jueves, 11 de abril de 2013

MANOS FRÍAS


Manos frías en el vapor de los azulejos empañados transitan toda la pared dejando sus huellas como si no supieran adonde ir. Manos frías y misteriosas que me rodean sin tocarme. Manos misteriosas. Manos que no son mías. Manos que me buscan. Manos que saben algo que yo no. Manos que me avisan, me advierten, me asustan. Manos frías, manos que no son mías, en los azulejos empañados.

DANIEL, MI TÍO, EL QUE NO MURIÓ


Regresaba de la casa de mamá recorriendo las intrincadas callecitas de su barrio en busca de la avenida que me regresaría a mi hogar. La panza llena y el corazón contento porque, además de haber disfrutado de una copiosa comida de madre, mi moto ahora ronroneaba suave y poderosa, lo que para mí era la mejor sobremesa del mundo.
Era en esas ocasiones de paseo relajado, cuando yo aprovechaba para mirar el entorno, a la gente, a las ventanas abiertas de las casas, cada una mostrando instantáneas de sabe dios qué escenas familiares que yo no vería nunca completas… sólo escenas acotadas por mezquinos marcos, por persianas subidas a medias o por pudorosas cortinas que limitaban mi vista a cuadros bellamente incompletos.
Gente regando sus jardines, chicos tentando a la suerte en sus bicicletas y algunos, fumando el penúltimo cigarrillo antes de la siesta.
Ráfagas de visiones que se evaporaron de golpe cuando vi y fui visto por un hombre de unos setenta y algo que estaba sentado en el borde de un cantero, con las piernas cruzadas, fumando y mirándome pasar. Nada extraordinario… salvo por el hecho de que el hombre era mi tío y mi tío había muerto hacían ya más de tres años, casi cuatro.
Me detuve como pude haciendo derrapar las lamentables cubiertas de mi moto sobre el asfalto y comencé a retroceder con esfuerzo para quedar bien enfrente del hombre que ahora me observaba con una sonrisa que yo bien conocía… sonrisa sarcástica, irónica y honesta que hacía resaltar aún más sus nicotinados dientes en esa cara mofletuda y delgada de bulldog desnutrido con la que siempre supo hacerme reír desde niño y hasta hace muy pocos años, cuando un infarto selló su final.
Pero mi tío estaba muerto, totalmente muerto.
Estuve moqueando en su velorio, toqué sus manos frías en el ataúd y hasta dejé un puñadito de tierra en su tumba.
Sin embargo me miraba y sonreía desde el cantero de un descuidado jardín de barrio.
Daniel, mi tío Daniel.
Casi cuatro años muerto y en esa siesta somnolienta y calurosa de San Luis me miraba y me sonreía como siempre lo hizo, queriéndome, explicándome sin hablar que se trataba de su última broma, que no había nada macabro, que había burlado al electrocardiograma, al desfibrilador, al electroencefalograma, al cardiólogo, al forense y al sepulturero… que había encontrado la forma de huir de su vida… sin morir.
Daniel, mi tío Daniel.
No fue necesario hablarle… ni escucharlo.
Simulando una lamentable confusión de identidad engrané el cambio de mi moto y me fui lentamente sin mirar atrás. Ahora era yo quien sonreía y recordaba que cada vez que él me sorprendía con un nuevo chiste me decía “tenés mucho que aprender, pibe”.
Desde entonces creo que hay muertes que vale la pena vivir… como la de Daniel, mi tío, el que no murió.