domingo, 15 de mayo de 2011

DUMP

DUMP
(No me di cuenta y lo tiré) 



Hombre: Animal tan sumergido en la contemplación de lo que cree ser, que olvida lo que indudablemente debería ser…*

                                                                 * Adaptado del Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce, 1891.

  



Una vez me puse a sacar cuentas. Cuentas de cuántos cigarrillos había fumado en mi vida y de cuánta plata había gastado en humo. Y del dinero que gasté en putas y alcohol; de la fortuna tirada en alquileres, taxis, colectivos, gomerías, nafta, electricidad, cuentas de gas y teléfono. También contabilicé lo gastado en impuestos, en bares, golosinas, heladerías y cines. Ni hablar del número astronómico que obtuve de sumar lo gastado en objetos, autos y muebles inútiles, regalos, zapatos y ropa de marca.

Cuando agregué lo pagado en seguros, intereses bancarios, mutuales, gremios, médicos y farmacias, ahí paré.
Era un completo disparate. Eran cifras casi incomprensibles que me convertirían en millonario instantáneamente, si tuviera todo ese dinero bajo el colchón de la abuela. Pero no lo tenía; lo había producido y gastado a lo largo de toda una vida. No tenía el dinero ni el colchón ni a mi abuela.
Ahora, como antes, me encontraba peleando por unos pesos para subsistir y seguir, como un imbécil, gastando la mayor parte de mis ingresos en cosas que nunca fueron vitales. Felicidad de plástico –diría mi abuela, la dueña del colchón. Dinero tirado a la basura. Muchísimo dinero. Tanto, que el asunto ocupó mi cabeza por un tiempo. Lo comenté y sacamos muchas cuentas con mis amigotes del bar que, al principio, desconfiaban de mis cálculos. Pero invariablemente mordieron el anzuelo y todos ellos llegaron a los mismos resultados, pesos más, pesos menos. Lo descomunal del despilfarro nos producía un sabor profundamente amargo en la boca y especulábamos con todo lo que podríamos malgastar hoy, si no lo hubiéramos malgastado ayer.
Durante varios días ése fue el tema de nuestras conversaciones y nuestras bromas. Algunos hasta fantasearon con dejar de fumar o recortar de distintos y disparatados modos la interminable cadena de gastos superfluos.
El variopinto grupo del bar no se juntaba necesariamente completo, pero había algunos de ellos que nunca faltaban. Casi todos sucumbieron a la tentación de hacer por escrito los mismos cálculos que había hecho yo anotando detalles, fechas y cifras escritas en una variedad de sustratos como servilletas, etiquetas de cigarrillos y hasta en cajas de ravioles. Excepto el Mudo. Él era un poeta que nunca escribió un poema. Sólo en ocasiones y después mucho insistirle, solía decir alguno, en voz tan baja, que nos obligaba a aguzar el oído para no perdernos palabra.
-Nunca los escribo porque la poesía debe perfumar el aire en vez de manchar papeles –me dijo un día.
Estaba un poco loco.
El Mudo no hizo anotaciones ni comentarios, no porque fuera de verdad mudo, sino porque era un tipo muy parco e introvertido. Hablaba sólo lo indispensable para que el resto de nosotros recordáramos que estaba allí. El Mudo era muy breve y preciso en sus intervenciones, tanto, que los demás debíamos rendirnos frecuentemente a su extraña e implacable lógica.
Varios días de intercambios de cifras, apuntes y teorías después, el Mudo habló. Nos habló a todos y a nadie en particular.
-¿Realmente se preocupan por esos números?
-Claro que sí –respondió velozmente quien estaba a su derecha.
-¿A vos no te calienta haber tirado tanta plata al basurero a lo largo de tu vida? –argumentó otro.
-No –dijo el Mudo.
-¿No la gastarías de modo más inteligente si pudieras volver atrás? –le pregunté.
-No se puede volver atrás.
-¿Pero, si se pudiera? –insistí.
-Si se pudiera volver atrás, lo único que ahorraría, sería mi tiempo. Jamás desperdiciaría mi efímera vida en discusiones como ésta. Yo estuve sacando mis propias cuentas, pero no cuentas numéricas. Mis cuentas son siempre humanas. Las sumas y las restas me resultan en amores y desamores. Nunca me dio como resultado un número.
Por la angustiada expresión en su rostro, todos suponíamos que el Mudo estaba pasando un mal momento, un duro y prolongado mal momento en su vida. Pero nadie le preguntó nada. Preferíamos hablar boludeces antes que cargar con problemas ajenos… faltaba más.
Mientras se levantaba para irse, dejó un billete de veinte sobre la mesa del bar.
-Ahí tienen un número –dijo –yo me voy a buscar mi siguiente ecuación humana en la que todos sus factores son una incógnita y el resultado es siempre una desilusión. Una danza algebraica entre la mierda y dios, eso es la vida, según mis cálculos…
El Mudo salió, cerrando tras de sí, suavemente, la puerta de vidrio empañada.
En ella podía verse un corazón dibujado con el dedo por algún adolecente enamorado, que todavía podía reírse de la aritmética.

sábado, 7 de mayo de 2011

EL DUEÑO DE LAS UTOPÍAS

EL DUEÑO DE LAS UTOPÍAS
(Breve y confundido ensayo sobre los sueños) 



De muy pocas cosas puedo sentirme dueño. O mejor dicho, ser el dueño.
Somos tan estúpidos los humanos que ni tan siquiera somos dueños de nuestros sueños. Ellos nos asaltan, nos estrangulan, se nos imponen. Vienen solapados y nocturnos, nos vapulean, nos moldean, nos hacen ásperos o pulidos, psicóticos o santos, víctimas o victimarios.
No podemos elegir con qué o con quién soñamos. Porque los sueños nos eligen, nos imponen un destino. Y yo escapo de ese destino (déjenme que lo crea) no sólo porque sueño despierto sino que, además, lo escribo.
Bípedos engreídos. Orangutanes con un par de genes atravesados. Monos apaleados por la conciencia. Eso somos.
Creemos y queremos poseer las cosas materiales, aquellas de las que nos sentimos verdaderos propietarios. Aquéllas de las que hasta tenemos algún papelucho que nos dice sensualmente al oído “te pertenezco”…
…hasta que la muerte nos separe, cosa que inexorablemente sucederá.
Hoy hago uso de ese gen prestado que me separa de los simios y pienso que sólo somos dueños de nuestras utopías (no sé por qué pluralizo… tal vez es el otro gen, el del inconsciente colectivo) y eso, a condición de que las utopías queden escritas, que trasciendan. En forma de canción o de pintura, de poema o partitura, de ensayo o cuento, de oración o súplica, de leyenda y hasta de mentiras. Nuestras utopías, si están escritas, nos pertenecerán más allá de la muerte y el olvido.
Por eso elegí escribir, en lugar de acumular.
Elegí la utopía por sobre todas las cosas, inclusive, por sobre la vida misma.
Porque siempre sentí que me rondaba la muerte y que posaría su mano en mi hombro. Nadie, por mí, agregará una vela más a mi viejo candelabro.
Apuro mi pluma, entonces. Sólo para escribir mis utopías, decir mis decires. Apuro mi pluma. Y, aunque me siento ya señalado, lo hago para ver si puedo escribir un poquito más, algunas oraciones sueltas, algún menjunje de sílabas, alguna esdrújula desorientada.
¿Qué cosa es la utopía sino un sueño que sueño porque quiero? ¿No soy acaso el dueño de los sueños elegidos?
Apuro mi pluma, entonces, para que sepan los que quedan y los que vendrán, que hubo alguien que pudo elegir con qué soñar, que lo escribió, que lo deseó y lo tuvo. Y nada, ni la puta muerte, podrá despojarme de eso.
Mis utopías no se apolillarán junto a mis huesos. Soy su dueño. No serán útiles a nadie más. Sólo me sirvieron a mí, no las heredé, no las obtuve trabajando, no las robé, no las compré, no las vendí, no las copié, nadie las heredará, nadie las manchará o retorcerá… las dejo escritas, son mías.