martes, 2 de noviembre de 2010

Mis diálogos con Cerbero

Mis diálogos con Cerbero
Cerbero: El perro guardián del Hades, que custodia su entrada, no se sabe contra quién, puesto que todo el mundo, tarde o temprano, debe franquearla, y nadie desea forzarla. Es sabido que Cerbero tiene tres cabezas, pero algunos poetas le atribuyeron hasta un centenar. Algunos escritores, cuyo erudito y profundo conocimiento del griego da a sus opiniones un peso enorme, han promediado todas esas cifras, llegando a la conclusión de que Cerbero tuvo veintisiete cabezas; juicio que sería decisivo si los poetas hubieran sabido: a) algo de perros y b) algo de aritmética.
* Adaptado del Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce, 1891.


           He vivido toda mi infancia y buena parte de mi juventud, leyendo la bella mitología griega de un modo casi obsesivo. En mi madurez –aunque alejado de esa literatura- he comenzado a pensar seriamente en la posibilidad de que, tal vez, la mitología no fuese tal cosa; ¿y si algo de todo eso fuese cierto? ¿y si sólo algunos personajes de la mitología existieron de verdad? ¿y si existieran aún hoy? A los escritores nos pasan esas cosas, porque en el fondo, siempre deseamos que nuestras fantasías se hagan realidad; yo tuve mi escarmiento.
Más bien fue casual. Mi fantasía era hablar con Caronte, que es el barquero que nos cruzará el río para ir al inframundo, o el mismo Hades, que es la deidad que da nombre al propio inframundo; pero eso, según la mitología, implicaba morir, previamente al pedido de audiencia. Y como estaba haciendo un serio esfuerzo para vivir sin creer en tantas tonterías y dedicándome a una literatura hiperrealista desistí, finalmente, de hablar con divinidades griegas. Casi había olvidado tal delirio cuando se lo comenté –a modo de anécdota- a Francisco, un buen amigo mío a quien visito semanalmente en el psiquiátrico local, sólo por entablar alguna conversación.
      -¿El loco soy yo y vos me decís que querías hablar con personajes míticos? Bueno, por si se te vuelve a cruzar la idea, te voy a contar algo que he guardado como un secreto que sólo conoce mi psicólogo: difícilmente puedas hablar con los dioses en sí, pero hay un cierto hechizo, muy sencillo, que puede hacer que aparezca Cerbero -sabrás quién es- sin que debas fumarte nada extraño ni vender tu alma al diablo.
-Pará, Francisco, ¿encima le vamos a sumar magia o brujería a mis delirios?
-Es creer o reventar, che. A mí todavía me da un poco de espanto pronunciarlo porque fue la causa de todos mis males; soy loco pero no boludo. Mejor te lo doy escrito. Pero, por favor, leelo en voz alta cuando estés solo en tu casa. Y te aclaro que no le tengo miedo a Cerbero sino a la palabra que hay que hay que pronunciar para producir el hechizo. Fue justamente esa palabra maldita, lo que me causó el brote psicótico que me trajo a este lugar, con chaleco de fuerza y una dosis masiva de Trapac.
Mi amigo escribió algo en el reverso de una etiqueta de Marlboro -fuma cinco paquetes diarios sin preocuparse, porque dice que el cáncer es puramente psicológico- decía, que escribió con letra muy abigarrada y temblorosa, una sola palabra y, antes de que yo pudiera leerla, dobló prolijamente el papelito y me lo dio en una actitud casi clandestina.
-No lo leás ahora, te lo ruego. Hacelo en la más completa soledad, lejos de cualquier espejo y persona. Yo sé lo que te digo, no quiero que termines como yo; prefiero que sigas viniendo como visita y no como paciente.
No sabía si su preocupación era por mi salud mental, o porque, si me internaban junto a él, no tendría quién le llevara cigarrillos. Le hice un gesto tranquilizador, como que entendía perfectamente su actitud, pero rechazó enérgicamente mi condescendencia.
-Ya vas a ver -me dijo –y cuidado, acordate que también es importante evitar los espejos y las personas, en tu caso las mujeres.
-¡Y dale con eso! ¿No te dieron la pastilla hoy?
-Haceme caso; a mí me pasó justamente eso. Pronuncié el hechizo frente a un espejo y con mi mujer al lado. Te aseguro que fue horroroso; el espejo por su naturaleza y las mujeres por la cópula, ambos tienden a multiplicar y esparcir; además, los espejos te dicen la verdad y las mujeres mienten, es como un cortocircuito, ¿me entendés? ¿Qué podría pasar si a esos horrores le sumás un ser del inframundo? Yo lo averigüé de la peor manera: me quedé sin espejo, sin mujer y estoy loco de remate. Vos, por las dudas, dame bola y alejate de ellos -me dijo mientras se espantaba de la oreja unos inmensos reptiles que le susurraban obscenidades.
       Mi amigo Francisco tenía justificada fobia a los espejos: siempre había sido físicamente muy feo y gordo; era francamente desagradable, por donde uno lo mirara. También le tenía fobia a las mujeres porque era rechazado pertinazmente, no sólo por su fealdad sino, también, por su notoria tendencia a no bañarse. Pero Francisco era buen tipo y era mi amigo; yo, prudentemente, nunca le había preguntado el por qué de su internación en un loquero. Tal vez estaba loco, realmente, o había leído demasiado a Borges.
       Me despedí de él bajo promesa de llevarle más cigarrillos para la próxima, coloqué el papelito doblado prolijamente en el fondo de mi exigua billetera y lo olvidé.
     No fue hasta dos meses después que, hurgando en los misterios de mi cartera para pagar la cuenta mis múltiples medicamentos -para dormir, para despertar, ansiolíticos, antipsicóticos, antipánicos, antidepresivos y antiepilépticos- decía, que encontré el ajado papelito que me diera mi amigo, junto a un billete roto de dos pesos. Era todo lo que había. El farmacéutico, acostumbrado a mis carencias financieras y sabiendo que al final siempre le pagaba, me dijo que estaba bien.
-Acordate de no mezclar las píldoras rojas con las blancas ni las celestes con Fernet –me alcanzó a gritar cuando me iba. Yo casi no lo escuché. Me había extraviado en una de mis habituales ausencias mentales, mientras caminaba con la vista fija en el papelito rojo, que parecía invitarme a desplegarlo.
Recordé que debía volver a visitar a mi amigo ese fin de semana y que debía comentarle, de paso, los resultados del hechizo. Resistí la seducción del papelito hasta llegar a casa. Una vez en mi sillón preferido y luego de cerciorarme que estaba bien lejos de cualquier espejo, desplegué la etiqueta con mucho cuidado y leí la única palabra que había escrito mi amigo con tanto temor. Parecía un término de la magia vudú o de algún antiguo lenguaje africano. Tal vez era brujería haitiana. Casi inconscientemente la pronuncié:
-Culay -dije.
Al principio no noté nada extraño. Me sentía como un completo idiota que debería estar internado a la par de Francisco. Pero cuando me disponía a tomarme un café, ¡caramba! La cocina no estaba. Tampoco había paredes ni puertas ni piso ni muebles.
Pero lo que sí pude ver, fue un perro; no, dos perros, en realidad tres. ¡Que lo parió! Y para colmo, tenían unos hocicos que metían miedo. En realidad, era un solo cuerpo con tres cabezas. Era Cerbero, completo y monstruoso.
La verdad, es que al principio creí que las pastillas que me vendieron en la farmacia eran truchas y que me habían disuelto el cerebro, pero no, el rugido que salió de los tres hocicos fue atronador y sus ojos, los seis, me miraban fulgurantes y flamígeros. Él parecía furioso y yo buscaba, en vano, una puerta para escapar.
-¿Vos me invocaste? -preguntó.
-Eso creo –le respondí, todavía temeroso.
No entendía qué relación tenía la palabra Culay con esa visión horrorosa del averno. Hablaba la cabeza del medio, que carecía de orejas, la cabeza de la izquierda sí las tenía, en tanto que la de la derecha las tenía caídas, como las de un dálmata y parecía muy concentrada en sí misma. Yo, que me considero un intuitivo del lenguaje corporal, creí entender: la del medio era la que hablaba, la izquierda escuchaba y la derecha parecía ser la que pensaba; aunque las tres tenían la actitud de querer morder lo que estuviera a su alcance.
       El engendro continuó hablando con una voz impresionante que hacía vibrar el aire.
-Culay se me escapó, y ahora es una cuestión de orgullo, nadie más horripilante que yo debe andar suelto, nadie. Encima de ser psiquiatra, el tipo escribe –continuó Cerbero. -Mirá si no, lo que le hizo a tu mejor amigo. Nadie escapa de mí. Lo estoy buscando desde su primer libro, pero es escurridizo, el tipo.
-Pero mi amigo…
-Tu amigo no lo confiesa, pero leyó un libro de Culay.
Bueno; ahora yo sabía que la palabra, el hechizo, era el nombre de una persona de carne y hueso, que escribía y que andaba suelto. Debía ser terrible el psiquiatra, para que la bestia del Hades se tomara tantas molestias. Pero recordé a mi pobre amigo internado por su culpa:
-Mire, don Cerbero, para lo que mande, estoy a su disposición. Ese tipo, realmente, le cagó la vida a Francisco…
      El tricéfalo hizo algo así como un gruñido desdeñoso. ¿En qué podría ayudarlo un gusano terrestre como yo?
        Aunque probablemente estuviera alucinando, con las pruebas a la vista me tragué mi escepticismo y aproveché para hacerle algunas preguntas sobre la naturaleza del inframundo y otras cosas que me inquietaban. Al fin y al cabo lo había invocado para eso.
        -¿Infra qué? -me ladró. -Yo soy un perro, idiota. ¡Cómo podría saber nada sobre el infra qué!
     -Inframundo –le repetí en un tono bastante más enojado. -Tenés tres cabezas y miles de años de historia, ¿cómo podés no saber? Hablamos del lugar adonde van las almas, hablamos del Infierno, del Paraíso, del Purgatorio y esas cosas...
       Me miró con sus tres cabezas y las tres se miraron entre ellas. No podían creer que les estuviera preguntando tales boludeces. Ni falta hizo que me lo dijera. Yo tampoco podía creerlo pero, en todo caso, estaba hablando con un monstruoso alienígena en el evaporado living de mi casa... decidí intentarlo de nuevo.
    -Decime, Cerbero, ¿es verdad lo del río Aqueronte y lo del barquero Caronte?
     -¿Lo qué? -me dijo. -Vos te has tomado algo jodido o sos realmente un completo idiota. No puedo entender que creás en cualquier tontera que se escribe; si es por eso, leete vos también, un librito de Culay. No, querido, yo estoy cuidando el Hades desde el principio de los tiempos y me ocupo de lo mío. Me ocupo de que todo aquél que entra, nunca salga. Estoy custodiando la entrada y lo que pase adentro me importa un pito, así funciona todo allá… y acá también.
        -Pero…
-Los muertos están muertos –me interrumpió. -Aunque algunos caminan y se hacen pasar por vivos como Culay, por ejemplo. Nunca se me había escapado nadie. Para mí es cuestión de principios. Todos entran, nadie sale. Es así.
      Yo no estaba tan convencido de que Cerbero fuera sólo mi creación mental o alucinada de un perro deforme. Me parecía que estaba realmente allí y que estaba haciéndose el sota. Para mí, era un general haciéndose pasar por soldado. Probé de nuevo, cambiando ligeramente el tema.
        -¿Y quiénes llegan a vos, Cerbero?
-Todas las almas llegan y todas pasan. Pero no son muchas.
-¿Hombres y mujeres por igual?
-Las almas no tienen sexo, no tienen género.
-¿Y nadie sale de allí?
-Es un viaje de ida -me dijo. -Sólo de ida, para todos.
        Se le estaba soltando la lengua; tal vez deseaba, en realidad, hablar con alguien. Debía ser muy aburrido estar eternamente en completa soledad. Me pareció interesante aprovechar bien a fondo su buena disposición a soltarse.
       -Entonces, ¿cuál es el criterio para que los humanos entren o no?
     -No lo sé, no tengo idea, yo no los elijo. Todos los que llegan a mí, entran. El resto, supongo, estarán muertos para siempre. Son aquéllos que carecen de alma, son la mayoría. Son los que abonarán la tierra. Yo no sé si las almas que pasan por mi portal son buenas o malas porque esa distinción sólo la hacen los humanos. En realidad, lo que ustedes llaman malos, para el Hades son simplemente desalmados. Son los sin-alma. Ellos nunca llegan a mi puerta. Mientras viven, infectan la tierra como pústulas malolientes y cuando mueren, es para siempre.
      Aunque parecía una creación de la imaginación, Cerbero no era sólo un perro mítico. Sabía más de lo que reconocía; se estaba haciendo el difícil pero en realidad -me pareció- estaba ansioso por permanecer un rato más en mi mundo; decidí avanzar un poco más y le pregunté qué entendía por alma. Respondió rápidamente:
     -Es trascender por tus ideas, y permanecer por tu obra. Cualquier obra tuya, si condice con tu pensamiento, si es coherente con lo que predicás, si no es hipócrita, en definitiva, construye una memoria en el resto de tus congéneres. Esa memoria trasciende lo corporal porque se instala, indeleble, en quienes fueron afectados por esas ideas y esas conductas. Y no hablo de conductas “correctas” sino de conductas coherentes. Esa memoria es inmortal, esa memoria, instalada por vos en quienes afectás, es tu alma.
-Pero los buenos y los malos…
-Yo hablé de almas en general. Ni buenos ni malos, eso lo clasificarán adentro, supongo.
      Cerbero me estaba confirmando con sus respuestas que no era sólo un guardián en busca de un prófugo. Era mucho más que eso. Seguí preguntándole cosas interesantes…
       -Y decime... ¿existe Dios? ¿o Zeus? o sea... ¿existe un jefe? Quiero decir… un ente o persona que ordena las cosas, un creador, el que te creó a vos y a mí... ¿existe?
         La cabeza del medio se ladeó y me miró como miran los perros cuando un humano les habla. Ya no parecía tan monstruoso, hasta parecía tierno, compasivo, condescendiente.
      -Sólo ustedes, los humanos, necesitan jefes. Y cuando no los hay, los inventan. Primero inventaron a Dios y, para poder entender lo que inventaron, tuvieron que aparecer los filósofos y los psicólogos que, en su mayoría, son ateos. ¡Cómo no van a tener problemas existenciales! En cambio, yo sólo estoy. Hago lo que tengo que hacer y seguiré estando mientras los humanos crean que existo.
-Pero yo te estoy viendo y hasta podría tocarte…
-Si querés arriesgar una mano… ¿viste mis colmillos? No seas boludo. No te hace falta poner a prueba tu fe. Nunca tuviste ninguna fe.
-Sucede que no puedo dejar escapar la oportunidad de hacerte preguntas…
      -La verdad es que estoy cansado; cansado de un cansancio eterno. Por suerte, de vez en cuando, alguien me invoca y salgo de la rutina pero así y todo... Es difícil entender que sólo un par de genes hacen tanta diferencia en ustedes y los monos. Es más, creo que prefiero a los monos.
      Ahora se lo veía viejo y ajado como un pergamino. En sus caras había abatimiento, ira, aburrimiento, burla, fastidio, cansancio; y todos esos estados de ánimo pasaban por él como en cámara lenta, a la espera de otra de mis preguntas.
     -¿Y nunca te fijaste en qué hay más allá de tu puerta? ¿No tenés curiosidad?
        -No. La curiosidad también es humana. Yo sólo estoy. Ni tan siquiera soy. Me parece que no entendés muy bien el concepto; es justo al revés de lo que comúnmente creen los humanos. Dios está pero no es. Está porque es una necesidad humana,pero no es, porque no tiene entidad. Igual que yo. Igual que todo lo que ustedes llaman sobrenatural. Todo lo que ustedes quieren que exista, está, y para muestra... mirame bien ¿te parece que realmente existo? Es al pedo explicarte tantas cosas… realmente, prefiero a los monos.
        -Entonces, lo de hechizo, lo de mi amigo y lo de Culay...
        -Es una broma de mal gusto.
-¿Lo de tu existencia?
-No, tarado, que exista Culay. No le vendría mal un buen susto a ese tipo.
Yo estaba de acuerdo en eso, ahora que recordaba haber leído un par de cosas escritas por ese psicoliterato, amante de los psicodólares, generador de psicosistemas infalibles de psicoautoayuda, fabricante y vendedor de psicolibros cuyo producido contribuirá generosamente a su psicoretiro en las Bahamas, psicocagándose de risa de todos los pobres tipos que compraron su vasta y psicoremunerativa producción.
Tuve que detener en seco mi dispersión intelectual porque, claramente, era fruto de una malsana envidia por los éxitos comerciales de un escritor que no era yo. Además, tenía en mi casa a Cerbero…
-Y decime... ¿cómo se puede vivir sin un Dios? ¿sin utopías? ¿sin creer que después de esta vida hay otra mejor?
      -¿Vos creés en Dios? –me preguntó escupiendo sus palabras.
      -No. Es decir, no sé. Yo soy agnóstico, ignorante respecto de esas cosas. Por eso te pregunto. Si fuera ateo, no dudaría.
       -Ya te lo dije, prefiero a los monos…
       -Mirá, Cerbero… yo vivo el día a día. Asumo que, después de la muerte, no hay nada. Ni premios ni castigos. Nada. Trato de ser feliz acá, en la Tierra.
       -Sin embargo estás hablando con un perro de tres cabezas que viene del Hades, ¿te das cuenta no? de la incoherencia, digo. Los que creen son esencialmente hipócritas, pero los que no creen, también.
-Pero…
-Escuchame y cerrá esa bocota. Lo único que necesitan los humanos para ser felices ya lo tienen: es la vida misma. Pero no; se complican y se enredan en una dialéctica estéril. La vida se les va, esperando milagros y resurrección, como quien espera pacientemente a un utópico colectivo -los que creen- y amargados, desolados, desesperanzados, los que no creen.
-Pero…
-Callate y escuchá. Ni los unos ni los otros son capaces de encontrar códigos comunes y éticos para convivir; se matan en guerras santas y no tan santas, se engañan, se traicionan y se vuelven a matar. Algunos prosperan y se enriquecen, siempre sobre el hambre de millones. Son indiferentes al sufrimiento ajeno y, desde el principio de las cosas, se comportan de la manera más autodestructiva posible. Entonces, no es tan absurdo que los humanos fabriquen dioses, diablos, santos, paraísos e infiernos... o que aparezcan tipos como Culay. Luego esperan que un Dios, hecho a medida y conveniencia, les dé respuestas mágicas. En mi caso, soy sólo la respuesta mágica a tu propia estupidez.
       Cerbero era una bestia, al fin y al cabo, pero lo escuché sin ofenderme. No era una agresión gratuita; de algún modo, estaba sacudiendo los cimientos que sostenían mi frágil andamiaje psicológico, merecidamente, porque fui yo quien lo trajo a este mundo buscando respuestas; pero igual me di el gusto de agredirlo un poquito, como para que no se quedara él con la última palabra. Eso, nunca.
-Eso nos pasa a los humanos, entre otras cosas, porque vos dejás que se te escape gente como Culay… Como ves, no toda la culpa es nuestra –lo provoqué para tantear qué sería capaz de hacer.
       Pero, como si adivinaran mis pensamientos, la cabeza izquierda esbozó una sonrisa condescendiente, la del medio bostezó y la derecha dejó caer una preciosa lágrima azul. El guardián de Hades se estaba yendo. Me dejaba con la palabra en la boca, el muy cabrón.
Cerbero, lejos de mis reflexiones -o a causa de ellas- se estaba desmaterializando suavemente, a la vez que las paredes de mi sala reaparecían borrosas, deslucidas y perpetuamente sucias. En un instante, su tenue silueta terminó de evaporarse en un efímero estallido de nada.
      Mi casa, era otra vez mi casa. El General Perón me miraba, irónico, desde el retrato que colgaba del clavo oxidado de siempre. ¿Una lágrima azul? Hasta hoy me pregunto si pude haber tenido una alucinación tan vívida y absurda. Por las dudas, le he pedido a mi farmacéutico un cambio de medicamentos.
      A los pocos que me visitan, les digo que la manchita azul en el piso fue un desliz de mi bolígrafo.
Culay, cada vez vende más libros; y en cuanto a mi amigo Francisco… últimamente lo visito muy poco y no le llevo más cigarrillos porque se le ha puesto que, a la larga, el fumar produce cáncer.
Aunque le dieron el alta y sigue sin bañarse, prefirió seguir viviendo en el psiquiátrico; afirma que las begonias y malvones que cuida con tanto esmero, como ninfas aladas, a la noche le recitan poemas de Mario Benedetti. También afirma, burlón, que los hechizos son para asustar a los niños.