EL ESPEJO NEGRO (Novela)







 El espejo negro




José Luis Marrero


















“Hay dos maneras de difundir la luz... ser la lámpara que la emite,
o el espejo que la refleja.”
Lin Yutang

















            ¡Qué fría que es Buenos Aires cuando una es pobre, carajo! Y la humedad y la lluvia y las empanadas que no se venden…
 Me duelen las cicatrices. Me duelen los plomos realistas que todavía llevo clavados en los huesos. Me duelen los sablazos y los latigazos que me dieron en Ayohuma. Y me duelen en serio.
Los cogotudos de la iglesia se hacen los tontos, pero este dolor, esta pobreza es por ellos, por los que van a misa para lavar sus conciencias y también por estas damas altaneras que contaminan mis empanadas con perfume francés.
En cambio yo, María Remedios del Valle, La Capitana, dejo olor a catinga a donde quiera que vaya.
Me creen loca, a veces me tiran una moneda; no saben, no saben nada. Cogotudos de mierda.







I

Un frío domingo de agosto de 1827 el general Juan José Viamonte, héroe de la independencia, caminaba por una plaza hacia la Iglesia Santo Domingo. Del brazo con su sobrina, parecía no sentir el frío penetrante y húmedo del barroso Buenos Aires. La plaza estaba repleta de mendigos porque la ciudad con futuro brillante, era entonces una comarca llena de fangosa pobreza, entreverada con callecitas empedradas, finas puntillas y almidonados cuellos aristocráticos.
            Una mendiga negra le tendió al general su nudosa mano. Viamonte hurgó en el bolsillo del chaleco y encontró unos cobres que dejó caer en la mano firme de la vieja. Cuando su sobrina tironeaba de él para que siguiera su camino, el general se desprendió de de ella y asombrado, acercó su rostro al de la anciana
~¡Madre de la Patria! ¿Es usted, Remedios?
            ~Capitana María Remedios del Valle, seor, para servirle. Gracias por su generosidad, seor.
            La anciana ya estiraba su mano hacia otros transeúntes, cuando uno de ellos advierte a Viamonte que la viejita estaba loca de remate. Pero el general volvió a inclinarse ante ella, incrédulo.
            ~¿Y qué hace acá tirada, Madre?
            ~Es una historia larga, seor; ¿y usté quién es?
            ~Soy Viamonte, Madre, el General Viamonte. Amigo del General Manuel Belgrano, que en paz descanse. Usted no puede estar así, Madre. Es la Madre de la Patria, es la Capitana de los Ejércitos del Norte.
            ~Mire usté cómo murió el dotor Belgrano, seor. ¿Qué le asombra la miseria de esta negra, seor?
            ~No, no, Remedios. Yo voy a ver qué hago por usted. ¿Siempre para acá?
            ~A veces, seor. Otras veces estoy en San Ignacio o San Francisco, seor.
            Y Viamonte siguió su camino, con el corazón roto y con una idea.
            ~Por un momento creí que le comprarías empanadas a la vieja, tío. Eran un asco, pura grasa.
            ~No Rosita, no te preocupés… pero ya tenés edad para saber que hay cosas horribles que pasan en Buenos Aires y que no tienen que ver con las empanadas de esa pobre mujer.
            Viamonte, ese día en Santo Domingo, no pudo seguir con atención la misa. Miraba absorto las dos banderas arrebatadas a los ingleses, expuestas justamente en esa iglesia, en donde los invasores se habían atrincherado poco antes de la rendición final. María Remedios del Valle había tenido mucho que ver en esa gesta heroica.
             Era diputado, sentía tristeza, sentía vergüenza, pero al menos, tenía una idea.












II

Remedios era una mujer pobre, negra y feliz. Hija de esclavos emancipados y casada con un mulato fuerte y valiente, tuvo dos hijos iguales al padre, fornidos y trabajadores. Juntos eran invencibles. Juntos, no tenían nada que temer. Este suelo nuevo se prodigaba para ellos, que no pretendían riquezas; les sobraba el trabajo y la felicidad, para su familia, era casi completa. Pero Remedios nunca fue una mujer común; a veces pensaba que tenía algo malo en la sangre porque siempre se sintió llamada a nuevos desafíos, especialmente cuando transcurrían tiempos tranquilos.
~Tengo algo malo en la sangre ~se decía. ~Eso debe ser.
Como negros esclavos, muchos habían sido libertos, no porque lucharan como pueblo para conseguir esa libertad, sino porque hubo una ola de personajes ilustrados, todos blancos educados en Europa, que consideraban a la esclavitud como intelectualmente inaceptable. De ahí que, hasta 1813, sólo eran liberados aquellos negros cuyos amos compartían las nuevas ideas abolicionistas surgidas en el marco de la Revolución Francesa y que se extendían por todo el viejo continente.
Aún así, la población negra y mestizada de las colonias, durante siglos y aún después de la abolición, fue mantenida en la ignorancia, privada de toda educación y se evitó cuidadosamente que se sintieran parte socialmente participativa de la vida en las Américas. Los negros y mulatos ~sin contar a los indios, mestizos y zambos~ constituían más de un tercio de la población pero, aún así, era impensable incluirlos como ciudadanos de pleno derecho. Se los consideraba  poco más que bestias de carga.
Pero para Remedios había otra libertad que debía preceder a la suya y que sería más difícil de conseguir y sostener, que la liberación de los esclavos. Para ella, era tiempo de luchar y ganarse esa libertad, la libertad colectiva. La participación en esa lucha, en el ingenuo pensamiento de la negra, abriría tarde o temprano, el camino de su propia liberación y, tal vez, el de la integración racial.
Se rumoreaba insistentemente que Buenos Aires sería invadida por extranjeros y Remedios no dudó en alistarse en las milicias junto a su esposo e hijos. Corría el año 1806 y se venían los ingleses. Eso era una calamidad; en realidad, nada podía ser peor. Ellos eran los mayores traficantes de esclavos, compitiendo en crueldad con los portugueses. Si los ingleses lograban el dominio de las Américas, la situación de los negros sería mucho peor que con los españoles.
 El Cuerpo de Andaluces rechazó a los hijos de Remedios por no alcanzar la edad, pero a ella y a su marido los incorporaron, fusilero él, enfermera ella. Los hijos, como se acostumbraba en la época, podrían seguirla a los campamentos militares pero no formar parte de ellos; les faltaban todavía un par de años para los quince.
Las tropas que defenderían Buenos Aires estaban formadas por criollos y españoles, organizados en milicias improvisadas cuyos mandos, siguiendo la impronta europea, siempre ponían en la primera línea a los negros y a los indios para aguantar la primera atropellada. Así se lucharía hasta la esperada llegada de Liniers, que se venía desde Montevideo para comandar y organizar el contraataque. Era común que las familias de los soldados criollos y negros acompañaran a las tropas para brindarles apoyo y algo de logística. Así se hacía en buena parte de Europa, porque las familias, en ausencia del hombre, quedaban desprotegidas y sin modo de ganarse el sustento. Solían acampar cerca de los ejércitos y obtenían así los alimentos mínimos para sobrevivir.
Los ingleses llegaron. Fueron cuarenta y seis días de fiereza, sangre, cuchillos y metralla; Remedios ~que aún creía tener algo raro en la sangre~ no pudo ser sólo enfermera. Tomó un fusil, un sable y allá fue, puro coraje, a la reconquista de Buenos Aires. En esos días, que se le antojaron eternos, se forjó en ella una guerrera formidable y decidida. Cuando los ingleses se rindieron, Remedios estaba orgullosa de haber contribuido a la victoria, no sólo como enfermera, sino también con su espada.
            ~Usté no tiene que tomar las armas, negra ~le dijo una noche su afligido marido. ~Tenemos que velar por nuestros hijos… ¿qué será de ellos si me la matan?
            ~¿Cree que no hago falta en el frente? ¿Quiere que los ingleses se adueñen de América?  ¿Quiere que se lleven a nuestros hijos como esclavos?
            ~No, Remedios, pero yo no sabría qué hacer con nuestros hijos si a usté le pasa algo.
~América se está pariendo, esposo, y no podemos dejarla sola. Pelearemos juntos y, cuando nuestros hijos crezcan, también lucharán ellos. Sobremonte huyó. Se rumorean cosas, negro mío, se rumorea que los criollos se levantarán algún día contra los españoles. Estamos pariendo, negro, y yo quiero ser una de las madres de esta tierra nueva.
            El mulato, aunque preocupado, no podía más que estar orgulloso por haber sido elegido por semejante mujer. Las cosas serían siempre así; parirían juntos o morirían juntos.
            Los españoles pronto se acostumbraron a los servicios que prestaba Remedios en tiempos de paz. Era buena enfermera, nunca se quejaba y armaba los aparejos militares, las mochilas y pertrechos como nadie. También cocinaba para la tropa y, después de verla en combate, a pesar de su raza, todos la respetaron y la admiraron. Había algo en la mirada de la negra que inspiraba ese respeto. En la batalla demostró ser una fiera y en muchas ocasiones exhibiría un coraje que más de un hombre hubiera querido tener. Algunos pocos varones se sentían incómodos por eso. La guerra no era cosa de mujeres; aunque Remedios era negra y las negras, bueno… todavía se discutía si eran o no, seres humanos.
            La negra escabullía alimentos para sus hijos y su esposo toda vez que podía. Los andaluces fingían no darse cuenta y la dejaban hacer. Entendieron rápidamente que era muy valiosa para perderla por unos mendrugos.
            La casa donde vivía Remedios era apenas una tapera en las afueras de la ciudad, en la zona de Buenos Aires que no estaba a la vista de la aristocracia; era la zona de los negros y otros descastados. Su esposo era resero y sus hijos también, buenos jinetes y trabajadores. Todos llevaban dos cuchillos a la cintura, el facón para las peleas y el verijero para las labores. Manejaban el lazo y las boleadoras como nadie en la comarca. Pero en la milicia española, los negros siempre serían soldados de a pie. Por entonces, la población de Buenos Aires era en un tercio, de raza negra. Los blancos debían mantener el control mediante la violencia, la marginación y la pobreza, porque temían verse superados en número por esa gente que se multiplicaba como conejos. El medio más idóneo de mantener ese control fue, siempre, incorporarlos a los ejércitos en las líneas de avanzada. Era impensable que en la milicia española hubiese negros de a caballo; era darles un poder peligroso. Serían siempre carne de cañón; serían infantería. Así se explicaba que, siendo un tercio de la población, dos tercios de las tropas de la época estaban integradas por negros, mulatos y algunos indios; era un modo de mantener el predominio blanco en la ciudad y se disipaba la posibilidad, siempre latente, de una temida insurrección.
            La Corona española había impartido la orden de conformar así los ejércitos del Río de la Plata: sesenta y cinco o setenta por ciento de negros, mulatos y mestizos. A los indios era muy difícil hacerlos pelear por algo que no entendían. Para los españoles, los indios eran también, el enemigo. En cambio los negros… eran dóciles, abundaban molestos como las moscas y así morirían, como moscas.
Pero María Remedios del Valle no era, ni se sentía como una mosca. Ella era mujer y negra, dos condiciones que asumió con militancia. Y las haría valer en todo momento y lugar.
~¡Apúrate con el agua, negra catinga! ~le gritó cierta vez un soldado español medio borracho.
~Catinga su madre ~le respondió Remedios, arrojando el cuenco que se rompió a los pies del soldado.
El español le asestó un latigazo y la negra, sin un ay, desenvainó su facón y le dio un planazo en medio del rostro. Sin testigos, el soldado español prefirió guardar silencio y siempre atribuyó la cicatriz en su mejilla a una herida de combate. Remedios debió cuidarse constantemente de ese y otros hombres que, bajo los vapores del aguardiente, habían intentado humillarla varias veces.
Transcurría un tiempo efímero de paz, luego de la invasión de 1806; los regimientos se aprestaban para una nueva confrontación con los ingleses, que llegaría el cuatro de julio de 1807. El virrey Sobremonte había sido destituido por cobardía y Santiago de Liniers ocupó provisoriamente el Virreinato. Esa vez, los ingleses desembarcaron en Ensenada y cometieron el error de darles tres días a los criollos para que se rindieran. Lejos de eso, se organizaron y dieron batalla.
Remedios, esta vez con el Tercio de Andaluces, va a la guerra directamente como fusilera y le toca ver a la muerte cara a cara. Luchó a bayoneta y  facón y, por primera vez, pudo ver la cara de quien moría por ella, a sus pies. Fue un inglés muy joven, de ojos celestes como el cielo americano, casi tan joven como sus hijos. Remedios no pudo llorar por él y continuó luchando todo el día. Nunca se preguntó cuántos había matado al final de la batalla; no quería saberlo. Prefería pensar que, aún en la muerte, ella estaba pariendo.
El siete de julio, el general inglés se rindió. Luego de tres días de muerte y de rabia, Buenos Aires otra vez respiraba.
Luego de la defensa de la ciudad, María Remedios del Valle volvió a servir a las tropas en funciones pasivas, pero ahora todos la miraban con un respeto especial. La habían visto batirse a cuchillo con una fiereza difícil de igualar y hasta los españoles más conservadores, reconocieron en ella a una heroína con todas las letras. Pero, heroína y todo, pronto volvió a cocinar y a asistir a la tropa en tareas domésticas, porque para eso estaban las mujeres, negras o no.
En tiempos de paz, su esposo y sus hijos trabajaban de sol a sol en los Corrales de Quilmes junto a los pocos sobrevivientes indios traídos de Tucumán. Los Quilmes estaban en permanente rebelión contra los españoles y era muy difícil someterlos al trabajo esclavo. Por esa razón fueron gradualmente reemplazados por negros y mulatos que, a lo largo de más de tres siglos, habían sido amansados y escarmentados usando la religión y el azote. Remedios, en sus largos viajes en carreta de bueyes, se amamantaba de historias trágicas de insurrección y muerte a manos de los españoles. Lentamente, inevitablemente, germinaba en ella una semilla de independencia, al igual que en miles de criollos que esperaban, impacientes, terminar algún día con la expoliación brutal de la Corona española.
Remedios le rezaba todas las noches a esa extraña mezcla de dioses que sólo los negros podían entender. Se le entreveraban los santos católicos con los africanos pero ella sabía, en su corazón, cómo funcionaba la religión, sabía que sólo era un consuelo. No podía esperar nada de nadie; ni siquiera de Dios. Pensaba, a veces, que en realidad era afortunada por no ser esclava. Su madre lo había sido, hasta ser liberta por su anciano amo hacendado. En consecuencia, su descendencia sería libre, si por libertad se entendía andar por ahí sin grilletes.
~La miseria, esclaviza más que el amo español ~le decía a sus hijos ~por eso tenemos que trabajar el doble, ganar la mitad y mirar al suelo cuando nos cruzamos con gente blanca. También tenemos que luchar más y con más valentía que ellos, si queremos que algún día nos consideren personas.
Su esposo la miraba embelesado cuando hablaba así.
~Usté es una negra inteligente ~le decía. ~¿De dónde le vienen esas ideas, negra?
Y él, sin esperar respuesta, tocaba sus tambores africanos para ella, al son de lo que comenzaba a llamarse candombe, retumbando inconfundibles, en la soledad de los pajonales bravíos de la pampa bonaerense.
 ~El tamboril es amor que suena para usté, mi negra ~le decía el mulato.
Los domingos eran así. El negro tocaba los tambores y la negra sabía que debía enviar a sus hijos a bolear ñandúes, bien lejos, para que se hicieran hombres y de paso ella pudiera ser mujer en brazos de su esposo. Los tambores la embriagaban y hacían hervir su sangre africana; no hacían falta las palabras, sólo los tambores. El negro era muy hombre, era un hombre bueno; era su hombre.


Remedios escuchaba hablar en todos lados de un buen americano llamado Manuel. Se hablaba de él como abogado y como hombre importante de la revolución que ya se venía viendo. Era el mes de mayo de 1810 y se olían perfumes de rebelión en el aire fresco de Buenos Aires. El 25, se las rebuscó para estar en el Cabildo vendiendo sus empanadas bajo la llovizna helada y pertinaz. Remedios también quería saber de qué se trataba, aunque como mujer y como negra, no debía estar allí. Por eso las empanadas. Una negra vendiendo empanadas, nada más natural.
~¡Fuera el virrey y que viva la Junta! ~se escuchó desde los balcones del Cabildo.
Cisneros había sido reemplazado por una junta de notables entre los cuales estaba don Manuel como vocal, el Manuel de Remedios; don Manuel Belgrano. La Primera Junta era el embrión de la independencia y ya estaba concebido. Faltaba el parto y Remedios sabía que sería con sangre, con mucha sangre, así como tuvo ella a sus hijos.
Estuvo meses buscando el modo de llegar a don Manuel y en agosto tuvo su oportunidad. La Junta le encomendó a Belgrano formar un ejército auxiliar y partir hacia el norte, hacia Paraguay. El General había delegado su accionar político en manos de Mariano Moreno y aceptó la encomienda de formar un ejército. No quería estar en medio de las maquinaciones políticas de Buenos Aires y, aún consciente de su incapacidad como militar, se abocó de lleno a la tarea de formar y aparejar su ejército.












III

~María Remedios del Valle, seor ~contestó cuando el reclutador le preguntó su nombre. ~Fusilera de infantería y enfermera, seor. Estuve en la Reconquista y en la Defensa con el Cuerpo de Andaluces, seor. En combate hace dos años, seor.
El tono alto y claro de su voz llamó la atención de Belgrano que se paseaba incesantemente entre los nuevos aspirantes. Don Manuel se acercó a la mesa donde el reclutador anotaba los datos de Remedios, tomó el libro de nuevos reclutas y lo leyó mientras miraba extrañado a esa decidida mujer.
~En mi ejército no admito mujeres, señora. Váyase con su familia y que Dios la bendiga.
~¿Tampoco admite negras, seor? Soy buena fusilera y me defiendo bien con el cuchillo, seor.
~No admito mujeres de ningún color, señora; para fusileros, necesito varones fuertes y jóvenes.
~Mi esposo y mis dos hijos, seor, se anotan conmigo. Son sanos y fuertes, seor. Ellos van conmigo a donde sea y yo voy con ellos, seor.
A Belgrano se le antojó simpática la negra, aunque bastante terca. Tenía, sin dudas, una personalidad arrolladora. El General era un tanto reacio a las mujeres pero necesitaba enfermeras y ella parecía tener experiencia. Además, debía cumplir con la cuota de reclutas negros que se le exigía para su tropa.
~Preséntense los cuatro, en las barracas, mañana a las siete en punto para el reparto de uniformes ~dijo Belgrano finalmente, con un gesto resignado.
Y la sonrisa de la negra relució de placer. No le importó correr todo el camino de vuelta hasta su casa. Ahora, ella y todos sus seres amados, serían soldados de esta tierra.
La marcha de a pie hasta la Mesopotamia era agotadora. En ocasiones, Remedios era llevada en las carretas con pertrechos para armar los campamentos en donde se esperaba a los infantes con comida caliente y las barracas listas. Cada vez que hacían una parada, ella corría de un lado a otro para ver y atender a su negro y a sus hijos, para que no les faltara nada. Los dos hijos de Remedios se destacaban por sus dotes de cazadores y mantenían siempre las parrillas repletas de carne para la tropa. A Belgrano no se le escapaba detalle y pronto empezó a apreciar muy especialmente a la negra y a su familia. Don Manuel no permitía que ninguna mujer siguiera a sus tropas porque pensaba que sólo le traerían dolores de cabeza y distraerían de sus labores a los hombres; pero con Remedios fue desarrollando una actitud diferente. Ella se desempeñaba con esmero, nunca se quejaba de nada y sabía remediar los males en los pies de los soldados que caminaban quince horas por día. También atendía al propio Belgrano por sus variadas dolencias y por las escoriaciones producidas por la montura. El General era, en realidad, abogado; no estaba acostumbrado a esas cabalgatas interminables. Además era físicamente de constitución endeble, cosa que el General compensaba con su espíritu casi inquebrantable. Remedios demoraba deliberadamente sus curaciones, sólo para poder hablar con él de cosas como la Patria.
A medida que avanzaban iban fundando formalmente algunas villas ya existentes como Curuzú Cuatiá y Mandisoví, dejando en ellas pequeñas guarniciones destinadas a prevenir las incursiones brasileñas que asolaban la región. Don Manuel le explicaba a Remedios que él había sido carlotista, partidario de que la Infanta Carlota Joaquina ~que vivía en Brasil~ se hiciera cargo del virreinato, pero también le contó que estaba reconsiderando esa cuestión porque la infanta era, a su vez, la esposa del príncipe heredero de Portugal, quien deseaba expandir sus colonias hacia el Río de la Plata.
~Tal vez tengamos que combatir contra ellos, Remedios, y se derramará sangre americana.
~General, quedesé tranquilo. Su tropa lo seguirá a donde usté mande y peleará contra quien usté mande.
Debieron cruzar el río Paraná con una dotación de apenas ochocientos soldados, con artillería de pequeño calibre y muy poca caballería. Lo hicieron en improvisadas balsas y canoas desde Santa María de la Candelaria (Misiones) y, no bien desembarcaron, Belgrano intimó a las tropas realistas de Campichuelo a rendirse. Ante la negativa de los españoles, atacó y venció al enemigo rápidamente, el 19 de diciembre de 1810.
Allí, en Campichuelo, Remedios pasó las navidades y el Año Nuevo con su familia, que todavía estaba intacta. Exultaban felicidad y olvidaron por un mes entero los padecimientos de la guerra. El negro tocó incansablemente los tambores para toda la tropa negra y muy especialmente para su esposa.
Remedios veía con pena que a lo largo de la expedición, especialmente en el Paraguay, nadie se sumaba a las huestes del General. Los paraguayos no se unirían, por el momento, a la iniciativa unificadora de la Junta; por el contrario, darían batalla contra los patriotas.
Avanzaron el 19 de enero de 1811 sobre Paraguarí, haciendo retroceder a las tropas realistas, pero más de la mitad de los hombres de Belgrano se entretuvieron saqueando los víveres del enemigo. Esto y la desorganización general de un ataque mal planeado y peor ejecutado, determinó una contundente derrota de Belgrano, que ordenó la retirada para acampar más al sur. Los paraguayos tomaron más de ciento veinte prisioneros en esa ocasión. Las derrotadas tropas de Belgrano acamparon, finalmente, a orillas del río Tacuarí. Esperaba refuerzos desde Buenos Aires pero éstos ya habían sido detenidos y diezmados en una breve batalla naval en el Paraná. El General estaba solo.
Remedios, allí en Tacuarí, fue protagonista y testigo de las acciones más heroicas de la historia Patria. Cuando el realista Manuel Cabañas cargó contra los patriotas, había una relación de diez hombres a uno, a favor de los paraguayos. Belgrano se hizo de la cima de un cerro y resistió con escasas piezas de artillería y poco más de cuatrocientos hombres. Así puso en jaque a las fuerzas enemigas y pudo negociar una retirada digna, con intercambio de prisioneros. La negra no pudo más que tomar las armas de un criollo caído y entrar en combate a sablazo limpio, matando a dos y sacando de combate a muchos otros. Cuando por fin se silenciaron los cañones, Remedios corrió a la tienda de campaña que oficiaba de hospital. Allí, en medio de la polvareda y la sangre, intentó salvar al niño Antonio Ríos, el Tamborcito de Tacuarí, que había sido alcanzado por plomos realistas. Todo fue inútil y el niño murió en sus brazos. Atendió también a Celestino Vidal, un mayor que quedó ciego por la descarga de un cañonazo y que, aún así logró, con la ayuda del niño del tambor, poner en retirada al enemigo. Remedios logró salvarle un ojo. Y así curó, consoló y lloró a cientos. Atendió también a uno de sus hijos, el mayor, cuyo pecho había sido cruzado por un sable, afortunadamente desafilado. Su esposo y su hijo menor estaban a salvo; todavía eran una familia.
            Belgrano consiguió una rendición en buenos términos, y sembró el veneno de la independencia en Paraguay. Una fracción de su mermado ejército formaría parte luego, de las tropas de José Artigas, en la Banda Oriental.
El General fue llamado a Buenos Aires para ser juzgado por esa derrota, pero nadie, ni los enemigos, quiso declarar en su contra. Por el contrario, toda su oficialidad encomió su valor y patriotismo.
Remedios y su familia siguieron al General a todos lados, inclusive cuando Belgrano fue comisionado a Rosario para vigilar los puertos contra los realistas del Uruguay. Era, para el General, una suerte de castigo al que respondió con contundencia.
Allí, en Rosario, a las orillas del Paraná, el 27 de febrero de 1812 enarboló por primera vez la bandera argentina, creada por él con los colores de la escarapela, también obra suya. Remedios, como tantos criollos, lloró de felicidad ante esa bandera nueva que pronto comenzaría a perfilarse como el símbolo de la independencia. Pero el gobierno centralista de Buenos Aires, representado entonces por el ministro Bernardino Rivadavia, le ordenó quemarla para no ofender a los europeos. Belgrano desobedeció y la guardó, en una actitud que marcó un claro enfrentamiento con el Triunvirato.
El General, que vivía con la misma austeridad que sus soldados, charlaba por las noches con Remedios, que se afanaba cocinando tortillas al rescoldo para su admirado “dotor”. La negra dio con Belgrano, sus primeros pasos para aprender a leer y a escribir porque sabía que ese sería, también, el modo de ganarse el respeto como persona libre. Ingenuamente, pensaba que sus hijos y sus nietos tendrían algún día la instrucción que los sacaría de la pobreza y la marginación. El General y algunos oficiales cercanos la instruyeron lo suficiente como para que Remedios pudiera leerles la correspondencia diaria. Pronto leería de corrido y sin titubeos, aprendió a darle inflexión a la lectura y, lo que era más importante, comenzó a comprender lo que leía. Estaba germinando en la negra la semilla del entendimiento y con ella, la de la militancia y el fervor patriota.
Por algunas cartas que leyó, se dio cuenta de la mala disposición del Triunvirato para con el General, aunque éste no esperaba otra cosa. Tal vez esa falta de apoyo político y militar desde Buenos Aires, era lo que minaba la confianza de Belgrano en sus propias fuerzas. Intentaba transmitir moral y optimismo a sus tropas cuando él mismo era boicoteado por el gobierno central.
Remedios, que no entendía de política, entendía muy bien otras cosas de la vida y sabía que su general estaría política y militarmente solo, en cualquier batalla o campaña que emprendiera. La negra conocía bien las cosas que producen la marginación y el repudio; había nacido sufriéndolas; había nacido, como todos los de su raza, siendo una paria. Rogaba para que el General no se dejara vencer antes de ser vencido.



















IV

Así fue que Remedios le leyó a Belgrano las órdenes de ponerse al mando de los Ejércitos del Norte y marchar en campaña al Alto Perú para reemplazar a Juan Martín de Pueyrredón.
~¿Es muy lejos general?
~Sí, Remedios, son muchos días de marcha. Iremos a Salta y juntaremos nuestros hombres con el resto de las tropas que ya están allá. La cosa está que arde en el norte.
~¿Nos mandan al matadero, seor?
~Algo así Remedios, pero daremos batalla hasta el final. No quiero que usted vaya. Quédese en el hospital; hay cuatrocientos hombres heridos que la necesitan.
~No, seor. No se enoje conmigo, pero yo lo sigo a usté a donde vaya. Y mi negro y mis hijos también, seor. Somos buenos soldados. Además, ya no tenemos casa en Buenos Aires, seor; ¿qué voy a hacer?
~Mirá que sos retobada, negra.
~Gracias, seor. Que Dios lo bendiga.
Belgrano, en parte gracias a Remedios, comenzaba a ver, orgulloso, el espíritu indomable de los americanos, de todos los americanos. Los negros tenían fama de cobardes, los indios de retobados y los criollos de pícaros y ladrones. Pero la negra le estaba mostrando otra visión; le estaba mostrando una grandeza y una entrega, que ningún porteño del Cabildo tendría nunca. La sangre que quedaba regada en los campos de batalla no era de la gente educada; era de los negros, de los indios y de los criollos.
En febrero de 1812 emprenden la marcha hacia Salta y en la posta de Yatasto, se hace cargo de las tropas del norte, que se unen a sus poco más de mil soldados. Acampan en Campo Santo, al este de Salta y, sin dinero para los soldados y con muy poca artillería, comienza un arduo trabajo para disciplinar la tropa y levantarle la moral.
Remedios tenía un secreto compartido con el General. Remedios guardaba celosamente la bandera bastardeada por Rivadavia para volverla a enarbolar en la primera ocasión que Belgrano tuviera. Dos meses estuvieron en Salta y esos dos meses fueron, para la negra, casi como una comunión con ese trapo azul y blanco que custodiaba.
~¿Por qué eligió esos colores, seor?
~No lo cuente a nadie, Remedios; los elegí porque son los colores de las vestiduras de varias vírgenes y, en especial, de la Virgen de Itatí, que es mi preferida.
~Muy bien, General, eso me gusta; la virgencita no es negra, pero es mujer.
~Así es, Remedios, así es. Que yo sepa, no hay vírgenes negras, pero debería haberlas…

Remedios pensaba en eso. Pensaba en lo injusto que era un Dios que no tenía en cuenta a las negras. Ella escuchaba historias sobre su pueblo africano y sabía que, en su origen, las mujeres no eran más libres que en América. Ni allá ni acá se les permitía pensar por su cuenta; se les decía que su única misión en la vida era criar hijos y obedecer y servir a sus esposos. Sin embargo, ella había nacido con algo raro en la sangre; tenía un mandato incontrolable que iba siempre en contra de lo que se le decía que era lo correcto. Si obedecía órdenes, era por ser soldado, no por ser mujer ni por ser negra. Tenía la insurrección en las venas, la insurrección de las mujeres en lucha. A su modo, sin intelectualizarlo, pretendía reivindicar su género, consciente de que la lucha sería interminable y agotadora. Pero quería dar esa pelea. Quería ver a todas las mujeres en lucha, blancas o negras, pero en lucha. Remedios soñaba… Remedios creía.
En el mes de mayo, el ejército partió hacia Jujuy, intentando algunas operaciones en Humahuaca para foguear a sus tropas. Belgrano, en esa ocasión, le pidió la bandera a Remedios y la hizo bendecir por un cura llamado Gorriti. Con esa actitud Belgrano estaba, él también, en clara insurrección contra las órdenes de Buenos Aires.
Se rumoreaba que desde Cochabamba se venía con todo, hacia el sur, el ejército realista de José Manuel de Goyeneche.
~¿Qué dice esa carta, Remedios?
~Es del Triunvirato, seor, y dice que debe replegarse hasta Córdoba sin dar batalla, seor. Y que debe organizar las defensas ahí.
~¿Y esos cagones quieren dejar que los realistas lleguen hasta Córdoba?
Remedios bajó la mirada y guardó silencio ante el exabrupto del General.
~¿Y usted qué haría en mi lugar, Remedios?
~Yo no sé nada de la guerra, seor, pero pelearía, seor.
Belgrano convocó a sus oficiales a una reunión de mandos y Remedios se retiró, prudentemente, a sus tranquilas labores que le correspondían en tiempos de una paz efímera.









V

~¡Remedios! El General la llama al puesto de mando. ¡Ya mismo!
Y allá fue, al instante. No fuera que el Belgrano le hiciera un berrinche de esos que sacaban chispas.
~Preparemé todas las carretas disponibles, bueyes, mulas y burros. Ahora mismo, Remedios ~le dijo.
~Y póngase esto para que la respeten ~terminó el General, alcanzándole un birrete con las insignias de oficial.
A Remedios le temblaban las piernas cuando se calzó las tiras.
~A la orden, seor.
~¡Se dice señor, con eñe, carajo; mil veces se lo he dicho!
~Sí, seor.
Y salió corriendo a cumplir la comanda. Ningún soldado se atrevió a chistar cuando la negra arrasó con todos los medios de carga que encontró. Dio las órdenes precisas y, en dos horas, tenía reunidas en el corral mayor, a toda bestia de carga que encontró, atadas a cualquier cosa que tuviera ruedas, incluidos los cañones. Otros oficiales se encargaron de ordenar el desarme del campamento y de instruir a la tropa con las órdenes correspondientes.
~Vamos a evacuar Jujuy ~le dijo el General, cuando ella se presentó. ~Y lo que no podamos llevar, lo quemamos. No debe quedar ni una persona, ni una gallina, ni un pedazo de pan y ninguna casa en pie para los realistas.
~¿Entonces reculamos, seor?
~¿Cómo dijo?
~¿Nos replegamos, seor?
~¿Le parece mal, Remedios? ~Le preguntó el General con cierto humor sarcástico.
~No, seor. Disculpe a esta negra peleadora.
~Si los porteños fueran como usted, Remedios… otra sería la historia.
Y comenzó el Éxodo Jujeño. Belgrano arrasó todos y cada uno de los pueblos a su camino y se llevó cuanto que pudiera ser útil para sustentar al enemigo.
El 29 de julio, Belgrano dictó un bando dirigido a los criollos tibios e indecisos:
“Desde que puse el pie en vuestro suelo para hacerme cargo de vuestra defensa, en que se halla interesado el Excelentísimo Gobierno de las Provincias Unidas de la República del Río de la Plata, os he hablado con verdad. Siguiendo con ella os manifiesto que las armas de Abascal al mando de Goyeneche se acercan a Suipacha; y lo peor es que son llamados por los desnaturalizados que viven entre nosotros y que no pierden arbitrios para que nuestros sagrados derechos de libertad, propiedad y seguridad sean ultrajados y volváis a la esclavitud. Llegó, pues, la época en que manifestéis vuestro heroísmo y de que vengáis a reuniros al Ejército de mi mando, si como aseguráis queréis ser libres (...)”
La marcha fue lenta porque, a su paso, se quemaban cosechas y se arreaban animales. El 23 de agosto, las tropas salían de Jujuy y se adentraban en Salta. El enemigo les pisaba los talones y los alcanzó en Las Piedras, produciéndose un enfrentamiento breve en el que Díaz Vélez, que cuidaba la retaguardia con un ejército de irregulares, venció a los realistas de manera contundente.
Remedios, siempre al lado del General, no se sacaba el birrete de oficial ni para dormir. Ella sabía que era simbólico porque ninguna mujer podía formar parte de los ejércitos, con verdadero grado militar. Pero nadie hubiese podido sacárselo sin recibir un sablazo. Algunos oficiales objetaron la decisión de Belgrano de otorgarle esa distinción a una mujer que, encima, era negra.
~¿La vieron combatir al enemigo? ~les respondió el General.
~Cualquiera de ustedes que tenga los cojones necesarios, vayan y díganle que no se lo merece… y después me cuentan ~terminó Belgrano, con un tono que no admitía réplica.
Por su parte, Remedios, con prudencia, decidió no usar el birrete cotidianamente. Lo reservaba para cuando debía hacer cumplir una orden del General y, claro, para combatir al enemigo. Ella se había convertido en la mano derecha de Belgrano para toda orden que debiera ser cumplida inmediatamente y también era su mensajera personal. Remedios era una excelente jinete y en pocos minutos iba de la vanguardia hasta la retaguardia de la interminable caravana, portando las órdenes de Belgrano. Nadie se le retobaba, nadie le discutía.
Llegando a San Miguel de Tucumán, el 24 de septiembre, los realistas alcanzaron nuevamente a las tropas de Belgrano, doblándolos en número. Se libró una batalla tremenda en que los patriotas vencieron nuevamente al enemigo, en una confusión de frentes y de estrategias que desorientó a los realistas que, finalmente, se retiraron hacia Salta, dejando en el campo más de mil muertos y heridos. En esa ocasión, Balcarce se unió a Belgrano con un batallón de gauchos armados sólo con lanzas. Estos gauchos pusieron en fuga a la caballería española, sellando así el triunfo patriota.


            ~Carta del Gobierno, seor. ~gritó Remedios.
            ~Léala, pues. ~gritó a su vez Belgrano, que estaba adolorido y de mal humor por una caída que sufriera su monta en medio de la batalla.
~Dice que debe replegarse a Córdoba sin discusiones, y hacerse fuerte allá.
Belgrano no tenía la menor intención de irse a Córdoba. Era inconcebible. Llamó a una reunión de mandos y a una comisión de notables tucumanos quienes le pidieron ~casi le exigieron~ que se quedara allí a defender la ciudad. Le aportarían dinero, hombres para el ejército, pertrechos y montas. Todo esto, sumado al apoyo de Balcarce con sus gauchos lanceros, decidió el destino del Ejército del Norte. Se quedarían un tiempo en Tucumán y perseguirían a los realistas hasta Salta y más allá.
En febrero de 1813 se enfrenta nuevamente con los realistas en Salta y los derrota de manera total. Lograron hacerse con pertrechos, víveres, carretas, cañones y municiones que utilizarían luego para toda la Campaña del Alto Perú.
Ese mismo año se declaraba en Buenos Aires la abolición de la esclavitud o la también llamada Ley de Vientres Libres. Esto implicaba que todos los negros nacidos a partir de entonces, eran libres. Belgrano hizo algún comentario sarcástico al respecto, comparando el término “vientres” con el mismo que se usaba para la ganadería. La negra lo escuchó pero no agregó ni una palabra; el General no la defraudaba nunca.
Remedios combatió en todas y cada una de las batallas, desobedeciendo a Belgrano que la quería mantener con vida y confinada a las tareas de enfermera. Ya se veía muy poco con su negro y sus hijos porque el ejército se había hecho muy grande y era poco probable que se cruzaran. La negra extrañaba los tamboriles de su esposo pero sentía que estaba llamada a cosas más grandes, más importantes que su vida personal; le bastaba saber que su familia estaba bien. Estaba feliz por la desobediencia de Belgrano al gobierno de Buenos Aires. Ella había aprendido con el General a leer mapas y no podía entender la inmensidad del territorio americano; no podía entender que, aún conociendo esa inmensidad territorial, los porteños pretendieran dejar que los realistas se acercaran tanto. En realidad el pensamiento en Buenos Aires era que un territorio más pequeño sería más fácil de gobernar… en el sencillo lenguaje de Remedios y en el más sofisticado del General había una palabra exacta para esa actitud: traición.


Belgrano dedicaba mucho tiempo a Remedios; le enseñaba las cosas increíbles de la lectura y lo poco que él mismo sabía de la guerra y la política.
~Prefiero la mugre del campo de batalla, a la inmundicia de los políticos y de los contubernios en Buenos Aires ~le decía el General. ~Sólo ruego a la Virgen que esos cagatintas no derrochen la sangre que se está derramando.
~Y hablando de eso, Remedios, no quiero que siga entrando en combate. La aprecio demasiado para perderla. La campaña que se viene va a ser durísima y sangrienta. La prefiero en el hospital atendiendo a los heridos y consolando a quienes morirán.
~Mire, seor, yo ya soy más soldado que enfermera. Además, las damas tucumanas han aportado muchas mujeres para los hospitales y usted necesita gente de armas. Yo soy gente de armas, soy patriota y no tengo miedo de morir. Además hay muchos soldados nuevos que no saben nada, seor. Humildemente le pido que me deje combatir. Soy fuerte y sana, seor.
~Ya lo vamos a discutir otro día, Remedios; usted es intratable y demasiado terca. Ya veremos.
Remedios tomó las palabras del General como un sí. Se venían los preparativos para partir hacia el norte, al Alto Perú, y había muchísimo que hacer. Estaba feliz por la desobediencia de Belgrano a los porteños, cosa que, en el campamento, sólo sabía ella y unos pocos allegados al General.
Esa desobediencia significaba que ella misma no estaba tan equivocada en su forma de ser. Si a los varones les molestaba que ella usara el uniforme, los desobedecería, mientras el General la apoyara. La desobediencia de una negra todavía solía castigarse con azotes pero estaba dispuesta a arriesgarse. Comenzó a usar el birrete de oficial con total desparpajo, todo el día, todos los días. Y se presentaba a la oficina del General de ese modo, tanteando sus reacciones. Belgrano nunca le dijo nada. Y no sólo eso. La mandó a la sastrería de campaña y le hizo hacer el uniforme completo, con chaqueta y charreteras doradas. Le hizo adaptar a su medida unas botas de infantería para que por fin, la negra se sacara esas hilachas de piel de potro que usaba de calzado.
El colmo de la felicidad le llegó cuando la llamaron a la oficina que ocupaba Belgrano en San Miguel y éste le entregó en mano, un viejo sable, mellado y sin filo, para que completara su uniforme. Remedios temblaba y se descompuso un poco cuando el general, además, le dio un papel para que ella también cobrara su sueldo, como cualquier soldado. Cuando terminó de llorar, se calzó el sable y se miró en un espejo que había en la oficina. Los espejos eran un raro lujo y ella nunca se había visto en uno. Hasta entonces, sólo había intuido su imagen en los espejos barrosos de los charcos de lluvia.

Me miré, me vi, me asombré. Me veo fea, me veo oscura, me veo negra. ¿Será que de tanto vivir entre blancos, esperaba una imagen blanca en el espejo? ¿Esperaba ser menos negra? Pero no; soy negra y bien negra, ¡la pucha que si soy negra! Ahora entiendo por qué se asombran al verme de uniforme. Me miran raro, me tienen miedo.
 Este espejo no sirve. Prefiero los espejos negros de mis charcos, prefiero los espejos del río y los tambores. Los espejos de los blancos están hechos para ellos; son una fantasía; eso son los espejos mentirosos de los blancos.

~Gracias, gracias General ~dijo Remedios y besó su mano, dejando en ella una lágrima que Belgrano atesoraría en su corazón, por el resto de su vida.
Remedios había ubicado el lugar de acampe de su esposo y sus hijos. Era el Regimiento de Los Pardos. Allí acampaban negros e indios, bien separados del resto. Separados en la ciudad, separados en el campo, separados en la guerra.
















VI

            ~¡María! ~le gritó su esposo al verla buscando entre las tiendas de campaña.
            ~¡María tu madre! ~le contestó Rosario. No le gustaba ese nombre. Era nombre de virgen y ella no era virgen, era negra.
            Pero el mulato siempre la llamaba así, cuando quería tocar los tamboriles para ella. Le gustaba hacerla enojar y ella le daba el gusto. Se amaron muchas veces en el monte tucumano, porque no sabían con certeza si volverían a encontrarse. Se aprovecharon el uno al otro casi todos los días; Remedios con miedo de quedar preñada, el negro con miedo de no volver a verla. Todos sabían que la campaña al norte sería una epopeya y que habría muchísima sangre.
            ~Ojalá que sea la de los realistas ~pensaba, deseaba, imploraba Remedios en voz alta ~y no la de mis hijos.
            Toda vez que podía, robaba algunos víveres y ropas para ellos. Remedios era madre, esposa y soldado. Nunca supo qué era más importante para ella, pero sí sabía que no podía dejar de ser la mujer que era, ni podía dejar de ser negra. Nunca pareció masculina, a pesar de su rudeza en el combate y de sus manos encallecidas por el trabajo y la espada. Toda vez que iba a las barracas de Los Pardos y hablaba con otras mujeres, terminaba preguntándose por qué no combatían al lado de sus hombres. O solas. No entendía que creyeran que la Patria y la guerra eran cosas de hombres y para hombres. A veces se sentía admirada y a veces rechazada por las otras negras. Se sentía como un bicho raro… y tal vez lo era.
            ~El general sólo te tolera a vos. Detesta a las mujeres y no permite que ninguna se le acerque, vaya a saber por qué. Las cosas de los militares son cosas de hombres, dice Belgrano. Dice que necesita a las mujeres para hacer crecer a la Patria, para criar más hijos, para atender a los hombres que van a la guerra y que, en el campo de batalla, le complicarían la vida. En cambio, vos sos…
            ~¿Qué soy? ~Interrumpió Remedios, un poco en guardia.
            ~Vos sos la Madre de la Patria, Remedios, eso sos.
~¿Qué estás diciendo, insensata?
~Lo que oíste, negra. La soldadesca te considera la Madre de la Patria, hasta los blancos lo dicen.
La negra estaba desorientada. Pensaba que semejantes títulos y honores, de existir, estarían reservados para mujeres de la ciudad, bien vestidas y esposas de grandes políticos o militares. Había muchas de ésas que habían colaborado con los patriotas, con trabajo y con dinero. Algunas, hasta habían seducido a los enemigos ingleses para hacerles bajar la guardia. Y también había mujeres como Juana Azurduy. Había escuchado de ella y de su valentía en combate. Se decía que Juana se uniría a las tropas de Belgrano con diez mil milicianos. Y Juana era blanca.
~¿Madre de la Patria yo? ~Se rió Remedios, convencida de que le estaban gastando una mala broma. Del tipo de bromas que no le gustaban.
En esos meses de preparativos, Remedios iba y venía de la oficina de Belgrano con la correspondencia. Así, supo que los de Buenos Aires estaban muy enojados por la desobediencia del General y que éste no terminaba de decidirse entre una tibia o franca insurrección. También se enteró por charlas entre oficiales, de que había otra guerra, una guerra fratricida, que se estaba gestando entre centralistas y federales. El General tampoco se decidía a quién apoyaría. La negra, atrevida como era, le preguntó.
~Mire Remedios, yo tengo cuerpo y alma puestos en combatir a los españoles y eso es lo que voy a hacer, lo que vamos a hacer. Cuando esta guerra termine, ya veremos. A Buenos Aires, hay que obedecerle. Aunque a veces me retobe, yo soy uno de los que eligieron al gobierno ¿me entiende, Remedios? No es fácil decidir y espero que no me toque hacerlo. La sangre que se está derramando aquí es sangre de las provincias, sangre federal. Y yo soy porteño, Remedios; no es fácil para mí decidir qué es lo mejor para la Patria.
Remedios lo quería al General, pero su propia lucha de toda la vida, por ser negra y por ser mujer, tampoco fue, ni sería nunca, una lucha fácil. Era una pelea que nunca ganaría y no por eso dudaba de sus actos o de sus convicciones. Le pareció que su General estaba flojeando un poco. Tal vez, era porque estaba un poco enfermo, pensó Remedios. Belgrano había contraído paludismo y le atacaban unas fiebres muy intensas que lo debilitaban, inclusive hasta en su carácter.
La negra, en su trajinar por los preparativos para partir al Alto Perú, no advirtió que a ella también le estaba pasando algo en el cuerpo, hasta que otra negra, cocinera del Regimiento de los Pardos, se puso a reír al verla vomitando detrás de las barracas.
~Estás preñada Madre ¿qué creías que era?
Remedios se puso a llorar como una niña. Desesperación, angustia, dolor, impotencia. ¿Qué haría ahora? Ya había notado que no le venían los sangrados del mes pero nunca se detuvo a pensarlo; ya van a venir, se decía, ya van a venir.
Ese mismo día se fue a ver la curandera del campamento de Los Pardos, doña Rosita, y le dijo que quería sacárselo, en secreto, que nadie supiera.
~No puedo tenerlo acá, doña Rosita. Estamos por partir a la batalla y no hay lugar en la guerra para un niño. Por favor…
~Venga, Madre, venga conmigo. No va a ser fácil, pero vamos a ver.
En la oscuridad de la tienda de campaña, con sólo una vela, la curandera le colocó, hasta el fondo, una maderita mojada atravesada en el cuello del útero y un emplaste hecho de ajos, perejil y otros yuyos. También le dio a beber una infusión que sabía amarga como la hiel. Le dijo que esperara una semana y que, si no pasaba nada, no habría más que hacer.
Al tercer día le vinieron fiebres, ardores y dolores. Apenas podía moverse cuando doña Rosita la fue a ver y la levantó de un tirón, la sacó fuera de la tienda y la obligó a caminar.
~Para que baje el sangrado, Madre. Tiene que caminar y va a salir…
Esa misma noche la negra dejó un coágulo en las letrinas, que no quiso ni mirar. Se higienizó lo mejor que pudo y se fue a su catre temblando de fiebre. Estuvo así, no supo cuántos días. Hasta el General fue a verla y le puso los mejores médicos de Tucumán. Hablaba y deliraba, inconsciente, casi muerta. Llamaba a su madre y hablaba en un dialecto africano mezclado con español. Diez días o más, le duró la fiebre y, cuando todos creían que moriría, amaneció bien, pálida, delgada pero sin fiebre. La alimentaron y cuidaron con esmero, como a una madre; como a la Madre que era. El General fue a visitarla varias veces y se alegró sinceramente cuando la vio recuperándose tan bien.
~Son las pestes de la selva, Remedios. Yo también las tengo, pero no se aflija, no hemos de morir por eso. Nos esperan los cuchillos realistas, no podemos morir enfermos; eso queda para los niños de la ciudad, Remedios, no para nosotros.
Y ese “nosotros” embriagó de felicidad a la negra. La ponía de igual a igual con el General, la incluía, la hacía parte y también la hacía única. Casi no sentía remordimientos por el embarazo interrumpido; la guerra no era buen lugar para parir un hijo. Además estaba llamada a parir a la Patria y, le pareció, eso estaba por sobre todo lo demás.
A partir de ese día la negra se recuperó casi milagrosamente; trabajaba sin parar y no volvió nunca más al monte, ni a los tamboriles de su esposo. Aunque sabía que había pecado gravemente contra Dios, también sabía que ese mismo Dios le debía un par de cosas…
Comenzaba abril cuando el General la llamó a su despacho.
~Ahí tiene algo para usted, Remedios ~le dijo señalando una silla en el rincón de la habitación.
Remedios fue a ver; se trataba de un nuevo uniforme, esta vez con las insignias de capitán.
~Partimos al Alto Perú la semana entrante, Remedios, y quiero que vaya como Capitana el Ejército del Norte. La necesito cerca y con voz de mando. A veces, más de un varón recula en la atropellada; pero usted, nunca. Además se lo merece más que nadie. Aunque la carrera militar no admite mujeres, la Patria sí las quiere, las necesita. Y sabe Dios que las mujeres siempre han sufrido más que los varones. Yo la nombro Capitana y a partir de hoy, será como mi sombra.
~Sé muy bien que en la paz y en la batalla, las mujeres soportan el dolor mucho mejor que los hombres ~comentaría luego Belgrano a uno de sus capitanes, justificando su decisión.
Remedios, por su parte, sabía que no figuraría en ninguna nómina del gobierno. La generosidad del General no tendría eco en Buenos Aires. Su sueldo de militar saldría de los fondos reunidos por los tucumanos y no del gobierno central. Duraría lo que durara la campaña y nada más. Pero lo importante era seguir en combate, era pelear. Así quizás, algún día, los porteños, que nunca habían visto de cerca la crueldad de esta guerra, reconocieran el valor de quienes se inmolaban por ese empecinamiento llamado Patria y dejaran de mirar con nostalgias hacia Europa.
Pero ella, por una cuestión de género y de raza, tenía una marca de nacimiento que parecía tanto o más grave que el pecado original. Remedios presentía que nunca tendría un bronce. Tampoco le importaba, pero transmitía su testarudez a quien quisiera escucharla… ya no podía borrarse de la mente la palabra Patria. Sonaba tan linda… y significaba tantas cosas, que desbordaba su corazón y su entendimiento.
Las silenciosas lágrimas que surcaban su rostro eran por agradecimiento a ese hombre que, más que militar, era un ciudadano honesto y valiente. Belgrano era demasiado sensible al dolor humano; las cosas de los militares, las mezquindades y las estrategias de la guerra, parecían estar fuera de su alcance.


















VII

El camino a Salta se hizo mucho más rápido que durante el éxodo porque esta vez eran todos soldados marchando a paso forzado.
Ya en la ciudad, Belgrano reunió a todos los criollos a quienes había perdonado la vida a cambio de lealtad en la Batalla de Salta y que, finalmente, lo habían traicionado. Eran más de veinte; los mandó a decapitar y clavó en sus cabezas un cartel que decía "por perjuros e ingratos". El General estaba perdiendo la paciencia con los traidores y los tibios. Si no se estaba con él, se estaba en su contra. En Salta y Jujuy sumó más tropas, alcanzando los tres mil quinientos efectivos y, con ese ejército, partió a Santa Cruz de la Sierra. Acamparon allí varios meses. Belgrano designó a Remedios como oficial de enlace entre él y Juana Azurduy, que andaba en las selvas cercanas a Cochabamba hostigando a los realistas con cinco mil milicianos guerrilleros, divididos en diez escuadras de a quinientos.
Remedios se encontró con Juana en medio del monte, ambas de uniforme, ambas con el orgullo pintado en sus rostros. Dos tremendas mujeres que bien hubieran podido ser enemigas: una blanca y la otra negra, las dos de a caballo, las dos con los filos prestos y la sangre hirviendo. Pero fueron camaradas desde el primer momento.
~El General Belgrano me manda decir que necesita que su esposo transporte la artillería hacia Vilcapugio.
El marido de Juana era Manuel Padilla, hombre que formó junto a Juana las guerrillas del Alto Perú, que asolaban a los españoles en todo momento y lugar. Comandaba, junto a su mujer, a más de diez mil hombres montados. Las fuerzas de Padilla eran esenciales para arrastrar los pesados cañones, la pólvora y las municiones por esas zonas montañosas.
~Venga, Madre. Vamos a descansar y mañana hablamos de la guerra.
Y hablaron, hablaron hasta muy entrada la noche, de cosas de mujeres guerreras, de mujeres madres, de mujeres negras, de mujeres indias, de mujeres pobres.
Juana había recibido una educación privilegiada. La negra, ninguna. Juana estaba casada con Manuel Padilla, militar y hacendado altoperuano. Remedios se juntó con un mulato más pobre y bruto que ella misma. Pero encontraron, cada una en la otra un espejo, una identidad y un objetivo común: la justicia, la Patria. Juana le dijo que mirarla a ella, era como verse en un espejo.
~Pero debo ser un espejo negro, Juana, un espejo negro.
~Ojalá mucha gente se mire en su espejo, Remedios.
 Le relató sus andanzas con el General y Juana le contó de sus correrías para defender y apoyar a Diego Cristóbal Túpac Amaru, primo y heredero de José Gabriel Condorcanqui ~el legendario Túpac Amaru II~ en su incansable lucha contra los realistas.
Al día siguiente, cuando la Capitana se aprestaba para regresar a su campamento con las buenas nuevas, Juana la detuvo un momento.
~Tome, Remedios, es para que le presuma a su negro y para que sea la envidia de sus barracas ~dijo, y le puso en la mano un frasquito mínimo de perfume francés envuelto en un finísimo pañuelo de seda.
Y se abrazaron, en un abrazo que no quedaría para la historia, porque esa historia la protagonizaron dos grandes mujeres y, quienes debieron haberla escrito, seguramente estaban muy ocupados mirando otros espejos.
Remedios volaba en su caballo hacia Santa Cruz de la Sierra para avisarle a su General, que Padilla y sus hombres habían accedido a transportar la artillería hasta Vilcapugio.
Remedios dio la buena noticia a Belgrano, sin haber descansado de su cabalgata de dos días. El general la mandó a recuperarse y le dijo que en quince días se ponían en marcha y que confiaba en ella para los preparativos completos. Le ordenó que hiciera valer su grado y que, a los retobados, los mandara a estaquear sin asco. También le encomendó organizar el hospital de campaña.
~Pero mi General, Juana me dijo que el traslado de la artillería sería un poco más lento. Quince días no serán suficientes para Padilla, son terrenos muy escarpados. No serán menos de veinte días…
~Ya lo sé, Capitana; usted limítese a cumplir mis órdenes. Ahora vaya a descansar.
Remedios era incapaz de estaquear a nadie porque, en realidad, no le hacía falta. Los mismos indios que se le retobaban a los blancos, a la negra le hacían caso. Y la obedecían porque ella los entendía. La guerra, tal como estaba planteada, era cosa de los blancos; los indios no entendían la disciplina militar ni la organización de los ejércitos. Ellos estaban acostumbrados a las guerrillas y a la libertad completa. Era muy difícil tratarlos. La forma en que libraban combate los blancos les parecía un absurdo disparate, aunque estaban plenamente acuerdo, en que había que deshacerse de los españoles. El problema con los indios, era hacerlos obedecer órdenes que no entendían. No entendían porqué los escuadrones en guerra avanzaban unos contra otros sin dispersarse y se mataban a cañonazos y fusilazos sin romper filas. Morían como bichos; y los indios no eran bichos.
Remedios los hablaba y los convencía, sin saber si hacía lo correcto. Pero lo hacía porque, sin los indios y sin los negros, los ejércitos criollos eran menos que nada. Y, como decía el General, “sólo la historia nos juzgará; mientras tanto, hay que ponerle el pecho a las balas y actuar con honradez”.
La negra se fue hasta el campamento a donde estaban su esposo y sus hijos. Como siempre, les llevó víveres y ropa nueva. Ellos ignoraban el trance que había pasado Remedios con su embarazo malogrado. La negra no les iba a contar nada; no valía la pena.
~Ya salimos para Vilcapugio, en unos días nomás. Quiero que estén fuertes y sanos porque el enemigo es grande y poderoso. Aunque el General está muy confiado, será una batalla muy difícil y hay muchos preparativos que terminar. Ya no podré traerles nada más.
El negro se salía de la vaina por tocar los tambores para ella, pero no pudo ser; Remedios ya se iba a cumplir con las tareas encomendadas. Además, no quería pasar de nuevo por el trance que la dejó al borde de la muerte.
El General Manuel Belgrano estaba impaciente. Había recibido informes sobre el enemigo y estaba convencido de que tenían poca movilidad y muy baja la moral. A pesar del origen dudoso de esos informes decidió atacar a Pezuela en Vilcapugio, sin esperar por el grueso de la artillería y por los hombres de Juana Azurduy o de Padilla. Tampoco contaba con la invalorable ayuda de Güemes ni de Dorrego que andaban guerreando en otros frentes.
La batalla que dieron los realistas fue mucho más feroz de lo que el General esperaba y terminó en un verdadero desastre para las tropas patriotas. Belgrano perdió allí más de la mitad de su ejército, las armas y municiones y la correspondencia secreta para sus mandos.
Remedios peleó con una ferocidad que ella misma desconocía. A medida que veía caer a sus soldados, más empeño y coraje ponía en la lucha. Había afilado el sable que le obsequiara el General para usarlo en la batalla, en lugar de guardarlo para lucir en las formaciones; con ese sable mató e hirió a cientos de realistas. También tomaba los fusiles de los caídos para disparar una y otra vez. Y hasta se daba maña para atender a los heridos en pleno fragor del combate. Era como si cargara sobre su espalda la responsabilidad de reemplazar a cada criollo que caía.
Todavía le hervía la sangre cuando el General ordenó el repliegue para salvar lo que quedaba de sus tropas. Pero ella no podía sentarse a lamer sus heridas como el resto de los soldados, sino que corrió al hospital de campaña, se quitó los correajes, y se concentró en curar y consolar a los heridos.
Su corazón dio un vuelco cuando descubrió que uno de los heridos más graves, era uno de sus hijos. Una bala de cañón había arrancado, literalmente, la mitad de su cuerpo; Remedios no pudo más que llorar por él cuando el cirujano le explicó que no había nada que hacer. Había allí un clérigo administrando los últimos sacramentos a los que morirían, pero al hijo de la negra no se los dieron porque, según el cura, ni siquiera se sabía si era cristiano. Remedios desenvainó el sable para degollarlo, pero alguien la sujetó firmemente, evitando que la negra se desgraciara matando a un religioso.
~Déjelo Capitana, no vale la pena… el cura no es malo, sólo es ignorante. Déjelo que se vaya. Si hay un Dios, con él estará su hijo.
Remedios estaba empapada con la sangre de su hijo, que era su propia sangre. Sólo pudo llorar de impotencia y tristeza ante los despojos de la guerra y las miserias humanas. Algunos curas, todavía debatían si los negros debían o no, considerarse hijos también de Dios.
Cuando su hijo menor dejó el último aliento, ella fue a la carrera hasta donde se encontraba el menguado Regimiento de Los Pardos. Buscó desesperada a su otro hijo y a su negro, pero ya no estaban. También habían caído bajo el fuego de los cañones realistas. Nunca supo qué fue de ellos, ni cómo murieron. Nadie recogía los cuerpos de los soldados negros que caían; no valían el esfuerzo.
~¡Carne de cañón! ~gritó Remedios. ~¡Por esto, a los negros nos llaman carne de cañón!
Remedios lloraba desesperada y sus lágrimas se mezclaban con pólvora, sangre y tierra. Le estaba entregando a ese suelo la vida de sus hijos y de su esposo, que pelearon sin siquiera un fusil. Los enviaron al frente armados sólo con lanzas, para formar una barrera de carne frente a los cañones enemigos.

¡Claro que no son personas, sólo son negros! Curas de mierda, que se pudran en el infierno; porque en esta guerra, como en todas las guerras que supieron conseguir, el infierno es un privilegio para ellos.

Con la rabia en las tripas, la negra vomitó sus penas sobre el campo de batalla todavía humeante.
En una tregua pactada, ambos bandos recogieron a sus muertos para darles sepultura. Pero no había modo de enterrar a más de mil cuerpos en ese suelo pedregoso, de modo que se hicieron gigantescas piras humanas y se los quemó, para luego cubrir los restos calcinados con piedras y arena.
Remedios nunca pudo encontrar a su esposo ni a su hijo mayor. Tan indescriptible era el horror de cuerpos mutilados, que nadie soportaba revolver entre los restos para identificar a nadie. La incompleta lista de bajas, se elaboraba en base a la ausencia de los vivos y no a la presencia de los muertos.
Ella misma tenía heridas menores en todo el cuerpo, que otra enfermera negra le curó. Mientras lo hacía, le contó a Remedios que había mucho desbande de tropas y muchos desertores y que el General había mandado partidas en su búsqueda.
A veces, la negra no lo entendía al General. Con tanto enemigo alrededor, él se preocupaba por cazar a su propia gente; gente que tenía miedo, gente que no quería morir. Pero ella también sabía que los suyos no estaban entre los desertores. Estaban muertos.
Ya no era madre ni esposa de nadie. Era ella, la negra, sola con su alma. Tal vez ahora sí podría comenzar a pensar en sí misma como la Madre de la Patria.
En los días siguientes al desastre de Vilcapugio, comenzaron los preparativos para una nueva batalla. Llegó Juana Azurduy con su gente para unirse al General, pero eran casi todos indios, armados sólo con lanzas.
Remedios se encontró con Juana en el campamento de los indios, y hablaron sobre lo acontecido. Juana consoló a la negra por sus pérdidas y pensó en sus propios hijos, que eran cuatro varones, todos en el ejército.
~Ninguna mujer pare sin dolor ~decía Juana ~pero para eso estamos preparadas. Para lo que nunca estaremos preparadas, es para enterrar a nuestros hijos. Ningún hombre lo sabrá jamás. Nunca sabrán lo que es parir, ni lo que es, para una mujer, perder a un hijo. Ellos son diferentes; sienten el dolor de otro modo. Las mujeres estamos llamadas a ver y sentir esas cosas de manera especial.
~Lo sé, Juana, lo sé. Ahora podré luchar sin miedo; todo lo que tenía para perder, ya lo perdí. Ahora no me imagino haciendo otra cosa más que luchar.
~A mí me pasa lo mismo, Capitana. Y eso haremos por siempre. Porque el fin de nuestras luchas no será cuando termine esta guerra. Nunca habrá un final para las luchas de las mujeres, hasta que nos reconozcan como personas diferentes, que pensamos diferente, y que actuamos y sentimos diferente a los hombres. Y en su caso, Remedios, el ser negra no la ayudará mucho.
Las dos mujeres estaban de acuerdo en que los derechos eran naturales, que había tomarlos; estaban ahí para todos: para las mujeres, para los niños, para los viejos y los jóvenes y también para los negros, los indios, mulatos, zambos y mestizos. Ejercer esos derechos, sería la lucha a la que estaban destinadas por ser diferentes, por no conformarse con ser un apéndice de los hombres. Circunstancialmente, la lucha del momento era ir la guerra junto a los varones, por el derecho a la autodeterminación de los pueblos, por el derecho a poseer y gobernar la tierra en que nacieron. Mañana, sería por sí mismas, por sus hijos, por su dignidad. Pero siempre estarían en lucha. Siempre sería así ~se lamentaba Remedios~ que tenía el alma deshecha y la vista perdida en la inmensidad del altiplano.















VIII

Los preparativos para la siguiente batalla comenzaron ni bien terminaron los oficios religiosos por los muertos de Vilcapugio. La moral de los patriotas era pésima y se rumoreaba que la derrota había sido por el apuro y por culpa de una muy mala estrategia del General. Las tropas no estaban  bien de ánimos porque Belgrano se había aislado y casi no andaba entre las filas de su ejército. Había delegado muchas de las cosas que antes hacía personalmente, en mandos intermedios que no tenían el carisma ni la disposición del General para liderar, ni para escuchar a los soldados. Por otro lado, la llegada de Juana Azurduy con su ejército irregular tan numeroso, aportaba algo de confianza, pero no la suficiente como para tranquilizar los ánimos.
Habían acampado en Macha, reclutando efectivos sin experiencia para volver a tener cerca de tres mil quinientos hombres, de los cuales sólo mil eran veteranos.
El realista Pezuela había capturado la correspondencia de Belgrano y por ella, sabía que los patriotas estaban por recibir refuerzos, de modo que rápidamente reorganizó sus fuerzas y se preparó para el ataque. Esta vez el encuentro sería en la meseta de Ayohuma.
Si hubo una batalla en la que Remedios se destacó, fue la del 14 de noviembre de 1813.
La Capitana Madre de La Patria, en su ya trajinado uniforme y con el sable afilado como navaja, encaró las filas realistas haciendo estragos. Mandobles, reveses, golpes y fusilazos, degollando y destripando. La negra era imparable y parecía tener un Dios aparte, hasta que sintió en su hombro la quemazón de un balazo realista. Y luego en un brazo y después en una pierna. Tres plomos y varios tajos de bayoneta metidos en el cuerpo pero la Capitana, por la memoria de sus hijos y la de su negro, siguió adelante dejando un tendal de españoles muertos. Cuando no pudo más, cayó, tendida de espaldas, exhausta, desangrándose lentamente, a los pies de los soldados de la artillería enemiga.

El cielo de Ayohuma se le antojaba más azul y más profundo que los océanos que nunca conoció. ¿Estarán en ese cielo sus hijos y su negro? ¿Será este cielo también para los negros? Ya no le importaba demasiado; lentamente se apagaban los estampidos de los cañones y se le oscurecían los fogonazos de los fusiles. No sentía dolor ni pena. Si así es la muerte, bienvenida sea; es como apagarse, es como dormirse en brazos de su madre que le cantaba canciones de cuna africanas, suaves, dulces.

La despertó su propio grito de dolor. Remedios estaba atada con tientos a una estaca, tirada entre dos tiendas de campaña en el campamento realista. Empapada en sangre seca y cubierta de polvo, había intentado moverse, pero el dolor era insoportable. No sabía cuánto tiempo había estado así, pero tenía sed, una sed espantosa. Era de noche y hacía muchísimo frío; lentamente tanteó sus ataduras y vio que no le sería posible soltarse mientras las heridas le dolieran tanto. Pudo ver las siluetas de sus captores, dibujadas por la tenue y amarillenta luz de los candiles, que trajinaban en el hospital de campaña; desde allí le llegaban los lamentos de los cientos de heridos españoles que dejó la batalla.
De entre las sombras surgió un bulto más negro que la noche.
~Acá tiene agua, negra, beba rápido todo lo que pueda ~le dijo un negro esclavo de los españoles. ~Si me atrapan, me azotan. Cúbrase con esto para no morir de frío y trate de no hacer ruido. No llame la atención.
El esclavo la hizo sentar y apoyarse contra el palo al que estaba atada y la cubrió con una manta de vicuña, remendada, pero providencialmente abrigada. Remedios bebió toda el agua que pudo y miró al negro a los ojos.
~Gracias, gracias ~le dijo en un murmullo. ~Vayasé, que no lo agarren.
Y el negro se fue como una sombra más entre las sombras. Por la claridad en el horizonte, debía estar por amanecer. La Capitana se estremeció de frío y de dolor esperando la tibieza del sol. Tal vez, si no hiciera tanto frío, podría sobrevivir. Sus heridas ya no sangraban y no tenía fiebre. Ella, como enfermera, sabía que eso era muy importante, en realidad era lo más importante.
El sol apareció ese día como un milagro diseñado para ella, fuerte, tibio. Ese calor le hacía latir las heridas pero le aliviaba los dolores y la despertaba del sueño agonizante. Nadie reparó en la negra. Pasaban soldados y esclavos a su lado, ignorándola por completo. Cerca del mediodía, cuando todos estaban comiendo, apareció nuevamente el negro que la había abrigado en la noche. Le traía un cuenco con restos de comida y más agua, pero esta vez no lo hacía a escondidas; lo habían mandado a alimentar a los prisioneros. El negro se mostraba muy respetuoso del grado de Capitana que todavía era visible en el uniforme de Remedios. Tal ver por eso, ella no estaba junto a los demás. A los oficiales se los reservaba para interrogatorios, fusilamiento u otros castigos. Eventualmente se los canjeaba por prisioneros del otro bando, pero remedios no se hacía ilusiones. Ella era negra y mujer. Su destino no sería el de los demás.
Entre tanto, el Ejército del Norte, diezmado, emprendió la retirada hacia Jujuy, dejando todo el Alto Perú (actual Bolivia) en manos realistas. Sólo quedaban para pelear las guerrillas de Juana Azurduy, Warnes y Padilla, grupos que asolaban a los españoles día y noche, impidiéndoles avanzar. El general Manuel Belgrano estaba ya muy enfermo y había perdido toda voluntad de lucha. Esperó al general San Martín en la Posta de Yatasto, en Salta, y el treinta de enero de 1814, le entregó el mando y partió a Buenos Aires.
Los ejércitos enemigos, en esta ocasión, no hicieron intercambio de prisioneros porque Belgrano, en retirada, no había tomado ninguno. No había nada que canjear. En consecuencia, los realistas comenzaron a liberar gradualmente a aquellos que no representaban peligro alguno, haciéndoles jurar que no volverían a tomar las armas contra España. A los retobados se los fusiló o decapitó, especialmente a los indios de la región, cuyas cabezas fueron colocadas en picas, cerca de las poblaciones a modo de advertencia para el resto, para que no se les ocurriera unirse a los patriotas.
A Remedios, luego de tres días a la intemperie, la trasladaron a las barracas de Condo~Condo, destinadas a prisioneros y desertores. Apenas podía caminar arrastrando la pierna herida, pero la obligaron a hacer más de treinta kilómetros en esas condiciones. Literalmente, la tiraron en el precario rancho, oscuro y lleno de inmundicia humana. Allí había no menos de treinta prisioneros que esperaban su destino, algunos heridos como ella y que no recibían atención de ningún tipo. El rancho estaba semienterrado en el suelo y, por detrás y los costados, estaba empotrado en una loma. Era un agujero inmundo del cual era imposible escapar.
Cuando se le acostumbró la vista, comenzó a distinguir bultos humanos, hacinados y hediondos. Todos estaban famélicos de hambre y sed. Remedios se arrastró cautamente, entre orinas y excrementos, hacia una de las paredes en donde, a empujones, se hizo un lugar para apoyar la espalda. Estaba casi desvanecida y actuaba por puro instinto. Estuvo inmóvil y semiconsciente muchas horas, tal vez días enteros. Había un prisionero que le acercaba unos mendrugos pastosos a la boca, cada vez que los guardias realistas les tiraban algo para comer. También le daba, con frecuencia, pequeños sorbos de agua salobre que le provocaban arcadas.
La Capitana nunca supo cuánto tiempo estuvo enferma. Sólo sabía que no era su hora de morir porque comenzó a recuperarse y a moverse, poco a poco, hasta que tuvo fuerzas para llegar hasta el rincón reservado para defecar.
Con la ayuda de quien la alimentara diariamente, comenzó a caminar unos pasos todos los días y cada vez más. La primera vez que abrieron la puerta y entró algo de luz, pudo ver el rostro de quien la ayudaba; era un indio de las huestes de Juana, más precisamente su lugarteniente. Ya se conocían de antes. Esa vez, la puerta se abrió para sacar a cinco hombres, todos indios, que serían decapitados en el acto. La claridad le alcanzó a la negra para ver y ser vista por el resto de los cautivos.
Todos la reconocieron y pusieron en ella sus esperanzas; era la única oficial y, por ley militar, estaba al mando.












IX

La Capitana tenía dos secretos guardados entre sus andrajosas ropas; un gran cuchillo que le había dado el negro cuando ella estaba atada a la estaca y el pequeño frasquito de perfume que le regalara Juana Azurduy. Su nuevo aliado indio, cuyo nombre era Capai y de apellido cristiano Ochoa, era el único que sabía esos secretos. Le sugirió a la Capitana que los escondiera bien, que los enterrara, porque la sacarían para interrogarla y azotarla; en caso de encontrarle esas cosas, la decapitarían en el acto. Ella le hizo caso y, cuando todos dormían, hizo un agujero en el piso de tierra y allí colocó su pobre tesoro.
El indio la puso al tanto de la fecha; hacían ya veinte días que estaba allí. A medida que se llevaban prisioneros para ajusticiarlos o liberarlos, se había hecho más espacio para los que quedaban; las sobras de comida podrida que les arrojaban, les alcanzaba un poco más, apenas para no desfallecer de hambre. Hasta podían estirarse para dormir. A la negra la invadían extraños sentimientos de culpa por eso; ellos estaban mejor y más cómodos porque otros morían.
El lugar era muy caluroso durante el día y espantosamente frío por la noche, aunque el tipo de rancho, hecho con adobes mantenía el calor durante horas, avanzada la noche era ya imposible dormir. Los que quedaban se amontonaban para darse calor y, aunque el olor de los cuerpos sucios era indescriptible, lograban así sobrevivir un día más, cada día.
La negra escuchaba y espiaba por las rendijas las actividades de los españoles. Veía pasar las partidas de exploradores y cazadores que mantenían abastecido al ejército con carne de llama y de guanaco. También hacían batidas a los poblados indígenas para saquearles granos, hortalizas, frutas y otros alimentos. Eventualmente veía pasar tropas apuradas y movimientos de artillería. Esos movimientos eran una clara señal de que los patriotas aún daban pelea, en algún lugar de esas inmensidades incomprensibles para los españoles.
Una mañana, cuando hacían ya cuatro semanas de su cautiverio, vinieron por ella.
La sacaron a la luz del día, le ataron las muñecas con tientos y la arrastraron hasta un palo donde la amarraron con los brazos bien estirados hacia arriba, de modo que quedó casi en puntas de pie, de cara al poste. El negro que la había ayudado al principio se acercó a ella.
~Disculpe usté, Capitana, tengo que sacarle casi toda la ropa; la van a azotar de lo lindo ~le dijo en un susurro. ~Durante nueve días, la van a azotar.
~Cumpla con su orden, negro, que usté ya hizo mucho por mí.
Y el negro, avergonzado y sin mirarla a los ojos, le quitó la parte superior de su ropa, dejándola desnuda, con su espalda azabache brillando al sol del mediodía.
El encargado de los azotes era un jovencito español que no tendría más de veinte años. Blandía un látigo de cinco puntas, cada una con una bala de fusil en el extremo. Comenzó el suplicio con el primer latigazo que cortó sus carnes con facilidad. El segundo, un poco más abajo, y el tercero y el que siguió… fueron nueve en total. Remedios estaba inconsciente por el dolor. Nadie le había preguntado nada, no querían que confesara nada. Le echaron un cubo de agua helada sobre las heridas, y luego sal. Esta práctica, la sal, se aplicaba para aumentar el dolor y, a la vez, evitar las infecciones para que el castigo pudiera aplicarse completo. Los españoles necesitaban que ella durara viva durante los nueve días del suplicio. Lo hacían así desde hacía siglos, especialmente entre los navegantes. Así castigaban a los amotinados y a los ladrones en los barcos.
Cuando recobró el conocimiento, Remedios estaba colgando de sus ataduras que se habían incrustado en su carne. Apenas podía sostenerse sobre sus pies. El negro la sujetó mientras otro soldado la desataba. La cubrió parcialmente y la llevó lentamente de vuelta a la barraca de prisioneros. La introdujo con delicadeza para que el indio, desde adentro, pudiera recibirla. Debió sostenerla de pie para que Remedios no se tendiera sobre la inmundicia del piso, mientras otros cautivos se quitaban camisas y abrigos para hacerle un lecho decente. Remedios se tendió boca abajo, con el torso desnudo porque no toleraría un solo trapo que la rozara. El indio evitó que otro preso le aplicara agua en las heridas porque empeoraría la quemazón de la sal.
El fresco de la noche, por fin le trajo algo de alivio a la negra, que logró comer algunos bocados y beber un poco de agua.
~Después de unos días ya no será tan terrible, Capitana ~le mintió Capai.
~Decime la verdad, indio, ¿grité?
~Ni un poquito ~volvió a mentirle.
Y remedios se durmió sintiendo la mano de Capai en su cabello, consolándola como a un pájaro herido.
El día siguiente, poco antes de que la sacaran nuevamente, Remedios le dijo al indio que hiciera buen uso de los secretos escondidos, por si ella moría.
~Podés usar el cuchillo para matar y el perfume para sobornar. Prometeme que si yo no vuelvo, los vas a usar.
~Va a volver Capitana. Usted es muy fuerte; pero igual se lo prometo.
Y se la llevaron de vuelta. Esta vez la azotaron de frente, en el vientre, en el pubis y en los pechos. Le cortaron en limpio un pezón con el último latigazo; y otra vez el agua y la sal. Remedios se dijo que no le importaba, no pensaba volver a amamantar. Y el indio tenía razón… le dolía menos que la primera vez.
~Lo peor viene mañana, Madre; cuando le azoten las heridas de la espalda. Y pasado mañana de nuevo en el pecho. Después sí, lo sentirá cada vez menos.
Y el indio tomó la mano de Remedios y la guió hasta su propio pecho, en donde la negra sintió, una a una, las cicatrices inconfundibles de igual castigo. Sintió una sensación absurdamente sensual durante ese efímero contacto con la piel de Capai y retiró bruscamente su mano. El ardor quemante de sus pechos le recordó que debía estar muerta y no sintiendo cosas raras.
Debió dormir sentada, sin apoyarse en nada. El indio se puso a su lado ofreciéndole su hombro para que no cayera a la mugre del piso cuando el sueño, por fin, la venciera. Remedios era una masa de tajos, inflamaciones y sangre, que Capai prefería no ver. Por primera vez, el indio agradeció la oscuridad de su prisión.
El siguiente mediodía Remedios advirtió que su verdugo era otro. Era el mismo negro que la ayudó una y otra vez. Los españoles se regocijaban viendo a un negro flagelando a alguien de su misma piel. Esta vez, la tortura era para dos y la negra prefirió no cerrar sus ojos y mirar al cielo. Nueve días. Cada día, nueve azotes.

¿Cuánta maldad cabe en un corazón? ¿Qué hizo a estos hombres más bestias que las bestias? ¡Qué cielo hermoso se están perdiendo! ¡Bestias! Prefieren el carmesí de la sangre y de la carne brutalmente expuesta, al azul profundo de este cielo inmenso y glorioso. ¡Bestias!

Remedios advirtió que el negro había sido cuidadoso y que no la había lastimado demasiado. El indio volvió a cuidarla una y otra vez hasta que el castigo hubo terminado. Pasaron dos semanas hasta que sus heridas cedieron paso al alivio. El indio le limpiaba prolijamente con agua, aquellas partes que se infectaban. La Capitana, agradecida con Capai y con el negro esclavo, rogaba que si había un Dios, ese Dios supiera distinguir claramente a los justos entre los pecadores.
De los doscientos prisioneros que los realistas tomaron en enero en Ayohuma, en febrero quedaban sólo diez. Más de ciento veinte habían sido liberados, sesenta habían sido decapitados y diez más, fusilados.
El fusilamiento se reservaba para los prisioneros con grado militar. Ese sería el destino de ella y de los otros nueve que quedaban. Por alguna razón ~seguramente sería el acoso constante de las guerrillas de Juana~ los realistas se demoraban en llevar a cabo la sentencia. Esta demora le permitió a Remedios una recuperación notable de sus heridas, tanto las del combate como las de los azotes, y también le dio tiempo para pensar en cómo salir de allí.
Tres de los hombres restantes, murieron de fiebres desconocidas y sus cadáveres fueron retirados cinco días después, cuando el hedor de los cuerpos ya hacía irrespirable el aire del campamento. La seguridad de que serían fusilados, sumada a las condiciones infrahumanas de su cautiverio, decidieron a Remedios a intentar la fuga. Los riesgos eran inmensos y las posibilidades, casi nulas. Pero la alternativa era segura: todos morirían ejecutados. Lo hablaron entre los siete sobrevivientes y dos de ellos, decidieron enfrentar al pelotón porque estaban en muy malas condiciones físicas para intentar un escape. Pero al menos, colaborarían para que la ausencia de los otros cinco, no fuera notada hasta mucho después.
Lo primero a decidir era hacia adónde irían, si lograban salir de ese pozo inmundo. Todos estuvieron de acuerdo en que Capai lo decidiera. Era el más baqueano en esas tierras; el indio decidió que bajarían hacia el este, hacia la selva. Remedios se encargaría de lograr que dejaran la abertura por donde tiraban los alimentos, sin la pesada tranca de madera que colocaban siempre. Los dos que se quedaban, harían las veces de escalera humana para que el resto pudieran alcanzar la abertura, que quedaba como a dos metros de altura.
Ese mismo día, Remedios se subió sobre los hombros de Capai y esperó que vinieran a arrojarles la comida. Cuando la tapa se abrió, finalmente, pudieron ver que el encargado de la tarea, ese día era el negro esclavo. Remedios lo llamó y la cara del esclavo se iluminó en una sonrisa al ver que ella estaba bien. Estuvieron cuchicheando largo rato, ella le dio el pañuelo que contenía el perfume francés y el trato quedó cerrado. Esa misma noche lo intentarían, aprovechando que buena parte de la guardia se encontraba haciendo requisas en los poblados indígenas al oeste.
Por la noche, luego de la última ronda de guardia, el negro les llevó el agua para el día siguiente y dejó la tranca mal puesta para que, con el cuchillo de Remedios, pudieran terminar de quitarla desde adentro.













X

Nada sucedió como lo planearon. Muy entrada la noche la tapa se abrió y en la abertura apareció la cara sonriente del esclavo dibujada contra la luz de la luna.
~Vamos, vamos, suban de una vez ~los apuró. ~Están todos dormidos; los emborraché hace largo rato con aguardiente que robé a los oficiales.
En minutos estaban todos afuera y, guiados por el negro, se deslizaron como sombras entre las tiendas de campaña hacia el este, hacia la selva. Cuando traspusieron los límites del campamento el negro se detuvo, los reunió y comenzó a repartir ponchos y bolsas con comida y agua para cada uno, que había escondido prolijamente entre unos matorrales.
~Yo me voy con ustedes ~dijo. Y tomó la delantera, dejando al resto boquiabiertos.
Y caminaron toda la noche, dando tumbos y rodando por las ásperas laderas de los cerros. El amanecer los encontró a poca distancia de la selva, agotados y doloridos. Pero la visión de esa segura pared verde e inmensa de arboles gigantescos, los estimuló a seguir, vadeando arroyos en donde saciaron su sed y repostaron agua de reserva. El negro cedió la guía del grupo al indio, que a partir de allí era el más conocedor de los secretos del monte. Cerca del mediodía ya estaban varios kilómetros metidos en la selva y se detuvieron a descansar y a comer algo de lo que el negro, previsor, había robado del campamento realista.
Todos se quedaron profundamente dormidos en la seguridad de la espesura, sabiendo que nadie se tomaría la fatiga de perseguirlos. Para los españoles eran seis andrajosos prófugos que, seguramente, morirían en la selva.
En ese terreno más bajo, las noches no eran frías y con los ponchos les alcanzaba para abrigarse, aunque el grupo conservó por un tiempo, la costumbre de amontonarse como en la prisión. A medida que descendían hacia los valles comenzó a escasearles la comida y debieron cazar cada día su sustento. También comían raíces, insectos y pequeños reptiles. El más joven de los seis, un indio muy callado que apenas balbuceaba algo en español cometió el error de comer un tubérculo de mandioca de la variedad venenosa y sucumbió en dos días. Tuvo horribles espasmos y murió retorciéndose de dolor. Fue una lección para todos y desde ese día no comieron nada que se le pareciera.
Remedios se fortalecía con el correr de los días y ya podía seguirle el paso al resto. Pudieron bañarse y lavar sus andrajos en varios arroyos y quitarse así el olor a mugre y muerte que traían de la prisión. El indio decidió cambiar el rumbo al décimo día de marcha, redirigiendo a los prófugos hacia el sureste. Les dijo a los otros que no quería meterse en territorio de los portugueses, porque eran todavía peores que los españoles, por lo menos en el trato con negros e indios. El ritmo de marcha era ahora más tranquilo, para no forzar los límites inútilmente. Cuando llevaban más de treinta días de caminar en la selva, desembocaron en un claro surcado por un arroyo pequeño. Era lo más parecido al paraíso que verían jamás.
Decidieron acampar de modo semipermanente allí, puesto que había buena pesca, buena caza y frutas silvestres de todo tipo. Antes de decidirlo, el indio hizo una extensa exploración de los alrededores para asegurarse de que no hubieran peligros cercanos. Tardó cuatro días en volver, con la novedad de que, a dos días de marcha hacia el sur, había una aldea de nativos. No eran hostiles, hablaban un idioma extraño y se llamaban a sí mismos Wichís. Vivían a orillas de un gran río, de manera sedentaria. Capai pudo hacerse entender con ellos porque en Salta, de donde él venía, se hablaban algunos dialectos wichís similares. Estos nativos cultivaban algunas cosas como maíz y mandioca de la buena, cazaban y pescaban.
Cuando Capai explicó al resto lo de su encuentro con los nativos, llegaron a la conclusión de que estaban entre Formosa, Brasil y Paraguay, bastante lejos del límite con Salta. Apartados del peligro, decidieron armar allí un campamento provisorio, que luego se convertiría en permanente para dos indios del grupo y el negro desertor.
Remedios se afincó en una choza que armó ella misma, con un poco de ayuda de Capai. En principio no era más que una enramada pero de a poco la negra le fue embarrando las paredes, convirtiéndola en un rancho verdadero. Las lluvias eran torrenciales en esa época del año y en poco tiempo lograron cultivar su propio maíz y sus mandiocas, obtenidas de la amabilidad de los Wichís, con quienes comerciaban, precariamente, algunas pieles y pescados.
La tentación para Remedios, era quedarse a terminar sus días en ese lugar, lejos de los españoles, de los patriotas y de la guerra. Ella calculaba que tenía más o menos cuarenta años y pensaba que no le quedaban muchos más. Pero también pensaba en el General y en sus luchas. Pensaba en sus hijos muertos y en su negro. Pensaba en lo que había sufrido y sentía culpa por haber embarcado a su familia en una lucha que sólo ella sentía como propia. Tenía un lío en la cabeza que no podía resolver por el momento y decidió quedarse un tiempo más en el paraíso.
Pasaba muchas horas hablando con Capai y con Tobías, el negro esclavo. Le explicaron que, en todo el territorio de la Patria, se había declarado y puesto en vigencia la ley de “vientres libres” para todos los negros y que, en consecuencia, los hijos de esclavos ya no serían tales. Serían libres, tanto como cualquier criollo. Tobías provenía de varias generaciones de esclavos y no les creía. Nunca les creyó.
La negra, trabajosamente, ahuecó unos troncos y fabricó con ellos unos tamboriles como los de su esposo. Pasaba muchas horas recordando ritmos africanos y pronto la selva se llenó de sonidos que la hacían feliz. Pero nada era perfecto. La convivencia con cuatro hombres que no tenían mujeres desde hacía mucho tiempo, le traería problemas, tarde o temprano.
El que cedió a la tentación, fue el negro Tobías. Se le apareció en su rancho, de noche y con una mirada que delataba claramente sus intenciones. Remedios, que dormía con el cuchillo a mano, se levantó alerta y lo enfrentó. Tobías tenía en los ojos una lujuria incontrolable y a la vez, una vergüenza y un temor casi reverencial.
~No se acerque, negro. Lo voy a ensartar y acá se terminan sus penas. Nadie me toca, nadie.
~Capitana, Capitana, perdone a este negro; yo no tengo mujer desde hace mucho tiempo y pensé que…
~¡Que nada! ~le susurró la negra haciendo retroceder a Tobías. ~La Capitana no se toca ¿me entiende? Váyase y déjeme en paz. Busque mujer en otro lado.
Y Tobías se fue. Nunca volvió a mirar a la capitana a los ojos, de pura culpa que sentía.
Algo parecido les pasaba a todos los varones del grupo y decidieron ir a la aldea Wichí para hacer algunos trueques pero, más que todo, para tantear a sus mujeres. Remedios les advirtió que no se metieran en problemas y que fueran sin armas.
Volvieron con un trato hecho. Debían conseguir pieles de jaguar y de carpinchos y una cantidad importante de plumas de avestruz; a cambio se llevarían a tres mujeres, todas con los dientes sanos, jóvenes, de entre trece y quince años. Capai no cerró trato porque pensaba irse de allí a mediano plazo y una mujer le complicaría la vida. Además, era un hombre de más de cincuenta años y no tenía las urgencias del resto.
Desde ese día, el negro Tobías y los dos indios jóvenes se la pasaban metidos en la selva y en los pantanos en busca de pieles. Nunca hubo tanta comida en el campamento y Remedios tuvo que aprender a charquear la carne para no desperdiciar la caza y guardar para épocas de escasez. Conseguían sal de un socavón que había a medio camino de la aldea Wichí. No les faltaba nada. Pero a Remedios le faltaba la Patria y a Capai le faltaba Juana. Ellos no sabían vivir sin luchar por ideales que consideraban superiores.
En dos meses, los casamenteros habían juntado la dote y habían construido cada uno su rancho. El campamento empezaba a parecerse a un poblado y la Capitana, con Capai, comenzaban a hablar sobre un posible viaje de regreso. Remedios quería ir a Tucumán para ver si se reintegraba a las tropas del General y Capai a Salta, para reencontrarse con las guerrillas de Juana y Padilla.
Pronto llegaron las mujeres, e igual de pronto, quedaron embarazadas. El trato con los Wichís era que hubiera un intercambio fluido de caza y trueque, hasta que ambos asentamientos, fuesen sólo uno. Eso decidió la partida de Remedios y de Capai, que no querían estar en medio de proyectos que no sentían como propios. Ambos habían tenido familia y la habían perdido en la guerra. En el caso de Capai, su familia había sido diezmada por partidas españolas y vivía sólo para vengarse. No tenían nada que hacer entre medio de gente joven que sólo deseaba una vida en paz. Ellos eran gente de la guerra y ya no sabían vivir de otro modo. Especialmente ahora, que las heridas de Remedios habían curado, comenzaba a sentir la urgencia de volver a la lucha.
Decidieron emprender el viaje juntos hasta Tucumán y de allí, el indio se iría a Salta. Debían conseguir caballos porque las distancias eran enormes; decidieron hablar con los wichís para averiguar cómo podían conseguirlos. Los indios les explicaron que había una plantación de caña a cinco días de marcha hacia el sur; allí había caballos que pertenecían al patrón de la hacienda, un español que había esclavizado a muchos indios de la zona para que le trabajaran los campos. Tenía muchos hombres armados y era muy violento.
Al cabo de una semana estaban listos para partir. Se despidieron de sus compañeros de andanzas y, bien surtidos de charque y agua, emprendieron un viaje inverosímil hacia el sur, para intentar robar un par de caballos.
Seis días después, acechaban a los habitantes de la hacienda, estudiando la disposición de los corrales y de los establos. Esa misma noche Capai se deslizó como sólo un indio podía hacerlo, entró en los establos para robar riendas y bocados y luego a los corrales. Eligió dos buenos caballos y salió, sin que ladrara un solo perro. Se alejaron caminando y se internaron en el monte más de una legua antes de montar. El amanecer los encontró a gran distancia de la hacienda y decidieron no parar durante el resto del día porque los hacendados españoles no permitirían que se les robara impunemente y seguramente, enviarían rastreadores tras ellos.
El rumbo que eligieron fue el suroeste. El paisaje había cambiado y la vegetación era más espinosa y rala; Capai se ocupó, durante un largo trayecto, de ocultar sus huellas y así despistar a los perseguidores, por si los había. Montaban en pelo y sólo habían colocado un poncho sobre el lomo de los caballos. Remedios, muy pronto sentiría las consecuencias del sudor del caballo en su entrepierna y tuvo que improvisar una especie de chiripá para evitarlo. No sabían en dónde estaban, así que comenzaron a buscar algún poblado o hacienda para averiguarlo. Pronto divisaron un caserío con una iglesia y luego de observar cuidadosamente los movimientos de la gente, decidieron llegar. No habían ni soldados patriotas ni españoles, eran todos criollos y también había algunos negros. Ni bien entraron en el villorio la Capitana arregló como pudo su andrajoso uniforme y detuvo a la primera negra que encontró.
Fue inmediatamente reconocida cuando se presentó y preguntó qué pueblo era ése.
~Se llama Urutaú, Capitana. Estoy feliz de conocerla, se decía que usted había muerto…
~Pues acá me ve, negra, vivita y coleando. ¿Urutaú me dijo? ¿Y a cuánto de Tucumán?
~Como a veinte días a caballo, Capitana. Acá es Santiago del Estero.
Remedios suspiró de alivio. El tirón era largo, pero estaba ya en territorio amigo.
~¿Y cómo es la situación acá para los negros? ~preguntó.
~Nada mal, Capitana. Tenemos un buen cura y los negros del pueblo estamos libertos. Acá no hay esclavos.
~Me alegro, negra. ¿Podremos descansar en su casa?
~Yo vivo en la casita de la iglesia. Si el cura quiere, no habrá problema; lugar, sobra.
~Gracias, negra, gracias. Necesitamos dormir y comer, para poder continuar hasta Tucumán.
Esperaron en la puerta de la iglesia mientras la negra hablaba con el cura. Al cabo de unos minutos el cura salió casi corriendo a recibirlos. Era un hombre mayor, algo obeso, de modales muy campechanos, pero que parecía ser muy bondadoso.
~¿Capitana Remedios? ¿Cómo es posible? Se decía que había muerto a balazos en Ayohuma.
~Casi, padre, casi. ~Dijo remedios mostrando apenas la cicatriz de bala en su hombro. El cura también alcanzó a ver parte de una cicatriz de látigo.
~Estuvimos prisioneros de los realistas pero logramos escaparnos. ~hizo un gesto señalando a Capai.
~Hace ya un tiempo que andamos errando por la selva y quiero volver a Tucumán para encontrarme con mi gente y con el General.
~Se queda todo el tiempo que necesite, Remedios, y el indio también. Tomasa los va a acomodar para que se sientan a gusto; aunque debo decirle que Belgrano, según me contaron, ya no está en Tucumán.
Si eso era cierto, el futuro de la Capitana era dudoso, pero la alegría de estar entre gente amiga y ser reconocida, postergó sus pensamientos acerca del General.
Remedios pensaba en que realmente era reconocida. Realmente era apreciada. Realmente era Capitana y, por alguna razón, su incomprensible fama estaba recorriendo la Patria. Tenía una sensación de orgullo por eso, pero también un vago temor, porque los blancos reaccionaban mal ante los negros que se destacaban en algo y ser famosa, no haría más que profundizar el rechazo. Además, la mezcla de militar, negra y mujer, más que un mérito, podía ser una sentencia al olvido, hacia ella y hacia quien le confirió el grado militar. Pero Remedios estaba más allá de lo que opinaran otros; había pagado ya la cuota más alta por atreverse a ser diferente.
Tomasa los instaló en habitaciones con camas limpias y amplias, que la iglesia tenía disponibles para clérigos viajeros. Remedios no dormía en una cama de verdad desde hacía años, desde que abandonara su tapera en Buenos Aires. Capai, en cambio, nunca había tenido una cama.
Tomasa les preparó comida en abundancia que compartieron en la amable mesa del cura, al que le relataron buena parte de sus desventuras durante la cena. El clérigo le mencionó a Remedios que le habían llegado noticias de que Belgrano, muy enfermo, había entregado el mando de los Ejércitos del Norte a un tal coronel José de San Martín, y que el General había vuelto a Buenos Aires a cumplir funciones políticas y diplomáticas.
Remedios no daba crédito a lo que escuchaba. Su corazón siempre estuvo con Belgrano. ¿Qué haría ahora, si lo que relataba el cura era cierto? La Capitana estaba muy cansada para pensar con claridad y, ni bien terminaron de comer, se retiró a su habitación y se durmió con tal profundidad, que sólo pudieron despertarla a la tarde del día siguiente. Remedios advirtió que la casita del cura estaba embanderada con la azul y blanca del General.
Tomasa le prestó ropas limpias y Remedios, por primera vez en años, se vestía con faldas y con el típico pañuelo que cubría el cabello de todas las mujeres negras. Tomasa se dedicó, secretamente, a coserle un nuevo uniforme a la Capitana, tomando como modelo los andrajos de las ropas que Remedios traía puestas. Quería que regresara a Tucumán con la pulcritud que correspondía a la Madre de la Patria.
Una mañana, Tomasa pudo ver el cuerpo semidesnudo de Remedios y quedó paralizada por el horror. Se veían las cicatrices de los latigazos que formaban una cuadrícula obscena desde el cuello hasta el pubis y desde el frente a la espalda. Tomasa vio su pecho sin pezón, y los huecos violáceos que dejaron los tres balazos realistas. Y lloró como una niña contemplando un cuadro horroroso. Lloró por Remedios y sintió culpa por no ser ella también una mártir de las luchas patriotas. Entendió que las penurias de ella, por ser negra, no eran nada en comparación con los sufrimientos de la Capitana. Tomasa no podía entender qué cosa movilizaba a Remedios. Qué cosa tan poderosa podía hacer que una mujer perdiera sus hijos, su esposo, la libertad y, casi, la vida misma y, aún así, querer seguir luchando por algo que tanto la lastimó.
Remedios, mientras ayudaba a Tomasa en los trajines cotidianos, le hablaba sobre la Patria y sobre el derecho y la obligación de todos, incluidos los negros, de luchar de un modo o de otro para que dejaran de ser una colonia española.
~Los realistas no podrán comprender nunca, que haya gente que prefiera ser pobre, pero libre; además de no comprender las inmensidades americanas, Tomasa. Yo he andado por buena parte de esta tierra, he visto planicies de la Patria en donde cabría toda España. No hay modo de que los realistas sostengan el dominio en América, salvo la indiferencia o la traición de los propios americanos.
~Pero, Madre, nosotras somos negras y somos mujeres. La guerra es cosa de hombres…
~La guerra es cosa de americanos, Tomasa. Usted y yo hemos nacido en esta tierra y tenemos el derecho de gobernarla, de criarla, así como criamos a nuestros hijos. Esta lucha no es de los hombres… es de todos.
Remedios, a medida que hablaba, recordaba todas esas cosas que le enseñara el General y se sorprendió a sí misma por recordar cada palabra de Belgrano, cada gesto, cada enojo frente a los colaboracionistas. Pero ella, no se limitaba sólo a repetir las palabras de su maestro. Ahora eran suyas por derecho propio. Y no es que fuera ingenua; sabía que las mujeres tardarían siglos en ejercer derechos similares a los de los hombres. Pero los derechos se conquistaban con lucha y convicción. Ella sabía que cada conquista costaría sangre y lágrimas y que, quienes eran ahora sus camaradas en la guerra, mañana serían el obstáculo para las mujeres del futuro.
~¿Sabe una cosa, Tomasa? No todas las mujeres ni todos los hombres tienen que empuñar la espada. También se hace patria trabajando, sembrando, pariendo. Todas las mujeres debemos ocuparnos de hacer la Patria y a nosotras mismas. En el lugar que nos toque. De la forma en que podamos. Yo no valgo más que usted, Tomasa.
~No diga eso, Madre. Usted será la primera santa negra, si Dios me escucha.
Remedios se rió con ganas de la ingenuidad casi infantil de esa negra buena.
Capai se estaba ocupando de aparejar mejor a los caballos y, a instancias del cura, consiguió otro caballo para carga. Ahora montarían con aperos de verdad y guardamontes. Además, les consiguieron una tienda de campaña, frazadas, jabón de sebo, mucha comida, buenos cuchillos y muchas otras cosas útiles para un viaje tan largo. Principalmente, dos lanzas de tacuara, a las que Remedios ató sendas pequeñas banderas que le cosiera Tomasa.
Poco antes de partir, Tomasa le entregó el nuevo uniforme a Remedios que no pudo más que llorar de agradecimiento. También le regaló ropa de hombre y botas para que montara cómoda y reservara el uniforme para su entrada a Tucumán. A Capai también lo surtieron con ropa limpia y enseres para la travesía.
Toda la pequeña población de Urutaú los despidió a la salida del pueblo. Todos habían colaborado con algo, para que Remedios llegara a Tucumán con la dignidad de una verdadera Capitana.
Estaba entrando el invierno y el frío se hacía sentir por las noches. Estando en territorio patrio, se podían dar el lujo de encender fogatas durante las noches y, a su anaranjada luz, Remedios tocaba los tamboriles que nunca dejó atrás. Su sonido embriagante la transportaba a un lugar feliz, sin hambre y sin dolor. Soñaba con Africa y las cosas que le contaba su madre de aquellas tierras lejanas y de cómo los tambores se usaban para comunicarse entre aldeas, para llorar penas, para cantar felicidades, para conseguir amores y para declarar guerras. Remedios, todas las noches, cantaba nanas africanas hasta que el sueño la vencía, aunque Capai, como un niño, siempre sucumbía primero.
Llegaron a las puertas de San Miguel veintidós días después. Habían atravesado tierras feraces sin que decayeran sus ánimos y ahora, en las afueras de Tucumán, a la negra le temblaban las piernas. Se apearon en medio del monte para que Remedios se pusiera su uniforme de Capitana y, enarbolando sus tacuaras embanderadas, se dirigieron directo al Cabildo. Allí, en la Plaza Mayor, había una guardia numerosa de soldados del Ejército del Norte. Cuando se dieron cuenta de que se trataba de Remedios, toda actividad cesó y, espontáneamente, se formó una hilera de soldados que le dieron una bienvenida militar con honores. Luego de esa parada formal, todos quienes la conocían se abalanzaron a saludarla y a preguntarle por su suerte en esos cinco meses de ausencia. Era tal el tumulto, que llamó la atención de los oficiales. Se acercó un general llamado Fernández de la Cruz, la saludó con cierta solemnidad y se presentó como general a cargo del Ejército del Norte. Cuando Remedios se presentó a su vez, el general dio muestras de admiración y respeto y la nombró huésped de honor de la ciudad de San Miguel.
Remedios no lo volvió a ver. Supo, por la tropa, que ese general estaba como suplente de José de San Martín, quien se había ido a Córdoba con problemas de salud. También se decía que todo ese ejército se iría a Córdoba y que la lucha contra los realistas en la frontera quedaría en manos de las tropas guerrilleras del teniente coronel Martín Miguel de Güemes.
Del General Belgrano, sólo supo que se había reunido brevemente con San Martín en Córdoba y que, de momento, estaba en Buenos Aires, muy enfermo.
Esa noche, en los fogones de la plaza, Capai le dijo que él, en un par de días, se iba para Salta, a ver si encontraba a Padilla o a Juana. No le gustaba nada el ambiente militar de Tucumán.
Remedios no era tonta. Ser huésped de honor, implicaba que no le asignarían funciones en el ejército. Sería la Capitana de nadie.


XI

Dos días después cabalgaban a buen paso hacia Salta. Serían más de cinco duras jornadas de marcha para llegar.
Remedios había dejado cordiales saludos al general De la Cruz y había partido con Capai con dirección noroeste. Los soldados de la plaza le habían comentado que ese general no permitía mujeres entre las tropas y mucho menos si eran negras. Ni para enfermeras. Entonces, no había mucho que pensar…
Capai apuraba el paso porque ardía de impaciencia por encontrar a Juana Azurduy. Por su parte, Remedios intentaría sumarse a Güemes. Ese general no tenía problemas con las mujeres. Muchas integraban sus ejércitos. Hasta su hermana Macacha lo seguía a todos lados. Y si San Martín lo había dejado en custodia de las fronteras, por algo sería. Aunque Belgrano alguna vez lo había sancionado por indisciplina, Güemes tenía el valor de los insubordinados y era un caudillo feroz, siempre conduciendo valientemente a sus tropas ~aunque él mismo no entrara físicamente en combate porque era hemofílico~ golpeaba al enemigo por sorpresa y con eficiencia. Desde que don Martín se hiciera cargo de las defensas, ningún realista pudo entrar a territorio argentino.
Remedios, además, lo conocía y también a su hermana. Habían estado juntos en la bendición de la bandera y se habían caído bien mutuamente. La Capitana estaba orgullosa de ser tal como era, en tiempos de indecisos y traidores. Güemes era uno de los justicieros que hacían pagar con sangre a los traidores y escarmentaba duramente a los tibios e indecisos. Apretaba sin miramientos a los hacendados ricos para que aportaran alimentos y financiaran sus luchas, pues éstos eran quienes coqueteaban con ambos bandos. Era un hombre discutido en el ámbito de la aristocracia porteña, pero amado por su pueblo salteño.
Y estaba también Macacha. Era una mujer instruida, bien educada pero implacable a la hora de la guerra. Nunca fue la sombra de Güemes; se valía por sí misma y era valiente como el que más. Tomaba decisiones propias y más de una vez discutió con su hermano las cosas de la guerra. Remedios estaba segura de sentirse bien entre ellos. Lamentaba que su General hubiese enfermado, pero ella tenía todavía algo para entregar a la Patria. Se sentía un poco vieja para la guerra, pero si podía cruzar medio país a caballo, todavía serviría para la lucha.
Ni bien entraron en la ciudad, fueron escoltados por una partida de Gauchos de Güemes hasta la casa donde vivía el don Martín. Tenían un servicio de informaciones muy bien organizado y nada que pasara en Salta les era ajeno.
Macacha los esperaba a la entrada de la finca, sobriamente vestida y con una sonrisa espléndida.
~Bienvenida, Capitana; y también usted, Capai. Apéense que el general los espera.
El general los esperaba de pie, a la entrada de su despacho. De figura imponente y mirada penetrante, Güemes se había hecho fama de mujeriego y pendenciero a la par de valiente y decidido. Era un hombre que no pasaba desapercibido en ningún lugar y se hacía respetar, a sablazos, si era necesario.
~¡Remedios! Bienvenida a Salta, esta es su casa. Adelante, pase; y usted también Capai. Me enteré por Juana que habían caído en combate en Ayohuma y los dieron por muertos. ¿Qué pasó?
Remedios le relató extensamente todas sus andanzas y le contó de su decepción por no haber encontrado a Belgrano en Tucumán.
~Por eso ando buscando integrarme a sus tropas, don Martín. No tengo a dónde ir.
~Mire, Capitana, acá es bienvenida, pero no para entrar en combate. El tipo de guerrilla que hacemos requiere de gente joven y varones. Usted puede hacerse cargo del hospital para los que vuelven heridos o de algunas cuestiones de asistencia personal para mí o Macacha. Usted ya tuvo, con creces, su cuota de sangre. Pero no decida nada ahora Madre. Acomódese en las habitaciones de huéspedes, descanse y después me cuenta. Para hablar conmigo, se presenta sin anunciarse.
Macacha la llevó a su habitación que era muy grande, con lavamanos y todo. Remedios andaba perdida en esa casa inmensa pero Macacha le hizo fáciles las cosas y, luego de unos días, eran grandes amigas. Había una biblioteca muy bien surtida, que la hermana de Güemes había completado en muchos años; inició a Remedios en lecturas interesantes y cada vez más complejas. La negra era feliz leyendo tantas cosas nuevas de todas partes del mundo; absorbía cultura y conocimientos como un niño. Macacha también le explicaba, a la hora del té, el trasfondo político de cómo nacieron las luchas patrias, y de quién era quién en Buenos Aires y en Europa.
Remedios se sentía tan a gusto en esa casa que casi había olvidado sus propósitos. En Salta había mucha gente negra, todos libertos o fugados de haciendas españolas. Güemes había decretado que, con sólo pisar suelo Salteño, los esclavos serían libres; y si se sumaban a su ejército, también tendrían trabajo y salario. Así, más del sesenta por ciento de las tropas de Güemes, eran negros e indios.
La Capitana veía el ir y venir de las partidas gauchas hacia la frontera, golpeando una y otra vez a los realistas. Eran las instrucciones de San Martín, para que los ejércitos españoles estuvieran siempre ocupados, de modo que él pudiera atacarlos luego desde Chile con mejores probabilidades. Remedios se salía de la vaina por intervenir; hubiese querido matar a diez realistas por cada cicatriz de su cuerpo, pero Güemes se negaba rotundamente.
Pasó mucho tiempo leyendo las maravillas de la biblioteca de Macacha y también ayudándola en toda tarea concerniente al abastecimiento y atención de las tropas. También dedicó mucho tiempo a aprender a escribir correctamente. Con el General Belgrano había aprendido sólo a leer.
Cuando don Martín decidió casarse, el clima distendido de la casa cambió demasiado. Ni Macacha ni Remedios se sentían muy a gusto con la nueva dueña de casa. Era una mujer ligeramente autoritaria y algo superficial, gustaba de dar fiestas y de participar en toda ocasión social donde pudiera lucirse. Poco a poco la casa se convirtió en el centro de la vida ostentosa de las damas salteñas adineradas.
Remedios, que no tenía nada que ver con esas cosas, decidió irse y probar suerte con Juana Azurduy. Tal vez con ella pudiera combatir de verdad. Pese a la insistencia de Macacha, la negra decidió que partiría al encuentro de Juana y de Capai. El indio había emprendido su viaje a los campamentos de Juana, apenas vio que Remedios estaba bien cuidada en casa de los Güemes.
Anunció su partida a Macacha explicándole que no quería quedar relegada a trabajos pasivos y que, además no quería ser la sirvienta de la señora Carmen Puch, la nueva esposa del don Martín, quien se mostraba muy despectiva con los negros. También le explicó a su amiga que no veía bien que los patriotas lucharan entre ellos por cuestiones políticas ~haciendo referencia a algunas escaramuzas producidas en Tucumán~ y que no quería ser una carga para don Martín, que ya se perfilaba como gobernador de Salta y estaba metido hasta el cuello en ese objetivo.
Se fue bien aparejada y con buena monta en busca de Juana, pero tuvo que seguir hasta Jujuy, en la misma frontera con Bolivia, una zona constantemente asediada por los realistas. Allí fue recibida por Azurduy e inmediatamente integrada a sus filas. Pero, una vez más, el tipo de guerra de guerrillas que se daba era tan anárquico, que Remedios prácticamente no podía ser útil en nada. Se instaló en el hospital de campaña y, salvo por sus largas charlas con Juana, se sentía impotente y fuera de su elemento. Su momento más difícil fue cuando le llevaron un herido en estado desesperante. Al retirar los improvisados vendajes de campaña, Remedios reconoció a Capai. De inmediato advirtió que la vida se le escurría rápidamente al indio y, en vez de hacerle curaciones inútiles, le tomó la mano y, hablándole dulcemente, lo acompañó en su última travesía.
Ese día marcó un hito en la vida de Remedios. Ya no era la joven cándida de las épocas de las invasiones inglesas ni la decidida mujer que luchaba contra los españoles. Remedios estaba enterada de la sangre que se derramaba entre patriotas, entre criollos, en las luchas internas que se generaban desde Buenos Aires. Y, aunque ella no entendía de política, sí sabía que jamás tomaría las armas en contra de otro patriota.
Se estaban cocinando, por otro lado, cosas muy importantes en el interior, en Tucumán. Juana Azurduy la puso al tanto.
~Corren aires de independencia para la Patria ~le dijo. ~En julio, en Tucumán se reúnen los diputados para decidir la total emancipación y la formación de una república independiente. Yo quiero estar ahí, Capitana, ¿me acompaña?
Remedios dijo que sí. No entendía muy bien para qué, pero también quería estar en Tucumán. Sería como la puntada final, en los papeles, de aquello que se había escrito con su sangre en las fronteras, con la de sus hijos, con la de su esposo y la de Capai. Tenía que estar allí.
En los primeros días de julio de 1816, Remedios y Juana arribaron a San Miguel en una diligencia especialmente preparada para esos caminos y prefirieron acampar en la Plaza Mayor, declinando las amables invitaciones de los notables del Congreso para alojarse en sus casas. Ambas mujeres preferían los cielos abiertos y la compañía de gente como ellas mismas. Ambas embanderaron sus tacuaras y las enarbolaron, provocativamente, a la vista de todos. Por alguna extraña razón, el uso de la bandera que creó Belgrano, aún era resistido en los ámbitos de la dirigencia política.
Por las noches se hacían fogones y a su calor, se guitarreaba y se cantaba. La negra tocaba sus tamboriles y la concurrencia la alentaba a seguir hasta entrada la madrugada. Más de un negro se le arrimó con intenciones, pero Remedios había dejado sus últimos pedacitos de corazón allá, en Ayohuma; se sentía tan vieja para el amor, como para la guerra.
Por fin, el 9 de julio, desde el portal de la Casa del Congreso, se anuncia la total independencia del país de todo reino o dominación extranjera, aunque no estaban muy bien delineadas las fronteras de lo que sería, finalmente, la República Argentina. Había mucho que pelear y discutir con Brasil, con Paraguay, con Uruguay, con el Alto Perú y hasta con Chile. Pero, lejos de esos detalles geográficos, el pueblo estaba feliz y la fiesta en la plaza central de Tucumán llegó a su máximo; el aguardiente y la ginebra corrieron como ríos que, sólo por esa noche, lograron ahogar las penas de Remedios. Dos días después, Juana inició los aprestos para regresar a Salta y luego al Alto Perú. La Capitana, no obstante la insistencia de Azurduy, tenía tomada otra decisión.
~Yo me voy a mis pagos, Juana. Ya no tengo más que hacer en el norte. Seguramente encontraré mi lugar en Buenos Aires.
~Mire, Remedios, yo no quiero ser aguafiestas pero una mujer negra, por muy Capitana que sea, en Buenos Aires no será nada. Míreme a mí, Remedios, soy Teniente Coronel, nombrada por el mismísimo Belgrano, con sable y todo; sin embargo, a la hora de la paz, me mandan a cocinar. Por eso seguiré con mis indios hasta la muerte. Somos mujeres guerreras, Madre, no tenemos nada que hacer en las ciudades.
~Yo me haré escuchar, Juana. Soy insistidora y de carácter fuerte; ya verá, ya escuchará de mí.
~Que Dios la bendiga y la acompañe, Remedios. Le deseo lo mejor y que tenga un buen viaje.
~A usted también, Juana. Sé que triunfará. La extrañaré mucho y nunca le terminaré de agradecer su hospitalidad.



















XII

Viajaba en una carreta tirada por dos matungos, que enfilaba a Buenos Aires, en una caravana interminable de gente, mercancías y ganado. Le habían dicho que sería un viaje de no menos de un mes y parecía cierto; paraban días enteros en cada pueblo, en cada posta, a cargar y descargar mercaderías y para hacer las reparaciones en los ejes y ruedas que se destrozaban en los caminos pedregosos.
Remedios era la cocinera de la caravana. Sólo así logró viajar con ellos. Ni tan siquiera habían salido de Tucumán y ya no era la Capitana ni la Madre; era la negra cocinera. Se decía a sí misma que en Buenos Aires, tal vez, encontraría al General y ya no debería pasar más penurias. Mientras, por las noches tocaba sus tambores y lloraba por sus hijos y por su negro. Había dejado de leer, había dejado de reír y, aunque se esforzaba, tampoco podía ya soñar.

Qué extraño se siente dormir sin soñar… pero más triste aún, es vivir sin soñar, vivir sin creer y casi sin sentir. Las esperanzas adormecidas, los ideales postergados y el futuro, que ya casi no importa. Vivir sólo para sobrevivir a las miserias humanas y al hambre y al traqueteo infame de las carretas contrabandistas… es extraña la vida, es más extraña que la guerra, porque en el campo de batalla, una sabe muy bien quién es el enemigo…

Los que conducían la caravana, no eran buena gente. El capataz había intentado abusar de una negra joven en dos ocasiones pero Remedios se interpuso, en el momento justo, cuchillo en mano. El criollo reculó, pero volvería a intentarlo; Remedios estaba segura. Los blancos siempre creían tener derechos sobre indias y negras; Remedios ya había lidiado muchas veces con eso. La desconcertaba la actitud de sumisión y sometimiento de las mujeres ante los varones, desde siempre, desde que nació. Su madre la protegió de los embates de capataces y caporales, hasta los quince años, cuando murió de fiebres. A partir de allí, Remedios se tuvo que defender sola, hasta que conoció al mulato, a sus diecisiete. No conoció a su padre porque su madre nunca habló de él. Remedios siempre sospechó que ella era el resultado de algún atropello, de algún abuso. Como fuera, no permitiría que le sucediera a nadie más, si podía evitarlo.
Y sucedió dos noches después. Otra vez, el jefe fue en busca de la negra joven aprovechando que Remedios estaba limpiando las inmensas ollas de la caravana. Pero ella estaba muy atenta; corrió hasta las letrinas cuchillo en mano y ensartó al hombre con una furiosa puñalada en el corazón. La vida de la Capitana no daba para sustos y disgustos, siempre metida en problemas.
Entre Remedios y la joven, arrastraron el cadáver y aprovecharon la oscuridad para llevarlo bien lejos de la caravana. Lo enterraron a medias y volvieron a los fogones como si no hubiera pasado nada. La negra joven temblaba de miedo y lloraba de agradecimiento.
~Nunca dejés que nadie te ponga las manos encima. Te van a hacer un hijo a la fuerza y ese será tu final. Los negros ya somos libres, pero las mujeres no. Y con la pobreza que hay, imaginate, criando un hijo de nadie. Dejá de llorar y ayudame a lavar todo esto.
Al día siguiente, luego de esperar en vano al jefe, la caravana partió al mando del segundo a cargo. Nadie esperaba a nadie allí, en medio de la nada; había bandidos y malones de indios retobados que asaltaban a las caravanas, se llevaban a las mujeres y no dejaban hombres con vida. Remedios calculó que estaban cruzando por el sur de Santa Fe y que le quedaban unos diez días de viaje. La joven se le había pegado y la seguía a sol y sombra. Le parecía que había otros criollos interesados en arrebatarle sus favores.
Llegaron a salvo a Buenos Aires, a los Corrales de Quilmes. Allí, el porteño dueño de la caravana les pagó unas pocas monedas y las despidió.
Remedios estaba viendo otra ciudad, más grande, más sucia y con más gente. Hacía más de siete años que había partido y ver los lugares en donde había combatido a los ingleses la conmovió hasta el llanto. En tan poco tiempo las cosas habían cambiado tanto… La negra joven no entendía muy bien qué le pasaba a Remedios, pero guardó silencio mientras caminaban hacia el centro, hacia el Cabildo. Nada estaba igual que antes, se veían muchas personas con aires de altanería, muchas damas elegantes y caballeros de galera y bastón. No había soldados en la Plaza de la Recova y no se veían negros por ningún lado. Hasta le pareció que llamaban la atención, ella con su uniforme de Capitana y la joven vestida con harapos. Cruzó rápidamente la ciudad hacia el puerto y allí vio, por fin, un grupo de negros que descargaban mercancías de un barco inglés.
~¿Qué rápido que se olvidan de quién es el enemigo, no? ~le gritó la Capitana a un negro de avanzada edad que se doblaba bajo el peso de la bolsa que cargaba.
~El negro, al verla, soltó la bolsa y corrió a saludarla.
~¡Madre, Madre, es usted!
~¡Matías, qué gusto volver a verlo!
Matías había sido fusilero de infantería en el Cuerpo de Andaluces y, no sólo había combatido a los ingleses junto a Remedios, sino que ella también había curado sus heridas al finalizar las acciones militares. El hombre ahora estaba arruinado, envejecido por el trabajo bruto. Le dijo que estaba viviendo en unas barracas a orillas del Riachuelo junto a los pocos negros que quedaban en Buenos Aires.
~A los negros se los llevan a las estancias y a las plantaciones para evitar la Ley de vientres libres. Allá, en el campo, nadie controla a los patrones y siguen teniendo esclavos. Ya lo ve, Remedios, sólo quedamos los viejos. Además, el ejército de San Martín se llevó a los que tenían instrucción militar. Acá somos pocos y nos tratan mal; trabajamos como animales y apenas tenemos para comer.
Lo que decía Matías era rigurosamente cierto. San Martín había sido designado Gobernador de Cuyo y estaba organizando su campaña para cruzar a Chile. Cuando solicitó a Buenos Aires que le enviaran todas las tropas disponibles, sólo se le concedió el cuerpo de Granaderos a Caballo y una gran cantidad de negros de a pie, veteranos de las invasiones inglesas.
Pronto se acercaron otros negros. Todos conocían y casi veneraban a Remedios y la invitaron a alojarse en sus barracas. Como la negra necesitaba reponerse del viaje y comer algo, aceptó gustosa la invitación. Además no sabía qué hacer con su vida. La noticia de que los ejércitos estaban preparándose en Cuyo, significaba que en Buenos Aires no había tropas o había muy pocas. Ya se lo había anticipado Juana, en Buenos Aires, sería la capitana de nadie.
Esa noche, en las barracas, la negra joven se enteró en detalle de las andanzas de Remedios y de sus muchas intervenciones en la guerra, por la insistencia con que los demás le pedían que relatara una y otra vez los combates de Vilcapugio y Ayohuma y de cómo fue que escapó de su cautiverio. También pudo ver Ramona ~así se llamaba la joven~ las cicatrices horrorosas en el cuerpo de la Capitana cuando, sin pudores, ella se desprendió la chaqueta y mostró, a quien quisiera mirar, su pecho y su espalda. Había unos pocos niños entre la gente grande y se divertían pasando sus dedos por las cicatrices más visibles en la espalda de Remedios, riéndose a carcajadas cuando ella se hacía la enojada y los perseguía con un azote. Entrada la noche, los líderes entre los negros de esa barraca se reunieron y le pidieron a Remedios que se quedara allí a vivir con ellos, que no le haría falta trabajar y que la necesitaban como doctora.
Ella contestó que se quedaría si podía quedarse también Ramona y con la condición adicional de que, si conseguía incorporarse nuevamente al ejército, entonces se iría a donde fuera que la Patria la necesitara.
La sociedad de los negros en Buenos Aires, era prácticamente matriarcal. Las decisiones importantes para la comunidad las tomaban siempre las mujeres y Remedios, en medio de ellas, era como una madrina a la que todo se le consultaba. Se dedicó a enseñarles el alfabeto a los niños y a eso dedicaba su tiempo, entre sus idas y venidas al centro de la ciudad en busca del milicaje.
Cada vez se decepcionaba más por el trato que se le daba cuando abordaba a algún militar. Una vez, hasta quisieron darle un culatazo para que no molestara a un oficial que estaba a cargo de la guardia en el Cabildo. Su corazón se debatía entre la rabia y la pena porque, los que la maltrataban, eran casi niños que nunca habían estado en la guerra ni visto la sangre. Vieja loca, la apodaron los soldados de la guardia. Capitana de los Ejércitos del Norte, les contestaba ella. Entonces venían las burlas y las risas. Todo lo que pudo averiguar fue que a Belgrano lo habían mandado a Europa como diplomático y, presumía Remedios, eso debía ser más un castigo, que una verdadera misión.
Con el tiempo dejó de ir al Cabildo y dejó de usar el uniforme. Se obsesionó con la enseñanza de la lectura y la escritura entre los niños y algunos pocos adultos interesados. Pasó todo un año en esa tarea y también logró que Ramona se casara con un buen negro del grupo de los solteros. Desde Chile llegaban las buenas nuevas de San Martín que triunfaba en varias batallas desde que pisara suelo trasandino.
Por contrapartida, Buenos Aires se había embarcado en una guerra fratricida contra las provincias, contra los federales, poniendo todo su esfuerzo bélico y económico, en esas luchas entre hermanos. Remedios estaba asqueada por la suciedad de la política y también preocupada por el futuro de los negros del Riachuelo; se rumoreaba que un rico estanciero de la provincia, estaba comprando todos los galpones de esa zona, para instalar saladeros y curtiembres. Se llamaba Juan Manuel de Rosas, y quería adquirir todas las barracas que había cerca del Riachuelo, por la facilidad que le brindaba el lugar para cargar los buques mercantes con cueros y carnes, actividad que se perfilaba claramente como el gran negocio para la Argentina. Una mañana, se presentó en los galpones un señor llamado Felipe Senillosa, agrimensor que trabajaba para Rosas, y pidió ver la barraca por dentro. Remedios se le plantó a la entrada y no lo dejó pasar.
~Acá vive gente, seor. Gente negra, seor.
~Sólo vengo a ver las instalaciones, señora. No se preocupe por nada.
~No, seor. No me preocupo, pero por acá no pasa.
~¿No está el hombre de la casa? ~preguntó sonriente Senillosa.
~Está la mujer de la casa, seor. Capitana María Remedios del Valle.
Senillosa estaba desconcertado y miraba a su escribiente, sin saber qué hacer ante semejante resistencia.
~Mire señora, hemos venido por las buenas y sólo a ver la barraca. Tal vez la compremos, tal vez no. No me haga volver con la fuerza pública, señora.
~La única fuerza pública acá soy yo, seor. Y como vengan con milicos, van a conocer el filo de mi cuchillo, seor.
Senillosa tuvo que irse sin conocer la barraca. Estaba muy contrariado porque en los demás galpones no había tenido problemas. Debería consultarlo con don Juan Manuel; no le quedaba otro camino.






















XIII

Don Juan Manuel de Rosas era un hombre imponente, de cabellos rojizos y ojos azules. Tenía un aura de autoridad que emanaba de su mirada firme y de su rostro decidido.
A Remedios no la impresionó. Hacía sólo dos días, había sacado carpiendo a su agrimensor.
~Buenos días, Capitana. Soy Juan Manuel de Rosas y vengo a rendirle mis respetos. Sé de usted y de sus luchas y de ninguna manera quisiera perjudicarla.
~Gracias, seor. ~Dijo Remedios, plantada en la puerta.
~Ya soy el dueño de estas barracas, de todas las de esta zona, Capitana. Pero vengo a decirle que no debe preocuparse por nada. La suya será la única que no voy a ocupar. Y además, quería ofrecerle trabajo, si no se ofende.
Remedios le franqueó la entrada y don Juan Manuel entró solo, dejando a sus tres asistentes afuera. Remedios notó que dos de ellos, eran mulatos. Lo hizo llegar hasta el fogón en donde ella mateaba y le convidó un cimarrón que Rosas aceptó y sorbió con gusto.
~Mire, Remedios, estoy comprando barracas porque necesito saladeros para las carnes que nos compran los gringos. Pero tengo ya más de diez barracas listas y con ésas me sobran. Cuando Senillosa me dijo quién era usted quise venir a saludarla y, si es posible, a darle una mano. Sé que anduvo por ahí buscando alistarse y que no la conocieron. Yo sí conozco su historia y la respeto justamente por eso. Si usted lo permite, cuando vuelva por acá, quisiera que me cuente todo lo que no sé de su vida.
~Con gusto, seor. ~dijo Remedios alcanzándole otro mate.
            ~Y también quiero hacerle una propuesta para que trabaje para mí. Yo soy de los que respetan a los negros y, como ya se irá enterando, toda mi gente de confianza, son negros o mulatos. Nada me gustaría más que usted esté entre la gente del puerto, cuidando mis intereses y ganándose la vida con dignidad. Pero lo más importante para mí, Capitana, es que se quede tranquila. Nadie la volverá a molestar. Esta es su casa.
Efectivamente, nunca volvieron a molestarla. Don Juan Manuel dio la orden a su gente en ese sentido y, además, comenzó a darles trabajo de cargadores a todos los negros y mulatos de esa barraca, con salarios mucho mejores. También llegó a Remedios el rumor de que los hacendados porteños estaban enojados con Rosas porque los sueldos que pagaba él, los obligaba a ellos a mejorar a su vez los salarios; de otro modo no conseguían trabajadores. En poco tiempo Rosas se granjeaba el rechazo de los empresarios porteños; les parecía inconcebible que un hacendado de Buenos Aires fuera amigo de los negros y, no sólo eso, también se decía que tenía un pequeño ejército de negros y de indios a su servicio como guardias pretorianos, conocidos como Los Colorados del Monte.
Remedios ya sentía en su cuerpo el peso de los años y el dolor de sus viejas heridas era difícil de llevar. Pero su carácter era más firme que antes y había asumido un liderazgo indiscutido entre su gente. Era ella quien terciaba en toda disputa y más de una vez lo hizo facón en mano, aunque nadie se atrevió a desafiarla jamás, más allá de las palabras.
Toda vez que se necesitaba gente para cargar o descargar una embarcación, estaba ella, asignando los trabajadores y negociando con los patrones de los barcos los precios justos de la mano de obra. En varias ocasiones dejó barcos varados en el puerto, sin trabajadores, a causa de los malos tratos a su gente. Y don Juan Manuel la avaló en todas y cada una de sus acciones. Él sabía que Remedios tenía un sentido innato de justicia y que era mujer entre las mujeres y Capitana entre los hombres.
Se le había hecho una agradable costumbre a don Juan Manuel, cada vez que andaba por Buenos Aires, quedarse largas horas charlando con Remedios, mates de por medio. Estaba gratamente sorprendido de que la negra supiera leer y escribir y de que estuviera tan bien informada de los contubernios políticos del país. Podían discutir de igual a igual sobre cosas que pasaban entre los criollos, como por ejemplo, la división cada vez más notoria de la ciudadanía entre unitarios y federales. Remedios le decía a Rosas que ella no empuñaría jamás las armas contra otros patriotas.
~No me importa que sean unitarios o federales, son todos argentinos. Y si nos peleamos entre nosotros… Mire si no, lo que hizo San Martín el otro día. Les dijo que no a los del gobierno cuando lo llamaron para que peleara contra los federales en el litoral.
~Estoy de acuerdo con lo que hizo el General, Remedios, porque él está llamado a una empresa mucho más grande; está liberando a las Américas, ni más ni menos. Pero acá, si dejamos a los porteños que hagan lo que quieran, todo el resto del país terminará siendo esclavo de Buenos Aires. Alguien tiene que dar pelea. Yo me defino como federal y me estoy metiendo en la política cada vez más.
~¿Y qué es ser federal, seor?
~Usted lo va a entender fácilmente, Capitana. Ser federal implica luchar para que las muchas provincias de esta Patria, puedan administrarse y mandarse a sí mismas, con gobernadores independientes del poder de Buenos Aires; aunque todas las provincias deberán contribuir al sostenimiento de una administración central, que sería la presidencia. Los unitarios, en cambio, quieren que todo el territorio de la Nación sea administrado por un único poder, representado por los porteños. Y yo soy porteño, Remedios, pero vivo y trabajo en el campo.
~Entendí bien, seor, pero así y todo, no usaría mi cuchillo contra otro patriota.
~Para eso es la política, Capitana, justamente para eso. Para no derramar sangre; pero a veces no alcanza.

La vida de Remedios era tranquila, en esos días de 1819. Se había fortalecido como la líder indiscutida de los cargadores del puerto porque, además de contar con el público y expreso apoyo de Rosas, tenía ella misma una personalidad fuerte y decidida. La acompañaba una gran sabiduría en cada decisión. Era la única negra que sabía leer y escribir y, por consiguiente, todo contrato o papel que quisieran hacerle firmar a sus compañeros era revisado por ella. Descubrió infinidad de trampas que los estancieros querían hacerle a los negros para llevárselos como esclavos. Si bien la esclavitud estaba oficialmente abolida, de manera artera y consentida por los porteños, seguiría existiendo por muchos años más. Especialmente en la soledad y lejanía de las inmensas estancias de la pampa húmeda; para los porteños, lo que no se veía, no existía.
Puso todo su esfuerzo en enseñar a muchos negros el arte de la lectura y la escritura y logró alfabetizar a más de la mitad de ellos. A su vez la negra les exigía a los que habían aprendido, que continuaran enseñando a otros, las mismas artes y con el mismo esmero. A menudo se preguntaba si no hubiese sido más útil como maestra que como guerrera. Aunque ya no era ingenua y sabía que sólo los blancos ricos tenían acceso a la educación en unos pocos colegios de Buenos Aires. Para instruirse de verdad, había que irse a Europa y sólo las familias privilegiadas podían enviar a sus hijos a estudiar afuera. Remedios ya había sido tocada por la instrucción y su interés por saber era ya irreversible. Una tarde sorprendió al propio Rosas.
~Don Juan ¿puedo hacerle un pedido?
~Lo que quiera, Remedios.
~¿Sería tan amable de prestarme algunos libros? Desde que volví de Salta, de la casa de Macacha Güemes, no he vuelto a leer cosas interesantes.
~Por supuesto que sí, le traeré varios, para que se entretenga.
~Es para aprender, seor. Me gusta saber. Y me gusta enseñar lo que aprendo a toda mi gente.
Rosas casi no lo podía creer, porque aún en él, que se consideraba un progresista, subyacía solapada, la idea de que los negros eran menos inteligentes y menos capaces que los blancos. Era una nueva lección de humildad que le estaba dando una mujer, negra y pobre, sobre lo extraña y mezquina que suele ser la naturaleza humana. Rosas pensó en varias parábolas sobre las anteojeras de los caballos de tiro, pero se las reservó, prudentemente.
Remedios, desde aquel entonces, recibió por cuenta de Rosas, además de una cantidad de buenos libros, la Gazeta de Buenos Ayres, con regularidad, hasta su cierre en 1821. Ella atesoraba los periódicos como si fueran joyas, aunque por las noches se los leía a quienes estuvieran interesados y comentaba cada artículo y cada noticia que mereciera la pena. Remedios, inevitablemente se quedaba mirando en cada edición, el lema del periódico: "Tiempos de rara felicidad, aquellos en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo".
Siempre creyó que ella estaba como fuera de su tiempo y de su lugar. Rosas, ante ese comentario, le enseñó que esa forma de ser tenía una definición precisa:
~Usted es una transgresora y los transgresores tienen una misión en este mundo. No deje que la hagan sentir como un bicho raro, Remedios. Nunca deje de ser lo que es.
Ella sabía que era la única mujer en la Argentina con grado militar, además de Juana Azurduy ~que pertenecía en realidad al Alto Perú~ y eso debía ser lo que le decía Rosas. Seguramente, también debía ser la única negra con instrucción. Ser única, eso debía ser lo que le decía don Juan Manuel.

¡P’a lo que me sirve ser única! No hay criollo que no me tuerza la mirada ni blanquita que no me frunza el seño cuando me cruzan. ¡Ser única! Eso se paga con el pellejo, con los hijos, con la vida. Negra pretensiosa, me dicen; pero única, les contesto. Y no entienden, no entienden nada.

Don Juan Manuel iba raleando las visitas a la barraca porque se estaba metiendo de cabeza en la política. Se decía que estaba armando un regimiento y que la gente le respondía de modo incondicional. Blancos, negros y mulatos a su servicio, lucharían por él hasta la muerte. Con el tiempo, a algunos de estos gauchos los llamarían despectivamente “los mazorcas”. A Remedios no le faltaba nada porque los negocios de Rosas seguían funcionando perfectamente. Era un administrador brillante y se ocupaba de muchas cosas a la vez sin equivocarse nunca. Rosas hizo colocar un gran cartel en la barraca que decía: “Barraca La Capitana” y cada vez se arrimaban más negros y mulatos en busca de la orientación y protección de la negra. Ya se veían taperas y ranchos alrededor, por tanta gente que se iba arrimando y que se quedaban, en un lugar que ya estaba atestado de negros, situación que comenzaba a resultar incómoda para los blancos de Buenos Aires.
Remedios les conseguía trabajo a todos y los gobernaba con facilidad. A los revoltosos los echaba sin miramientos y, a veces, a planazos con su impresionante facón.
~No por ser negros son buenos ~le explicaba a don Juan. ~A veces son taimados y ladinos; a ésos no los quiero ni ver.
Tal cantidad de negros concentrados en un solo lugar comenzó a llamar la atención de la policía, que no era más que un grupo de soldados veteranos pagados por los ricos de Buenos Aires, para mantener alejada a la chusma de sus posesiones. Al primer intento de ingresar al territorio de Remedios, se encontraron con el facón de la negra, que estaba secundada por varios jóvenes bien dispuestos y también armados.
~Acá no pasa nadie sin el permiso de Rosas ~les advirtió. ~Mejor se van por donde vinieron.
~Tenemos orden de contarlos a todos y eso vamos a hacer, negra.
~Capitana, p’a vos, blanquito ~retrucó Remedios. ~Y somos ciento noventa negros, p’a que sepas, sin contar los niños. Ahora váyanse y no busquen problemas.
~Pero vamos a volver, negra, vamos a volver…
Y se fueron, murmurando insultos en voz baja, no fuera que los escuchara la Capitana.
Ese fue el primer aviso de que, tarde o temprano, tendrían problemas. Así lo entendió Remedios y al otro día, ya había organizado un sistema de vigilancia del que participaban todos, pero principalmente los niños. Debían observar a cualquier extraño que rondara y avisarle a ella o a quien estuviera a cargo en el momento. Remedios tenía a dos mujeres y varios varones que la secundaban en todo y los estaba formando en el orgullo del género y de la raza. Eran gente buena y de una lealtad a toda prueba. Eran negros que aprendieron a leer con ella.
Siempre pensó en la diferencia que había entre los ignorantes y los instruidos. Era muy diferente tratar con unos y otros. Eran todos buena gente, pero a la hora de argumentar y defenderse, los instruidos llevaban siempre las de ganar. Remedios lo sabía desde que ella misma aprendió a leer; en consecuencia, predicaba que el único modo de emanciparse, era la educación, por mínima que fuera. Claro que el trabajo bruto que hacían los negros, les dejaba poco tiempo y pocas fuerzas. Las más propensas a educarse eran las mujeres y aún así lo hacían con temor, como si estuvieran faltando a la ley.
Varios siglos de opresión habían hecho su trabajo. Ser negra y ser mujer, en ese orden, las excluía de toda pretensión; sentían que al educarse estaban cometiendo un gran pecado. Hasta los curas predicaban que las mujeres ~si eran negras, con más razón~ debían consagrar sus vidas a la crianza, a servir al hombre y a la piedad religiosa. Todo lo demás era una herejía. Sólo las blancas de clase alta podían murmurar opiniones, pero siempre al oído del varón y en la discreción del lecho.
Remedios sentía que su forma de pensar era tomada como una insurrección, una insurrección de las mujeres, una insurrección de los negros. Pero no se daría por vencida. Quería dejar la semilla bien plantada, aunque ella ya no tuviera tiempo de ver los frutos. Así lo explicaba a quien quisiera escucharla y eso mismo le dijo a Rosas en la última ocasión en que lo vio.
~Nos llevan como vacas al matadero, don Juan; esclavos, sin educación y pobres, los negros no somos más que carne de cañón en batallas y guerras que no son nuestras. Ya no se lucha por la Patria, se lucha por el poder. Esa lucha no es de los negros, seor, es de los poderosos.
~Hoy está un poco subversiva, me parece. ~Le dijo Rosas con una sonrisa de aprecio.
~No sé qué es eso, don Juan, pero la guerra se llevó la semilla de mi vientre y a mi esposo. ¿A quién le voy a enseñar la dignidad? Sólo me queda esta gente, seor, la gente de la barraca, que cada vez, es más. Y ya cayó la policía a hacer preguntas; tengo el temor de que sigamos perseguidos y que tengamos problemas serios, seor.
~Yo me voy a ocupar de que no los molesten, Remedios, no se preocupe.
~¿Y sería mucho pedir que nos mande un maestro, seor? P’a los niños, p’a que no sean brutos como nosotros.
~Le voy a mandar un maestro, si eso es lo que quiere, pero me temo que serán más perseguidos si tienen educación. La sociedad de Buenos Aires no está preparada para tolerar negros que sepan leer. Algunas personas de la política creen que, en la ignorancia de los demás, está la fórmula para que ellos se destaquen. En el país de los ciegos, el tuerto es rey, Remedios, y por eso necesitan cada vez más ciegos.
~Le agradezco, seor. Y no se olvide de sofrenar a la policía, seor. No venían como amigos y no los dejé entrar a la barraca. Se quedaron con la sangre en el ojo y van a volver.
~No se preocupe, yo los voy a parar en seco. Lo que pasa es que deben estar buscando soldados y ahora, desde que usted llegó, acá hay mucha gente joven, Capitana, y eso es lo que buscan, gente para la guerra. Pero trataré de evitarlo con los medios que tenga. El argumento que tienen es que, si los negros quieren los mismos derechos que los blancos, deberán someterse a las mismas obligaciones. Es como una trampa, Remedios, es una trampa más, en un país de tramposos. ¿Usted me preguntaba por qué me meto en la política? Ahí tiene parte de la respuesta, Remedios. Y si el cambio de la mentalidad no es por las buenas, tendrá que ser por las malas; donde fracasan las palabras, hablan los cañones, Remedios, eso usted lo sabe bien.
Rosas le había dejado claro que se estaba metiendo en la vida política hasta el cuello. Y también en la vida militar. A Remedios no le quedaban dudas de que don Juan Manuel terminaría comandando ejércitos, y que esos ejércitos también estarían integrados por negros, por muchos negros.























XIV

            Remedios leyó la noticia más triste desde Ayohuma. El 20 de junio de 1820 había fallecido el General don Manuel Belgrano y el único periódico que lo publicó, fue El Despertador Teofilantrópico, un periodicucho que se dedicaba a caricaturizar a los políticos de la época. Relataba que Belgrano había muerto en la pobreza y que había pagado a su médico con un reloj de bolsillo, por no tener dinero. El artículo era muy ácido y criticaba a los gobernantes por olvidar de tan cruel manera a sus héroes.
La Capitana recibía, por encargo de Rosas, todas las publicaciones de Francisco de Paula de Castañeda, que eran varias: “El Desengañador Gauchi~Político~Federi~Montonero~Chacuaco”, El “Oriental Choti~protector y Puti~republicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en el siglo diez y nueve de nuestra era cristiana” (1820~1822), el “Despertador Teo~Filantrópico, Místico~Político” (1820~1822); “La matrona comentadora de los cuatro periodistas” (1821~1822); “Vete portugués que aquí no es” (1825) “Doña María Retazos” (1821~1823), y otras muchas gacetas.
Remedios, entre la indignación y la tristeza, pensaba en cuál sería su propio destino, si un general honesto, héroe de la Patria, moría pobre y olvidado. Tal vez, esa muerte injusta reforzó su idea de educar a su pueblo o, por lo menos, hacer lo que estuviera a su alcance para lograrlo.
Poco tiempo después de su última charla con Rosas, Remedios recibió en su barraca a un casi adolescente, blanco, rubio, alto, fornido y de ojos claros. Tenía menos de quince años, era instruido, tocaba bellamente la guitarra y se llamaba Juan Moreira. Venía como maestro enviado por Senillosa, el agrimensor de don Juan Manuel.
Moreira era casi un niño pero había recibido instrucción en una escuela religiosa muy estricta. A sus quince, sabía enseñar lengua y aritmética, sabía de música, hablaba bien el inglés, el francés y hasta dominaba el latín. Sus padres lo habían echado de su casa por un efímero amorío que tuvo con una prima y porque era, básicamente, revoltoso, rebelde e insolente.
A Remedios le cayó bien instantáneamente y le hizo un lugar en la barraca para que pudiera enseñarle a los niños y, si él quería, hasta podía quedarse a vivir allí. Además, la primera noche hicieron contrapunto con los tambores de la negra, se emocionaron, cantaron y alegraron a toda la barraca. Estaba naciendo la Milonga como fusión de los candombes africanos, la guitarra con acento surero, y los versos peleadores improvisados con maestría por Moreira. Remedios no podía ser más feliz. La barraca comenzó a iluminarse con fogones todas las noches y hasta se arrimaba gente de afuera para escuchar los sones y ver los provocativos bailes que las negras jóvenes ofrecían a sus pretendientes. Moreira también se sentía feliz de vivir entre esos negros que eran diferentes, espontáneos y sencillos, en contraste con la acartonada sociedad hipócrita de los blancos.
Remedios se sumaba todas las mañanas a las clases que daba Moreira para los niños y seguía aprendiendo cosas. Aprendió de historia y de aritmética y además encontró en ese jovencito, un interlocutor inteligente para charlar de cosas como la política, la religión y la guerra, aunque Moreira no quería saber nada con meterse en ninguna de esas cuestiones.
~Prefiero la vida sencilla del campo; algún día tendré mi propia hacienda. Lo que pasa es que todavía nadie me da tierras, por la edad. Me faltan unos añitos y me voy.
~Lo bien que hará m’hijo. Lejos de la ciudad y de la mugre. Se busca una buena mujer y a trabajar la tierra. Usté es inteligente y sano; le va a ir bien.
~Mis padres me dicen que la guitarra me va a llevar por mal camino. ¿Qué puede tener de malo la música?
~Mire, Juan, a los negros no nos dejan cantar o tocar los tamboriles en público. No sé decirle, pero parece que es malo para los blancos, como si le tuvieran miedo a la forma en que hacemos las cosas; o a las cosas que decimos cuando cantamos.
Moreira se quedaría todo un año en la barraca de los negros, haciendo un muy buen trabajo con los niños. Luego, en 1821, cuando Rosas fue nombrado coronel y comenzó a desempeñarse como militar junto a otros estancieros, decidió partir hacia el sur de Buenos Aires para probar suerte con la vida de campo. Además, escapaba de una posible incorporación a los Colorados del Monte, que era el regimiento que Rosas venía conduciendo para luchar en principio contra los indios del sur y ahora, contra los unitarios. Moreira, aunque ya se perfilaba como un hombre valiente, no quería saber nada con la guerra. También advirtió a la Capitana que había escuchado conversaciones, entre algunos personajes criollos, respecto a que a los negros había que mandarlos a todos a la frontera.
~Creen que así se sacarán de encima a los negros, Juan, y capaz que tienen razón. Los negros, esclavos, fuimos una solución, pero libres, parece que somos el problema.
Por los ojos de Moreira se cruzó una nube de tristeza. Sabía que la negra estaba en lo cierto y nada podía hacer por ella.
~Me llevo en el alma su imagen, Remedios, como la imagen de la madre que hubiera querido tener. Jamás la olvidaré.
Y partió con su guitarra y algunos libros en busca de su vida, que la historia retrató, en ese mismo siglo, como trágicamente legendaria y a él, como el paradigma del gaucho matrero.
La Capitana, Madre de la Patria, lloró la partida de Moreira como la del último hijo. Ya no quería seguir perdiendo hijos. Ojalá hubiera nacido con el corazón un poco más duro, pero tenía corazón de mujer y la piel curtida de los negros. Deseaba, a veces, ser tan simple como el resto. Deseaba no pensar tanto en tantas cosas, y poder emborracharse como los demás, sin pensar en lo que se venía mañana, o el año que viene. Su cabeza ardía en pensamientos que nunca tuvo antes de aprender a leer y se preguntaba si eso era bueno para ella; nunca se arrepintió sinceramente de haberlo hecho. Nadie la convencería de que el saber o el conocimiento podían estar prohibidos o ser malos. Sólo pensaba en cuánto camino faltaba recorrer para que las mujeres, para que los negros y los indios, tuvieran las oportunidades que ella tuvo al lado de personas como Belgrano, de Macacha Güemes y su hermano, de Juana Azurduy y Padilla o de Juan Manuel de Rosas y del mismo Juan Moreira.

Escuché al cura decir que el conocimiento trae problemas, que es mejor no saber, que es mejor obedecer al que sabe; que es menos trabajo. ¡Capaz que tenía razón el pollerudo! Que la educación trae insubordinación, decía Gorriti, allá en Salta. No le hagás caso, me decía Macacha, siempre es mejor saber. ¿No fue acaso con insubordinación que echamos a los realistas? Pero mientras más aprendo, más me duele la realidad…

Con la partida de Moreira, Remedios comenzó a meterse en sí misma y ya no atendía la educación de los niños en la barraca. Se la veía muy intolerante, violenta en ocasiones, y su carácter se iba poniendo agrio y despectivo. Aunque seguía leyendo los periódicos, a veces, se la escuchaba insultando a los titulares y mascullando comentarios ácidos sobre lo que leía.
Un día muy frío del invierno de 1822, aparece a las puertas de la barraca, un policía comandando un piquete. Venían a reclutar negros para la campaña al Brasil.
~Hablen con el coronel Rosas. Ningún negro de esta barraca va a Brasil ni a ningún lado.
~Apartate, negra, que la cosa no es con vos ~le dijo el milico, intentando entrar.
La Capitana desenvainó su facón, a la vez que empujaba al hombre hacia atrás; velozmente, trazó una línea en el piso de tierra con la punta de su cuchillo.
~Cruzá esa raya y estás muerto, gallina ~contestó Remedios, escupiendo las palabras con rabia.
El policía dio un paso adelante y la negra lo ensartó en el hombro, sólo a modo de advertencia.
~Eso es para que veas que no hablo en broma, gallina. Te vas a ir con las tripas en la mano; más te vale recular ahora. Y decile a tus jefes que acá manda Rosas y la Capitana y nadie más.
Por el tumulto que se armó, aparecieron de la nada un montón de negros que secundaban a Remedios y los milicos tuvieron que irse, una vez más, sin poder doblegar a esa negra insolente.
A Rosas le debe haber llegado muy rápido el rumor de lo que pasó, porque al otro día estaba allí.
~Vea, Remedios, yo no tengo forma de parar la incorporación de su gente al ejército. La única manera, sería que se incorporen a mis filas, a Los Colorados del Monte.
~Pero…
~Mire, Remedios, usted seguiría comandando a su gente y cuidándolos, seguiría siendo la Capitana, oficialmente, y pertenecerá a la plana mayor de mis oficiales. No puedo hacer más que eso. De no ser así, van a venir por ustedes de mala manera. Los van a escarmentar feo.
~Pero usted nos iba a cuidar, don Juan.
~Y eso hago, Remedios. Pero la Patria está en armas y, le guste o no, hay que pelear. Prefiero que su gente pelee a mi lado antes que mandarlos al Brasil o a la Banda Oriental.
Remedios temblaba de impotencia. Había tenido la ilusión de vivir en paz. Ni el propio Rosas la dejaba tranquila. Todos necesitaban a los negros para la guerra.
~Carne de cañón ~pensó en voz alta, la negra.
~¿Cómo dijo, Capitana?
~Nada Coronel, nada. Usted manda.
~Bien, bien. Le voy a mandar cien uniformes y cien montas preparadas. Me los entrena para atropellada con lanzas, en filas de a tres. Tiene dos meses para sacarme los mejores jinetes de Buenos Aires. Usted, en persona, me rendirá cuentas del progreso y se encargará de los pagos. Plata no falta. Usted tendrá su sueldo de Capitán, como corresponde. ¿Alguna pregunta?
~Ninguna, Coronel.
~Yo le mando las tacuaras y una fragua y fierros para que armen las mejores lanzas. ¿Tiene un buen herrero acá?
~Sí, Coronel.
~No se habla más. La policía no la va a molestar. Dedíquese a lo que se le ha encomendado. Y me rinde cuentas todos los sábados por la mañana, en mi casa de Palermo. Adiós, Capitana.
Y se quedó petrificada, desconcertada. Todo se precipitó. De planificar una vida en paz, a preparar negros para la guerra. Eso le pasaba por saber.
Pero ahora era útil otra vez y, de algún modo, eso tapaba otras sensaciones contradictorias. Volvería a montar, volvería a sentirse viva, aunque no volvería a luchar porque estaba muy firme en su decisión de no derramar sangre argentina.
Puso su mejor empeño para formar su escuadra de lanceros montados. Fue meticulosa y casi déspota; repartió personalmente los uniformes y las botas, exigiendo a sus soldados una pulcritud perfecta. Supervisó y corrigió al herrero en la fabricación de las lanzas y, como le sobrara mucho material, le hizo fabricar cuchillos largos con empuñaduras de cuernos y cuchillos cortos con empuñadura de madera. Cada soldado debía afilar sus armas, al tal punto que pudieran afeitarse con cualquiera de ellas y mantenerlas así, de modo permanente. Mandó a robar cueros curtidos de otra barraca y fabricaron correajes y vainas cosidas con tientos. Todos trabajaron con dedicación porque cobrarían sueldos de soldados, que eran bastante mejores que lo que ganaban como cargadores.
Remedios rindió cuentas meticulosamente a Rosas, todos los sábados por la mañana. Hasta le confesó que habían utilizado cueros de una de sus curtiembres. Rosas puso cara de enojado, pero la sonrisa enorme de la negra lo desarmaba una y otra vez.
~Róbeme otro poco de cuero y haga boleadoras para toda la escuadra; que sean Tres Marías, Capitana. En los llanos se usan las boleadoras para voltear y las lanzas para terminar. Así peleamos en las pampas.
Remedios robó tanto cuero que le alcanzó para cien boleadoras y para veinte lazos largos, hechos en trenzas de ocho tientos. La Escuadra Capitana terminó siendo la mejor equipada entre Los Colorados del Monte. La negra les enseñó a usar las lanzas al galope y un gaucho mandado por don Juan Manuel, les enseñó a usar las Tres Marías de a caballo y de a pie.
Para la Capitana era difícil hacer que los negros fueran más agresivos en la instrucción para el combate. Les costaba ir contra su naturaleza pacífica y por eso, eventualmente los blancos los tildaban de cobardes. Pero cuando los negros comprendían la crueldad de la guerra, combatían con una ferocidad inigualable. Remedios tuvo que hacerles entender de la manera más dura, a planazos y azotes, de qué se trataba la guerra. Por entonces, se decía que la Capitana había cambiado su verdadero nombre por el de Remedios Rosas, tal era la lealtad de la negra con el Coronel.
~El que se duerme está muerto, negros, esto es matar o morir. Quiero que todos ustedes vuelvan a esta barraca después de la guerra. No quiero ver a sus madres o esposas llorando. Háganse hombres y aprendan a matar primero, aprendan a madrugar, porque la muerte no espera a nadie.
También les enseñó a hacer la atropellada golpeando los guardamontes con los cabos de sus lanzas, al estilo de los Gauchos de Güemes. Esta táctica asustaba y hacía desbandar al enemigo; ése, fue el detalle que distinguió al grupo de la negra entre los demás.
En poco más de tres meses, estaban listos. Remedios se los llevó en filas de a tres al Coronel, cruzando medio Buenos Aires hasta su finca de Palermo. Los formó a su entrada con las lanzas inclinadas hacia adelante, con cintas rojas atadas a las tacuaras. Era una imagen imponente y atemorizante que Rosas supo apreciar y agradecer a Remedios.
~Acá los tiene, don Juan, faltaría nombrar a los oficiales y demás jefes. Ésta es la lista de nombres que yo le propongo para esos menesteres. ~Le alcanzó una prolija lista de nombres de los negros que tenían más coraje, disciplina y condiciones para el mando.
Rosas llamó a su asistente y éste fue nombrando a los mencionados para que se apearan y recibieran sus tiras. Rosas estaba visiblemente emocionado y sorprendido por el trabajo hecho por la Capitana. Ninguno de sus oficiales era ni la sombra de eficiente.
~Y acá tengo otra lista con todos los nombres de los negros de mi escuadra, Coronel. Cuídelos porque todos son buenos hombres, todos son mis hijos y los quiero de vuelta para cuando la guerra termine ~le dijo Remedios, con los ojos húmedos.
Esa noche, en la barraca, la negra no tocó sus tambores y lloró junto a tantas otras que se quedaban sin sus hijos, sin sus esposos.











XV

La vida cotidiana en las barracas había perdido la alegría y, siendo ahora menos de la mitad de la gente, había un silencio y una quietud que oprimía el corazón. La negra tocaba los tambores todas las noches y cantaba nanas africanas que apenas recordaba. Las cantaba para ella, nomás. Las cantaba para no morirse de angustia. Nadie bailaba. No había nada que festejar. Todo les sobraba; les sobraba espacio y comida y también trabajo. Tenían que hacer el trabajo de cargadores, hasta las mujeres y los niños, porque con guerra y todo, los hacendados como Rosas, seguían haciendo negocios con los gringos.

Es al ñudo… seguimos siendo esclavos; sueltos, pero arrastrando las cadenas al cuello. No hay niños blancos hombreando bolsas. No hay mujeres blancas cabalgando los llanos, trenzando lazos o afilando lanzas. Hasta don Juan Manuel necesita piel negra para frenar las balas de cañón. ¡La pucha que es feo ver de cara a la verdad!

Remedios deambulaba por la barraca como una loca enfurecida con ella misma. No debió hacerle caso a Rosas, no debió mandar a más negros a la guerra, no debió haber formado esa escuadra. Ya no se podía saber quiénes eran los buenos en estas luchas internas. Era tan distinto antes, cuando el enemigo era el extranjero…
Poco a poco fue delegando sus tareas en otras negras, ordenó a los niños para que siguieran estudiando las letras con otra mujer más joven. Ni ella lo sabía, pero se estaba preparando para partir. Tenía ahorrados unos cuantos cobres, tenía una buena monta, tenía su facón y tenía el alma hecha pedazos. Era todo lo que le hacía falta para irse de vuelta a los caminos, adonde nadie la necesitara, adonde nadie la extrañara. Le escribió una carta al Coronel, se la envió con un chasque y partió sin esperar respuesta, una mañana de verano de 1823.
Era la primera vez que mentía. En la carta, le decía a Rosas que se iba al norte, a Tucumán, en busca de otra vida, de otro clima, que los huesos le dolían con la humedad de Buenos Aires, que estaba vieja y cansada para la guerra, que lo apreciaba y le agradecía mucho todo lo que hizo por los negros de la barraca. Que se los dejaba a cargo, que los cuidara.
Se fue cabalgando al paso, viendo adónde iban a parar sus huesos. Anduvo todo el día y terminó en los Corrales de Miserere, bien al fondo, adonde el poblado se fundía con el monte. Estaba lleno de taperas, había varias familias negras y mucho espacio libre alrededor de una ruinosa hacienda colonial abandonada que tenía un aljibe.
Se apeó y saludó a la dueña de la última casa, que lindaba con el monte. Le preguntó si podía instalarse al lado, como para estar cerca del aljibe. La negra que vivía allí desde hacía varios años, estaba encantada de tener una vecina. No sólo estaba encantada, también la ayudaría a levantar el rancho. Remedios le explicó quién era y le hizo una síntesis breve de porqué estaba allí. Cirila estaba feliz de tener a semejante personaje allí y la invitó a quedarse en su casa el tiempo que necesitara, hasta terminar de levantar las paredes y techar el rancho de Remedios. Era una mujer sola, bastante mayor, cuyos hijos y marido fueron llevados a la guerra por un tal Lavalle, hacía más de un año. No tenía noticias de su suerte y estaba resignada a vivir sola. Por supuesto que Remedios era bienvenida.
Estuvieron quince días amasando barro y paja para hacer adobes de los buenos, y otros quince días levantando paredes y techando. Usaron palos sacados de la casa colonial para las vigas y sostenes, y cañas atadas con totoras para la puerta y las ventanas. En poco más de un mes, Remedios tenía su casa. Se surtían de legumbres y maíz de una pequeña huerta que cultivaba con esmero su nueva vecina. No había gastado un cobre en armar su casa pero compartió la mitad del dinero que tenía con Cirila. Tenían que comprar algunas cosas básicas como un par de ollas y yerba y otros utensilios para la vida cotidiana. Compraron también algunas gallinas y un par de cabras para poder autoabastecerse de todo lo necesario. Remedios sentía que, a pesar de la pobreza, podía ser feliz en su madurez, sin pedirle nada a nadie y sin mandar a nadie más a la muerte.
~Y dígame Cirila, ¿cómo hace cuando necesita plata? Para yerba, aceite y esas cosas, digo.
~Me voy hasta las iglesias y pido limosna, Remedios. Me guardo el orgullo y algún cobre me traigo. Usté va a tener que hacer lo mismo, si no quiere pedirle a Rosas su sueldo, que le corresponde, además.
~No, Cirila. Nada de pedirle ni cinco a Rosas ni a nadie, prefiero las limosnas.
~La respeto por eso, Capitana, pero piénselo, porque la pobreza por acá es terrible.
~Pero si tiramos en yunta, Cirila, no nos va a faltar el sustento.
Así comenzó Remedios, la Capitana, la Madre de la Patria, a mendigar en las iglesias, los conventos y las plazas de Buenos Aires.







XVI

~Pido la palabra ~dijo Viamonte en la Junta de Representantes, el once de octubre de 1827.
~Concedida, General, pero sea breve por favor ~le recomendó el presidente.
~He presentado un proyecto, del cual usted tiene copia en su mesa, para resarcir y pensionar a María Remedios del Valle, La Capitana de los Ejércitos del Norte, por los invaluables servicios que ha prestado a la Patria, para que no tenga que estar pidiendo limosnas, como lo hace, y para que tenga una vejez digna de su trayectoria y heroísmo.
~Se registrará el ingreso del proyecto para ser tratado a la brevedad.

“La Comisión de Peticiones ha examinado la solicitud de Doña María Remedios del Valle, conocida con el título de Capitana del Ejército, en que refiriendo los importantes servicios que ha rendido a la Patria y acompañando el expediente que los justifica, pide alguna remuneración por ellos, pues no tiene absolutamente de qué subsistir. La Comisión se ha penetrado de la justicia de este reclamo y en mérito de ella ha tenido a bien aconsejar a la Sala, el adjunto proyecto de decreto:
Proyecto de decreto: Por ahora y desde esta fecha la suplicante gozará del sueldo de Capitán de Infantería, y devuélvase el expediente para que ocurriendo el Poder Ejecutivo tenga esta resolución su debido cumplimiento”. 11 de octubre de 1827.





XVII

~Pido la palabra ~dijo Viamonte en la Junta de Representantes, el dieciocho de de julio de 1828.
~Concedida, general, pero sea breve por favor ~le recomendó el presidente.
~“Esta mujer es realmente una benemérita. Ella ha seguido al Ejército de la Patria desde el año ‘10. Es conocida desde el primer general hasta el último oficial en todo el Ejército. Es bien digna de ser atendida: presenta su cuerpo lleno de heridas de balas y lleno, además, de cicatrices de azotes recibidos de los españoles. No se la debe dejar pedir limosna…”
~Disculpe la interrupción General, pero nada de lo que usted dice sobre esa mujer, está suficientemente documentado ~protestó el diputado Gamboa.
~Además los servicios de esta Capitana fueron prestados a la Nación y esta Junta es provincial ~agregó el diputado Aguirre.
~Me parece que no hay suficiente mérito documentado para una pensión que sea similar a la de los soldados blancos y varones ~dijo Alcorta.
Ante esa ola de objeciones absurdas, tomó intervención Tomás de Anchorena, cuya palabra era especialmente respetada:
~“Efectivamente, ésta es una mujer singular. Yo me hallaba de secretario del general Belgrano cuando esta mujer estaba en el Ejército. No había acción en que ella pudiera tomar parte que no la tomase y en unos términos en los que podía competir con el soldado más valiente. Admiraba al general, a los oficiales y a todos cuantos acompañaban al Ejército. Belgrano era un general muy riguroso: no permitía que siguiese mujer al Ejército y ésta era la única que tenía la facultad para seguirlo. Yo oí al mismo Belgrano ponderar la oficiosidad y esmero de esta mujer. Ella debe ser el objeto de la admiración de cada ciudadano y, donde quiera que vaya, debe ser recibida en brazos y auxiliada con preferencia a un general”.
~Después de haber sido dicho esto, creo que no habrá necesidad de más documentos ~remató Anchorena.
Se debatió ásperamente sobre el futuro de Remedios durante varias horas, triunfando finalmente, con los votos justos, el proyecto de Viamonte. A pedido del diputado Lagos, se votó crear una comisión que “componga una biografía de esta mujer y se mande a imprimir y publicar en los periódicos, que se haga un monumento y que la comisión presente el diseño de él y el presupuesto”.
Así, los prohombres más preclaros de la Patria limpiaron sus almas, aunque Remedios ~que sabía mucho de falsarios hipócritas~ nunca había visto tanta miseria en conciencias tan limpias.

En el crudo invierno de 1847, diecinueve años después de la sesión de la Junta, se extinguía la vida de la Madre de la Patria, sin haber recibido, jamás, ni un centavo del gobierno, en la pobreza más abyecta,  tomada de la mano amiga y piadosa de Cirila, su vecina, que moriría de tristeza unos meses después.
La Argentina ~que siempre se miró en espejos europeos~ seguiría siendo, por siempre, una pobre gran patria con varios padres… y ninguna madre.