Estoy acá porque, ya hace algunos años, me convocó mi colega biólogo para investigar, médicamente, los problemas causados y las soluciones exigidas por la nueva situación angular. He llegado a algunas conclusiones interesantes pero las veremos más adelante. Ahora, la coordinadora de este grupo va a exponer todas las cuestiones sobre las cuales debatiremos. Gracias.
A esa altura de las cosas, creo que todos estábamos un poco incómodos, especialmente porque se trataba de un fenómeno que afectaba a todos los Impares –si no a toda la humanidad- y nadie, de ese grupo de señores científicos, había abierto la boca durante años.  Además, creo que todos nos preguntábamos cómo se estaban financiando y cuál era el sentido de la alarma que nos estaban transmitiendo.
Por lo menos yo lo estaba pensando y, justamente cuando algunos comenzamos a pedir la palabra, la señora que estaba en el extremo derecho de la mesa hizo algunos gestos tranquilizadores y pidió silencio para iniciar su exposición.

La Socióloga (Parte I)
-Soy socióloga, y actualmente hago docencia e investigación en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza. Estoy aquí como coordinadora de este grupo de científicos y mi función, hoy, es la de sintetizar todo lo investigado y moderar un debate con todos ustedes. A tal efecto he impreso unas cartillas con los detalles y fundamentos de todos los hechos ya comprobados que resumieron mis colegas y, les ruego, lean atentamente la información durante lo que queda de este día para que mañana, a la misma hora, comencemos a hablar sobre el tema con pleno conocimiento de lo que está pasando y podría pasar. Hasta entonces, no tiene sentido hacer o contestar preguntas. Gracias.

A medida que salíamos del salón recogimos los apuntes prolijamente encuadernados, de unas 150 páginas, que estaban sobre una mesa convenientemente dispuesta cerca de la puerta de acceso. Me demoré hasta que hubo salido la última persona y advertí que las cartillas alcanzaron exactamente para todos. Ni sobraron ni faltaron. Cuando me disponía a salir, vi que se acercaba la socióloga y no pude con mi genio.
-Buen día licenciada, mucho gusto. Soy de San Luis. ¿Le molestaría almorzar conmigo? No me interprete mal; sucede que, si no tengo algunas respuestas prosaicas sobre cuestiones también prosaicas, ni si quiera me molestaré en leer la cartilla. Una cuestión de principios ¿me entiende? no me gusta ser manipulado por nadie, bajo ninguna circunstancia y, además, quisiera estar seguro de que esto no es un mal chiste o algo peor. Usted me entiende ¿no? Los argentinos ya estamos medio paranoicos con el tema de las conspiraciones y contubernios extraños…
-No hay problema, José. Si me permite, vamos a un restó que está en calle Corrientes que tiene sector para fumadores. Yo invito.
La respuesta de la licenciada me alarmó un poco más todavía porque conocía mi nombre. Era una simpática mujer de unos sesenta años, de mirada penetrante y sincera. En ese punto recordé una de las cosas que mi abuela siempre me advertía: lo primero que necesita un sinvergüenza para joderte la vida, es ser simpático.
-Bien –le dije. -¿Le parece en una hora? En el buffet del hotel, a las trece treinta.
Un apretón de manos y me fui a mi habitación. Ya estaba Andrés allí, fumando otro faso y leyendo ávidamente la cartilla.
-¿Qué te parece toda esta gilada? –me preguntó.
-Mirá… estoy un poco confundido. Se han tomado muchas molestias para ser una gilada, sin hablar de los gastos y de la información que tienen respecto a nosotros. Eso sí me inquieta un poco porque, vos sabés, quien tiene información, tiene poder. Y me parece que la mina que habló al último, conoce los rostros y nombres de todos y cada uno de nosotros. Eso me preocupa.
-Sí, pero acordate que hoy en día, con internet y toda esa tecnología, no es tan difícil. Todos estamos, de un modo u otro, en alguna base de datos, o en varias, y de ahí te sacan. O del padrón de electores, que también está en internet. Olvidate, no es nada difícil. Cada vez que usás la tarjeta de débito, cada vez que hacés un trámite, cada vez que usás el celular o el teléfono fijo o te conectás a tu correo, en todos esos casos, quedás escrachado con hora, fecha y lugar.
-Tenés razón, pero fijate que no cualquiera puede sistematizar toda esa información sobre millones de ciudadanos a la vez, y acceder a ella tranquilamente. Sólo pueden hacerlo las organizaciones de inteligencia del Estado y no siempre.
-Pero tené en cuenta que los Impares somos sólo el tres por mil de la población; eso reduce dramáticamente los números. Además, por lo que estoy leyendo acá, parece que hace más de treinta años que no nacen Impares. Eso reduce nuestro número al uno por mil, más o menos. De ser cierto, no sería tan difícil seguirnos la pista a todos.
            -Bueno, ahí puede ser, pero de todos modos… hay que andar con cuidado para no prestarnos a cosas raras. Vos sabés que una de las cosas que caracterizan a la casta es la no-organización, es la no-dirigencia y los no-líderes. Siempre fuimos absolutamente horizontales y nunca, nadie, tuvo que decirnos cómo actuar o cómo vivir. Hemos nacido, justamente, para oponernos a lo establecido.
-Sí, pero no te apurés. Esperemos a ver qué pasa. No creo que intenten manipularnos. Ellos saben que no están tratando con ovejitas. Esperemos y veamos, total, es gratis.
-Entre otras cosas, eso también me preocupa. Vos y yo somos tipos grandes; sabemos que nada es gratis. Pero tenés razón, esperemos y veamos. Por el momento yo voy a almorzar con la socióloga, a ver qué le saco y después te cuento.
Mientras esperaba que se hiciera la hora de ir a comer, me recosté jugueteando nuevamente con la Biblia y apunté mi nicotinado índice al azar. 

“…conoceréis la verdad y la verdad os hará libres.” Lucas 8: 32.
                                                                                                                                        
Partí hacia el buffet a la hora indicada y allí estaba la socióloga, escribiendo algo en su tablet PC ultra sofisticada.
-Hola –me dijo levantando apenas la vista. –¿Ya es hora?
-Así es –contesté –pero no hay ningún apuro ¿no?
-No, no. Estaba concentrada corrigiendo la tesis de un buen alumno mío. Vamos nomás.
Bajamos al segundo subsuelo, al estacionamiento, y salimos a la calle en su nuevo pero ruinoso auto. Estaba hecho pedazos, chocado desde todos los ángulos posibles y su interior parecía poco menos que un basural. Me simpatizó instantáneamente. Mi propio auto se le parecía mucho. Mientras conducía, la socióloga estaba como poseída; era una desastrosa conductora con instinto de kamikaze. Fue toda una experiencia verla insultando como un camionero e invitando a pelear a los conductores que se atrevían a arrimarle demasiado el auto. Fueron cuarenta minutos de terror surrealista, pero al fin llegamos, sanos y salvos. Era un restaurante griego muy agradable y pedí lo mismo que ella, un plato de cordero con un nombre complicadísimo.
-Tenés muchas dudas ¿no? Me parece. –preguntó ella.
-No muchas, pero muy importantes. Soy esencialmente desconfiado y todo esto me parece muy loco, qué querés que te diga. Y no estoy hablando del tema astronómico. Hablo de la reunión, del cónclave en sí.
-Preguntame con confianza y te respondo con honestidad. No concibo otro modo de charlar.
-Bien. Básicamente no entiendo cómo nos convocaron, por qué y con qué autoridad. No comprendo quién financia esto y de dónde sacaron los datos personales de los invitados. No comprendo de dónde sabías mi nombre y mis tantas otras cosas. Eso me preocupa.
-Ok. Parte de las respuestas están en las cartillas. Pero, ya que estamos, te cuento que también sé que tenés un perfil difícil. En realidad sé casi todo, de todos. Pero no es nada misterioso. Trabajé como analista política muchos años en la SIDE, desde la época de Alfonsín en adelante –te aclaro por las dudas- y tuve acceso y contribuí a elaborar bases de datos dinámicas, cuyas claves aún conservo y uso descaradamente. Y lo hago por propia iniciativa, sin mandatos, sólo porque me las banco. Esa posibilidad que tengo, más los sesenta y tres pirulos de vida, son una combinación tentadora para hacer lo que se me canta, conociendo los riesgos. A esta altura de mi vida, me pareció lógico utilizar los medios que otros no tienen, para informar a la casta de lo que está aconteciendo. Y los fondos… bueno, se trata de dinero que la SIDE puso a mi disposición hace años y que nunca gasté. No tengo que rendirles cuentas.
-¿Y la selección de la gente? –pregunté. -¿Cómo la hiciste y con qué criterio?
-Bueno, bueno; venimos curiosos ¿no? Pero sí, tenés razón y lo que te voy a decir, tal vez también lo diga al final de la reunión. La selección fue hecha por mí y por el psicólogo que habló en el hotel. Lo hicimos en base al perfil intelectual, a la edad y a la posibilidad que cada uno tiene de comunicarse con otros Impares. Es decir, pensando en la capacidad multiplicadora del discurso y cierta actitud militante, que no todos tienen. Eso es todo, ningún misterio. La idea, en principio era que se hicieran tres conferencias. Ésta es la primera y espero que salga todo bien. Si sale como esperamos, será la última. En ese caso, con la plata que me sobra, cambio el auto –dijo con una sonrisa.
Me pareció completamente sincera. Comimos en silencio, salvo por las charlas intrascendentes y truncas sobre el tiempo, la política y la situación económica. El cordero estaba exquisito, aunque demasiado condimentado.
Yo pensaba que, a veces, una gran mentira se puede condimentar con pizcas de verdad para que suene convincente. Pero la ocasión no daba para hablar más del tema que me preocupaba. Al regreso, le ofrecí conducir el auto y aceptó gustosa. Tuvimos un viaje breve y tranquilo hasta el hotel.
-Qué paradoja ¿no? –le dije. –Que la SIDE esté bancando, sin saberlo, a un grupo de gente como nosotros que, en otras épocas, seríamos calificados como subversivos y potencialmente peligrosos.
Ella me miró y sonrió irónica.
–Sin comentarios –dijo. –Pero hay cosas que son iguales en todas las épocas.
Andrés roncaba una siesta impregnada de marihuana. Yo me tiré en la cama, vestido, y me dormí con la Biblia en las manos. Tenía la sensación que ese libro, de algún modo, tendía un manto de abrigo, aún a los paganos como yo.
Cuando desperté, como a las seis de la tarde, tenía mi dedo entre las hojas de libro de Dios.

“…No les tengáis miedo. Pues no hay nada encubierto que no haya de ser descubierto, ni oculto que no haya de saberse. Lo que yo os digo en la oscuridad, decidlo vosotros a la luz; y lo que oís al oído, proclamadlo desde los terrados”.                   Mateo: 26-27.

Andrés se estaba duchando y pedí un par de cervezas a la habitación. Pensaba en esa costumbre mía de meter el dedo en la Biblia. También lo hacía, a veces, en mi casa. Yo era un ateo leedor de la Biblia. Absurdo pero cierto. Y siempre que jugaba con el dedo, me salía algún versículo que tenía mucho que ver con mis propias circunstancias. La Biblia se me antojaba tan ubicua como los horóscopos del diario; pero ahora tendría que leer la cartilla Nutante que parecía ser tan premonitoria como la Biblia.
Con Andrés bañado y cerveza en mano, nos sumergimos en el cuadernillo analizando cada punto importante, discutiendo lo esencial. El capítulo primero era una ampliación de lo expuesto en la conferencia, con ilustraciones y fotos a color de las comprobaciones astronómicas que se hicieron aprovechando un eclipse de sol de hacía por lo menos ocho años atrás. Esas comprobaciones fueron realizadas por los astrónomos de todo el mundo, pero consideraron que esta variación era parte de un ciclo que se repetía cada 18.500 años, y que no significaba nada. Los astrónomos Impares no opinaban lo mismo.
Desde entonces, se hicieron muchos estudios sobre la influencia del Ángulo en el nacimiento de Impares y llegaron a la conclusión de que hacían ya más de treinta años que no nacían. Y no es que nacieran diferentes; simplemente, no nacían. A partir de allí, la cartilla analizaba médicamente las posibles implicancias sobre los humanos y planteaba varias dudas sobre la influencia del fenómeno sobre los Impares ya existentes. También estudiaba la posible modificación conductual de los Impares, llegando a la conclusión de que los últimos Nutantes ya muestran signos de ser menos Impares que los más viejos, atribuyendo ésto a que la modificación del ángulo no fue repentina, sino gradual. He ahí la razón de que, los convocados a la reunión, fuéramos todos bastante mayores.
Más adelante se detallaban cuestiones referidas al bombardeo de neutrinos y neutrones y otras partículas cósmicas, que ahora afectaban de manera diferente a la vida terrestre. Entre otras cosas, se estaba investigando cómo afectaban los neutrinos a los genes humanos. También se planteaba que habrían cambios climáticos dramáticos, porque la variación del Ángulo continuaba, lenta pero inexorable. Es sabido que las variaciones brutales del Ángulo, ocasionaron glaciaciones y desertizaciones en varias ocasiones a lo largo de la historia geológica de la tierra.
La conclusión a priori era que, de hecho, no nacerían Impares hasta dentro de otros 18.500 años. Esa circunstancia obligaba, en opinión de los científicos del cónclave, a replantearnos como Nutantes lo que debíamos hacer de ahora en más; siempre que consideráramos, realmente, que teníamos que hacer algo.
El resto de los apuntes contenían una serie de propuestas bastante coherentes sobre las acciones a emprender. Se plantearían en el resto del cónclave, se debatirían, se votarían y, según los resultados, se delinearía un plan.
Con Andrés, decidimos salir a cenar y caminar por ahí; queríamos comentar el asunto hasta encontrar, cada uno, sus respuestas. No necesariamente debía haber consenso ni coincidencias porque la casta no era un partido político ni una organización; éramos más bien todo lo contrario, éramos la anarquía hecha realidad.
Caminando por calle Corrientes, decidimos cenar en un bodegón famoso por sus cazuelas de mariscos; luego, otra vez a caminar sin rumbo. Por alguna misteriosa razón no hablamos del tema en ningún momento; sólo caminamos hablando intrascendencias y apreciando debidamente los inverosímiles culos de las mujeres argentinas. Desembocamos en un bar de motociclistas en donde nos sentimos realmente a gusto. Era un descontrol total. Era lo nuestro. Allí, además de los veteranos motociclistas como nosotros, había jóvenes que se comportaban como verdaderos Impares aunque, según los estudios que nos ocupaban, no podían serlo de ningún modo. Ese insignificante detalle, ese “no puede ser”, despertó en mí un par de ideas sobre lo que propondría en la reunión final de la casta; esas ideas fueron como un bálsamo; borré mis preocupaciones y me dediqué afanosamente a emborracharme, mientras disfrutaba de los deliciosos blues que me llegaban desde el escenario, como una marejada de fusas y corcheas milagrosamente entrelazadas para el placer.

El Cónclave final
Desconozco cómo y cuándo volvimos al hotel. La borrachera que cargábamos era descomunal y la resaca que teníamos cuando empezaron a sonar los teléfonos –igual que la mañana anterior- era de las peores. Afortunadamente, Andrés tenía en su equipaje un montón de remedios para mitigar los efectos colaterales de una noche de completa felicidad. Así, entre Buscapinas, Uvasales, Sertales y Bayaspirinas, pudimos desayunar sin vomitar los elixires venenosos que la queja hepática nos ordenaba dejar en el inodoro.
Nos duchamos y estábamos ya muy parecidos a los demás seres humanos, cuando bajamos para la reunión final.
A juzgar por las ojeras y las enrojecidas miradas de casi todos los presentes, incluidos los panelistas, la noche había sido brava. Estábamos en Buenos Aires, en unas pequeñas vacaciones y estaba bien que así fuera. Comenzó el cónclave.

La Socióloga (Parte II)
-Estimados amigos, todos habrán leído el informe multidisciplinario que se les entregó, por lo que no abundaré en detalles. Sólo me resta decir que, vistos los hechos, nos queda decidir si debemos o no hacer algo al respecto, si las sociedades del mundo nos necesitan y, si lo que hemos hecho hasta ahora como casta, ha servido para que el mundo sea mejor. Como socióloga y como entusiasta estudiosa de los fenómenos culturales, he observado, desde la historia y desde lo contemporáneo, que nuestro designio como Impares ha sido incorporado, desde hace siglos, al acervo cultural de todos los pueblos del mundo y que, independientemente del mandato genético, hoy aparecen Nutantes culturales por doquier y cumplen la misión, tal vez, mejor que nosotros. Confirmar mi teoría no será sencillo. Para eso están mis colegas y todos ustedes. En resumen y para ser breve, opino que no debemos hacer nada.

El Biólogo (Parte II)
-Amigos Nutantes: ya habrán leído los informes sobre la influencia biológica que puede tener la variación del Sagrado Ángulo. Es muy grave en términos globales y muy difícil de evaluar, en términos específicos para los Impares. Sabemos que las partículas cósmicas y las radiaciones solares están golpeando a la tierra de un modo muy diferente y he podido verificar alteraciones genéticas que sólo puedo atribuir a la nueva situación. Aún así soy incapaz, como biólogo, de asegurar que esas alteraciones sean necesariamente malas. En lo que se refiere a la entrada de neutrinos a la tierra, he comprobado que éstos afectan las conexiones neuronales, las sinapsis eléctricas, produciendo cierto tipo de interferencias, muy diferentes a las que se producían antes del cambio angular. Tal vez esa fue la causa de que naciéramos Impares y también la causa de que ahora ya no nazca gente como nosotros. Pero por el momento es pura especulación. El tema requiere de mucha más investigación.
 Concluyo que, desde el punto de vista biológico, además de estudiar el fenómeno, no hay nada más que se pueda hacer.

El Médico (Parte II)
-Compañeros del camino: debo decir que mi intervención en este asunto fue mínima. Tal como lo expresara el colega biólogo, he detectado un notorio aumento de enfermedades o, mejor dicho, anomalías neurológicas y endócrinas desde hace muchos años. No necesariamente debo atribuirlo al cambio astronómico porque hay un sinnúmero de otros factores que pueden ser causa de estos cambios. Desde el agujero de ozono hasta el calentamiento global; desde la alimentación hasta la polución ambiental. Y no necesariamente, estos cambios son malos, en términos de salud. Al fin y al cabo el promedio de vida de las personas sigue en aumento. Sí hay un par de factores médicos a considerar como malos: las depresiones y las neurosis parecen haberse incrementado exponencialmente. También se está estudiando el comportamiento de la glándula pineal que, entre otros químicos, produce la melatonina, que es una hormona reguladora de los ciclos de sueño y vigilia. Se han incrementado los casos de insomnio y noctambulismo crónicos, no atribuibles a factores psicológicos. También está claro que se incrementó la secreción de feromonas y más específicamente de tetosterona, tanto en hombres como en mujeres, lo que deriva en un comportamiento social más agresivo y en una marcada disminución de la fertilidad. Pero estos factores inciden por igual en Pares e Impares de modo que, a los efectos de esta reunión, no tengo más que agregar.

El Psicólogo (Parte II)
-Hermanos Impares: Todo lo que yo pueda concluir respecto a la influencia del ángulo en las conductas humanas lo hizo ya Atípicles, nuestro referente. Lo que puedo hacer hoy, es sistematizar e interpretar información de manera un poco más eficiente y completa que nuestro sabio. Y mis conclusiones pueden no ser las que esperan oír. Básicamente estoy comprobando día a día que la condición de Impar se está transmitiendo, no ya de manera cosmológica sino, de manera cosmogónica. Esto implica que la condición de Impar es ahora de transmisión cultural; casi diría contagiosa. Y también debo decir que, aunque no se hubiese modificado el ángulo, esta transmisión cultural se viene verificando desde hace siglos. Este hecho nos quita algo de protagonismo, pero nos da una posibilidad cierta de tener una vida más pacífica, menos signada por el destino de ser diferentes. Ahora podemos ser diferentes porque lo deseamos y no porque tengamos una marca cósmica que nos obliga a serlo. Creo que debo terminar mi charla con una frase que lo resume todo: ahora somos menos responsables y más libres, intelectualmente hablando.

El Astrónomo (Parte II)
-Amigos Nutantes: Como habrán leído en mi informe, la variación de la nutación es el inicio de un pseudo-cataclismo, o tal vez de un verdadero cataclismo, pero en tiempos cósmicos; es decir, durará miles o cientos de miles de años y, posiblemente, no se detenga. Los efectos que veremos no serán dramáticos. No, en el tiempo de una vida humana. Probablemente lleguemos hasta la inversión total de los polos, hecho que ya se ha producido más de una vez en la historia geológica de la tierra; y aún en ese caso, el hombre sobrevivirá. También es probable que aparezcan nuevas especies y mutaciones de las ya existentes. También es probable que, dado cierto ángulo diferente, reaparezcan los Impares, o como se les llame cuando eso suceda. Ciertamente, no será durante el transcurso de nuestras vidas. Y, a pesar de lo determinante que parece ser el cambio para nosotros, ahora el fenómeno cósmico es interesante sólo para quienes estudiamos astronomía. Nada relevante sucederá en los próximos mil años, a nivel cataclísmico. Así las cosas, eso es todo por mi parte.

La Socióloga (Parte III)
Bien, amigos; es hora de proponer acciones o mociones. Esta mesa de científicos no ha hecho más que exponer fenómenos científicamente comprobados, pero, según acordamos, de ningún modo debemos o podemos emprender acción alguna en nombre de la casta. La casta son ustedes. Yo propongo un receso para el almuerzo y que nos juntemos a las cinco de la tarde. También sugiero que se organicen para proponer oradores, en lo posible sólo uno, para que se exprese en nombre del resto. El hotel está pago hasta mañana a las diez de la mañana y espero que todos se queden hasta la reunión final. Hasta las cinco, entonces.

Partimos hacia nuestras habitaciones. Con Andrés coincidimos en que nuestros estómagos no resistirían ningún almuerzo y optamos por el remedio más viejo para la resaca: un poco más de alcohol. Nos servimos el Fernet que quedaba y ordenamos una liviana picada para no dejar que Branca se sintiera solo. Además, queríamos estar más o menos bien para la reunión y eso se lograba durmiendo una siesta. La bendita siesta que suele poner en perspectiva a los laberintos más difíciles. Una siesta que los porteños consideran como una pérdida de tiempo productivo.
-Qué cosa jodida que es la gente, ¿no? –dijo Andrés, adivinando mis pensamientos. -Acá, en Buenos Aires, todo se mide en minutos perdidos o ganados. Todo es una carga, todo tiene que ser ya, rápido, ahora. Y así, se les va la vida, entre el estrés y la depresión. ¿Aprenderán algún día?
-Tal vez esa fuera una parte de nuestra misión, pero parece que ya no. De cualquier modo me importa un pedo, hermano, de verdad me importa un pedo.
-¿Quién te parece que hable por nosotros? Yo no conozco a nadie acá.
-Vos –le dije. –Tenés que hablar vos. La tenés clara y les has caído bien a todos. Además de Impar, sos cordobés y eso no tiene precio.
-Para todo lo demás existe MasterCard –dijo, y se durmió como un zapato.
Mientras yo intentaba hacer lo mismo, jugueteando con la Biblia, me vino a la mente un dilema todavía no resuelto que planteó Parménides seis siglos antes de Cristo y que retomó Kundera en su libro “La insoportable levedad del ser”; el dilema de la levedad o la carga, de la liviandad o el peso. Todos, en algún momento de la vida, debemos elegir un camino. El de la levedad, nos exime de las cargas, de las responsabilidades, pero a la vez nos atormenta porque no dejaremos huella alguna. El de la carga, en cambio, terminará por aplastarnos, aunque dejemos nuestra marca; en ese camino, también dejaremos la vida. Ahí estaba mi propio dilema de siempre. He ahí el por qué yo no debía ser el orador. No tenía claro cuál camino había que elegir.

“Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado y el mar ya no existía más”.                                                                 Apocalipsis 21. 1

Otra vez mi dedo metido en las páginas de la Biblia. El teléfono avisaba que eran las cuatro de la tarde y me desperté cagado de hambre. Andrés ya estaba en la ducha; por primera vez se había levantado antes que yo. Pedí que nos subieran café y galletas, encendí un cigarrillo y me acomodé mirando por la ventana que daba a la calle Ravignani. Buenos Aires transcurría igual, no se detenía nunca, nunca dormía la siesta. Qué linda y qué boluda era Buenos Aires.
Bajamos al salón con quince minutos de anticipación y ya estaba lleno. La gente miró a Andrés. Ya me imaginaba.
-Hemos votado por vos –le dijo un señor de traje, calvo y de baja estatura. –Si no tenés problemas, queremos que vos digas lo que haya que decir, lo que se te ocurra. A todos nos da lo mismo, ya sabés, pensamos parecido.
Todos los asistentes miraban expectantes a Andrés que, indudablemente, estaba complacido con la elección. Se había fumado medio faso antes de bajar y se sentía muy seguro de sí mismo.
-Bien –dijo. –Hablo yo, pero después no se quejen –dijo en broma.
Le di una palmada de aliento en el hombro y le señalé el estrado en donde ya se estaban ubicando los conferencistas.
-Ya es hora, cordobés, dale, así terminamos esto pronto y nos vamos a morder el vidrio otra vez.
-Te salió en versito, puntano cabrón.
Yo le estaba haciendo señas a la socióloga.
-Ya elegimos -le dije. –Andrés será la voz del grupo.
Me senté en primera fila, esta vez, al lado de dos señoras que cuchicheaban sobre lo buen mozo que era mi compañero de habitación. Andrés comenzó su improvisado discurso.
-Voy a hablar sobre las hormigas, que son esos diminutos animalitos que están en todos lados y que nos muerden el culo cuando nos sentamos en el pasto. Esos bichos, tomados de a uno, son enteramente estúpidos, sin siquiera los instintos básicos de supervivencia; no tienen un cerebro sino una especie de nódulo nervioso que los pone en funcionamiento. Pero esos animalitos, juntos, son como un solo organismo viviente que actúa de manera bastante diferente. Casi puede decirse que un hormiguero es una sola inteligencia formada por millones de individuos estúpidos. Sólo funcionan en grupo, perfectamente organizados, con claras divisiones de clase; ninguno deja de cumplir su tarea, bajo ninguna circunstancia. En el caso de las hormigas, es por mandato químico. Es de esa forma que se comunican y de esa forma actúan. Jamás desobedecen porque no tienen cerebro. Carecen de voluntad pero, lo que es más determinante, es que carecen de cultura.
Yo lo escuchaba con particular interés. Diría que con sorprendido interés.
-Es por ese detalle –continuó –que las hormigas sirven hoy para ilustrar todo lo que no queremos los Nutantes de nuestra sociedad. No queremos ser obedientes ni estar separados por clases. La cultura significa libre albedrío, insurrección, desobediencia, entre otros muchos conceptos que la definen. Y los humanos somos seres culturales. Ningún ángulo es sagrado, ningún número, ninguna inclinación, nada es sagrado, excepto la libertad, que es, por antonomasia, un concepto cultural.
La socióloga lo miraba satisfecha. Nadie esperaba de Andrés, conceptos tan profundos y serios, aunque todos sabíamos que detrás de su personalidad humorística y chabacana, se escondía un pequeño monstruo. El monstruo continuó hablando.
-El ser culturales nos hace libres. Construimos la libertad desde que nacemos, así como el entorno construye nuestra cultura. La única diferencia entre los Pares y los Impares, es el lugar del podio cultural en que ubicamos a nuestra libertad. Pero resulta que la cultura implica lenguaje y el lenguaje implica comunicación. Hoy, la comunicación es tan fenomenal  y tan masiva, que indudablemente podemos y de hecho lo hacemos, transmitir nuestro concepto de vida en insurrección a toda la humanidad, sin que medie mandato astronómico alguno. La comunicación, la cultura, han hecho irrelevante al Ángulo. El Ángulo fue el origen, pero ya no lo necesitamos para entender la importancia de ser diferentes. Y ese entendimiento se está transmitiendo, ahora, culturalmente. A la mierda con el Ángulo, pero no con la cultura. Yo opino, y creo representar al grupo, que a nadie le importa un pedo el ángulo, excepto a los científicos que, libremente, eligieron estudiarlo. A la vez, propongo que, los que nos reconocemos como Impares originales, nos mantengamos en contacto sólo para cultivar nuestro folclore y, tal vez, escribirlo para las próximas generaciones. No creo que debamos organizarnos en absoluto. No quiero vivir en un hormiguero y, por supuesto, no quiero ser una hormiga.

Así terminó Andrés su discurso, en medio de un aplauso prolongado y emocionado de todos, incluidos los conferencistas.
No hizo falta que votáramos ni debatiéramos nada porque esa elocuente declaración de principios había sido aprobada por aclamación. En mi cabeza resumí las palabrea de Andrés: la acción a tomar, es la no-acción.
-Amigos, amigos –se hizo escuchar la socióloga. –Sugiero que antes de abandonar el hotel intercambiemos teléfonos u otros medios para estar en contacto entre nosotros –los que deseen hacerlo- porque ésta, ha sido la primera y última conferencia de Nutantes. Probablemente no volvamos a reunirnos jamás. Confieso que lo expresado por Andrés ha sido exactamente lo que todos esperábamos y lo que deseábamos escuchar y, por lo tanto, es innecesario un nuevo cónclave. Todos los conferencistas estamos plenamente de acuerdo en eso. Un abrazo para todos y hasta siempre.
Lentamente nos fuimos desperdigando, cada uno a su habitación. Cuando por fin llegó Andrés, lo felicité sinceramente, aunque en un rinconcito de mi mente, sabía que todos habíamos sido manipulados y Andrés fue la herramienta más apropiada.
-Estuviste brillante, cordobés; yo no me hubiera podido expresar mejor, te felicito sinceramente.
-Gracias, puntano. ¿Salimos de marcha esta noche?
-Por supuesto –dije. –¿Para qué estamos en Buenos Aires, si no?
Y así se completó la más brillante operación de sabotaje antisubversivo de la SIDE en muchos años. La llamaron “Operación hormiga”.
Para el viaje de regreso en colectivo me había reservado un librito de Ambrose Bierce, el Diccionario del Diablo, en el cual también metí mi dedo al azar:

Cerebro: Aparato con que pensamos que pensamos. Lo que distingue al hombre contento con “ser” algo del que quiere “hacer” algo. Un hombre de mucho dinero, o de posición prominente, tiene por lo común tanto cerebro en la cabeza que sus vecinos no pueden conservar el sombrero puesto. En nuestra civilización y bajo nuestra forma republicana de gobierno, el cerebro es tan apreciado que se recompensa a quien lo posee eximiéndolo de las preocupaciones del poder.