Un montonero entre la paz y las bestias (novela)

















A los dos Pedros
































MI AGRADECIMIENTO

A todos quienes me alentaron considerándome generosamente un hombre de “buena pluma”, en la esperanza de que no se arrepientan.
















PRÓLOGO

Entre el cielo y el infierno...

Las presentaciones nunca dejan de ser parciales e incompletas. Quien presenta, elige condiciones y cualidades que permiten conocer al presentado. Dada la singularidad del pensamiento humano la elección no va más allá del gusto de quien lo hace. Ya los romanos sospechaban del testigo único: testigo único, testigo nulo, decían, pero en latín, que suena más contundente. El prólogo de una obra literaria es la presentación de
la misma al futuro lector y espero no equivocarme en este sintético análisis ya que, Un montonero entre la paz y las bestias, novela de José Luis Marrero, las dificultades de presentación se potencian.
Está bien escrita, con un estilo que avasalla al lector impidiéndole abandonar la lectura hasta no llegar a la última página; y aún entonces surgirá la tentación de la re-lectura.
Marrero, que se recuerda como niño “volcando en el papel el contenido de su corazón”, emprende de grande, contar su vida en los años más oscuros de la Argentina. ¿Se trata de una autobiografía o ha manejado tan bien las palabras para crear con ellas una realidad más poderosa que la realidad misma? Conrad volcó su experiencia de ultramar en sus novelas, pero nadie está en condiciones de afirmar que esas narraciones hayan evocado hechos que sucedieron realmente.
La lista de autores que apuntalan la creación en una base real mínima, para después despegar con su imaginación es larga. Quizás a partir de hoy debamos agregar a esa lista el nombre de José Luis Marrero. No lo puedo asegurar, tampoco interesa. Lo que sí afirmo es que, quien lea esta obra, se estremecerá sin tener en cuenta de dónde proviene la trama: si vivida, si contada o soñada.
Es difícil definir el género de esta novela; puedo decir que es una novela política, psicológica, de aventura, romántica. ¿Me contradigo? No. Son pocos los autores que pueden anudar tan distintos géneros en una obra. José Luis Marrero lo logra a través de un argumento que es el reflejo de la vida. Indaga hasta lo más profundo en su conciencia y lo escribe. Dice: “yo era defensor de los débiles y cagones desde muy chico” y desde este cimiento, sostendrá el accionar posterior en una huida al norte argentino, alocada, y en apariencia sin rumbo. En esa confesión inicial nacerá su relación con Paique, india toba y el hecho sangriento que corona su viaje.
Viaje que le permitirá suponer que amor y paz son inherentes al ser humano, hasta alcanzar la reflexión que la misma característica tienen la violencia y el odio. Y en esta dualidad, alcanza el principio de la sabiduría: la duda. Es entonces que se cuestiona: “ojalá supiera hoy como ayer, qué es lo bueno y qué es lo malo”; planteo que reitera cuando se pregunta “¿hubo montoneros buenos y montoneros malos, hubo milicos buenos y milicos malos, hay gente buena y gente mala?”
Este libro supera cualquier narración sobre la guerrilla que se haya escrito hasta la fecha. No necesita mostrar batallas para que uno las sienta. Se dan en la ciudad, en el monte virgen, en las relaciones humanas. Marrero logra que el lector sienta la amenaza de la violencia. De la violencia difundida y actuada, pero no deja de lado por ser más rigurosa, la agresión que produce la desnutrición, el chagas, la diarrea y la pobreza que padecen miles de marginados, entre ellos, matacos o tobas que, con suerte, alcanzan a vivir poco más de treinta y cinco años.
El autor encadena en el relato su situación personal. Lo hace desde el principio cuando habla de sus padres: “intento recordar gestos afectuosos de mis viejos. Me apena todavía ese vacío en mi memoria, ese agujero negro”. Buena definición, porque los agujeros negros tienen un poder gravitacional inmenso. Cualidad que se demostrará en el desarrollo de la trama, en cada accionar del protagonista.
Un montonero entre la paz y las bestias es también una soberbia novela de aventuras. Sus personajes, bien definidos, despiertan nuestras pasiones. Mención aparte merecen tres objetos que, por la maestría de su tratamiento, se transforman en personajes insoslayables. Hablo de las motos Gilera, Puma y Royal, vehículos que, con su alma de acero, serán difíciles de olvidar.
Esta obra, ya lo dije, es buena. Abrigo la esperanza de que servirá para entender y aceptar los errores cometidos, con el objetivo de alcanzar un futuro mejor para los argentinos. Consejo: léala y reflexione.
Juan Gabriel Vázquez, escritor colombiano, dice que no existe una historia sin dolor. Un montonero entre la paz y las bestias lo es. Historia sobre el dolor individual y social que deja avizorar una posible redención, a la que llegaremos de a poco, con esfuerzo, con dudas, como corresponde a un objetivo tan ambicioso.
JORGE O. SALLENAVE




























ACLARACIÓN INNECESARIA

Esto es una novela

Si hubiese sido un verdadero escritor sabría tal vez cómo plasmar un relato trágico, dulce, doloroso y feliz, todo a la vez, en forma literariamente atractiva. Pero, como carezco de la solvencia de un literato esta historia está elaborada a modo de obra autobiográfica sin otra pretensión más que la de contar en forma más o menos entretenida algunos segmentos de mi vida, reales en su esencia, aunque el lector debe asumir que se trata de una novela y, como tal, está llena de verdades y fantasías tan subjetivas como la opinión que él mismo pueda formarse. Sólo es una historia entre tantas otras, donde intento mostrar que los malos eran realmente muy malos y los buenos, no tan buenos, independientemente del lado en que les tocó luchar.
Pregunta retórica: ¿hubo montoneros buenos y montoneros malos? ¿hubo milicos buenos y milicos malos? Si la respuesta fuese sencilla, esta novela no tendría sentido ni objeto. Debe comprenderse que algunos -sólo algunos- nombres han sido cambiados por razones legales aunque seguramente el lector podrá inferir, si pertenece a mi generación -año más, año menos- de quiénes estoy hablando. Ningún parecido con la realidad es coincidencia ni casualidad, en honor a la verdad y en homenaje a los héroes que no abundan y que tanto ignoramos.
















INTRODUCCIÓN

Qué difícil es relatar cosas de las que uno está ahora tan lejos como la infancia, por ejemplo. Pero no es tan difícil recordar la esencia: Fui feliz, y lo fui careciendo de cosas materiales porque que nací en una familia de clase media baja en la que lo único que no me faltó fue la comida y la educación. Usaba ropa heredada de mis primos, juguetes y bicicletas también heredados. Me eduqué en el colegio Don Bosco durante la primaria, cuyo costo era bancado en parte por mis viejos y en parte por mis tíos. Social y culturalmente mi familia era de clase más alta que la económica, lo que en ese entonces -años ‘60- era bastante común en la sociedad sanluiseña: gente culta en un entorno económico de pobreza. Paradójicamente hoy es justo al revés: en San Luis hay muchísima gente con poder adquisitivo importante y nada de cultura - verduleros con plata- diría mi abuela, sin ánimo de ofender a los verduleros.
Pero mi felicidad era casi autista pues me bastaban un par de amigos del barrio y a veces ninguno. Recuerdo haber corrido aventuras inverosímiles en soledad, y las disfrutaba tanto como si fuera en pandilla. Disfrutaba de la escuela, de la abuela Luisa, de Estela -mi niñera- de los libros que descubría en la nutrida biblioteca que papá tenía en cuanta pared podía colocar un estante, de las correrías con mis primos Osvaldo y Berti, de las salidas de campamento con los curas del colegio, en fin, para mí, vivir era un gozo. Era tan intensa mi niñez que se me dificultaba dormir porque, para mí, dormir era restarle tiempo a la vida y pasaba las noches leyendo o haciendo experimentos con electricidad o química hasta que el cansancio me vencía.
Intento, vanamente, recordar gestos afectuosos de mis viejos. Me apena todavía hoy ese vacío en mi corazón, ese agujero negro. No sé si ese espacio alguna vez estuvo ocupado pero prefiero creer que me falla la memoria. Me amaron sin que yo me diera cuenta, eso creo, pero sin demostraciones que seguramente considerarían superfluas. Sí recuerdo de ellos, en cambio, la virtud de haberme orientado a la buena música, a la lectura, a las inquietudes sociales y a escribir, escribir mucho sobre lo que saliera en el momento. Hoy agradezco que me inculcaran ese hábito que, utilizado con método, sustituye en gran medida al psicólogo -a un costo mucho menor- y permite dejar en tinta y papel un montón de historias lindas y algunas mediocridades y tonterías, amalgamadas sin pretensiones literarias. Y como casi a diario dejaba en papel el contenido de mi corazón, al día siguiente salía de mi casa renovado y listo para encontrar nuevos contenidos, sensaciones y aventuras, para volverlo a llenar de lo que me hacía más feliz: sentir la vida. Tal vez desde entonces sufro lo que algunos consideran una patología, esto de vivir al límite de todo, al límite del peligro, de la vida, del delito, del amor, de la furia, de la piedad, del placer, del deseo... . Lo que en la posmodernidad se llamaría un “borderline” -según sentenció una amiga inglesa- o en criollo, un cuasi-marginal adicto a la adrenalina.
Pero, patológico o no, fui feliz de ese modo. Y aún lo soy, aunque ahora sin el condimento de la ingenuidad, sin la sensación de inmortalidad propia de la infancia. Ahora sé que soy imputable, finito, mortal, tangible y miserablemente animal.
Casi todos mis recuerdos de la infancia me remiten a momentos felices y placenteros. Desde mis primeros intentos sexuales con mi vecina, hasta las reprimendas  no muy frecuentes- que recibía por las travesuras diarias con que sobresaltaba cotidianamente a mis viejos. Desde las primeras peleas en la escuela primaria hasta mi insolencia contestataria en la secundaria, todo lo viví con desmesurada intensidad.
Claro, olvidaba un detalle no menor: no existía la televisión como dopante electrónico ni la internet como red sustituta de las neuronas. Todavía no sé si eso es bueno o malo, pero esa era mi realidad en mi contexto. Realmente fui feliz y no estoy muy seguro de que las nuevas generaciones lo sean tanto en su frenesí consumista. Les han hecho creer que la felicidad es un clisé hippie y que lo que importa ahora, es tener y, lo que es más importante, mostrar lo que se tiene. Yo no sabía nada sobre consumismo y la vida para mí era sinónimo de vértigo y poco más que eso. Lo único que me pacificaba era la lectura y el hábito de escribir.
Ese casi desenfreno por sentir, me hizo como soy ahora: casi igual que en mi infancia, desinteresado, un poco cínico, muy sarcástico y, claro, ateo.
La diferencia entre ayer y hoy es que ahora soy un poco menos feliz, y un maduro agnóstico. Cuando pibe lo era sólo por llevar la contra al resto de la gente y especialmente a los sacerdotes del colegio. Era un ateo militante activo, discutidor y tan irracional como los creyentes, aunque eso iría cambiando, afortunadamente, a medida que crecía.
Nunca tuve los ojos vendados respecto de lo que ocurre a mi alrededor, disfruto de lo bueno y tomo minuciosa nota de lo malo. Por esto, mi vida quedaría definitivamente marcada en la adolescencia por la necesidad de luchar en pro de lo bueno y en contra lo que yo entendía por malo que, en general, era “lo malo de verdad”.
Ojalá supiera hoy como ayer, qué es lo bueno y qué es lo malo.











I

Yo era defensor de los débiles y los cagones desde muy chico. Tenía buena contextura física, era un ágil peleador y, debo admitirlo, tenía cierta tendencia a la violencia. Siempre creí que así como el amor y la paz son cualidades inherentes sólo al ser humano, también lo son la violencia y la guerra -mal que nos pese- debo decir desde la reflexión y la madurez.
Sostenidamente se fue gestando en mí un rechazo casi compulsivo por los uniformados, con la policía encabezando la lista. Y este rechazo no era para nada caprichoso porque desde muy chico presencié los arrestos y maltratos que sufriera mi viejo en su carrera sindical y como militante peronista así como las batallas campales –de las que papá siempre era parte- que se producían entre estudiantes, docentes y trabajadores contra la policía o el ejército para ganar las calles, y así fui formándome desde muy chico en un ambiente en el que la violencia era la regla y no la excepción. El enemigo, para mí, siempre fue uniformado.
El barrio donde me crié era de clase media empobrecida y todos mis amigos y yo, moneda más moneda menos, éramos bastante humildes. Jugábamos juegos humildes como las bolitas, las figuritas y las carreras de “chapitas” por el cordón de la vereda. Teníamos nuestro equipo de fútbol para pelearle el campeonato a nuestros archi enemigos del Pasaje Teniente Ibáñez, con quienes siempre terminábamos a las trompadas y piedrazos. Del equipo del Pasaje recuerdo, entre otros, a Mario Pérez y al “Sapo” Lucero quienes fuera de la cancha siempre fueron buenos amigos míos. De mi equipo de la calle Las Heras, recuerdo a Julito y Quique Capello, Carlos Garrido, Alfredo Barrera, Juan Miguez, Gustavo y Rubén Chacón, Jorge Salama y otros cuyos nombres se me han desdibujado con el tiempo. Todos ellos, hoy son hombres de bien y, seguramente, refrendarían nostálgicamente mis recuerdos y sensaciones si, tal como a mí, se les diera por escribir. Entre todos construimos un grupo feliz, lleno de vida y de experiencias comunes como por ejemplo los frustrantes esfuerzos para debutar sexualmente -cuando sólo teníamos entre ocho y diez años- con la misma vecinita con quien jugábamos a la casita o al doctor. Por supuesto todos debimos seguir masturbándonos y haciendo concursos de distancia eyaculatoria durante varios años más. Uno es médico, otro veterinario, varios somos comerciantes, otro es abogado, y tenemos en común una vida de trabajo y esfuerzo.
Sólo dos del grupo tuvimos militancia política: Gustavo Chacón y yo. Aunque por vías separadas, ambos terminamos siendo zurditos, y lamentablemente nuestras vidas nunca se volvieron a cruzar porque, por razones operativas y tácticas de la orga, -léase Organización Montoneros- era mejor y casi una exigencia aislarse de amistades y desapegarse de parentescos, según no sé qué sacrosanto versículo de la biblia del buen guerrillero.
Del barrio de la calle Las Heras, con mi familia nos mudamos a una casa en Avenida España esquina Irigoyen, en donde viví el bajón de la separación temporal de mis viejos. Era en la época del Gobierno de Illía, allá por el ‘64 ó ‘65, época en que mi padre estudiaba psicología y se le chifló el moño, como a todo buen psicólogo, lo que derivó en separación matrimonial, con mi vieja a cargo de los hijos, mientras el viejo cirujeaba en Buenos Aires. En esa casa yo cumpliría los quince años, época de mi tan ansiado debut sexual con una mujer cinco o seis años mayor que yo que se llamaba Amalia, con quien estuve de novio por seis o siete meses en los que me enseñó casi todo lo que por el momento ansiaba saber del sexo, mujer de quien, por supuesto, me enamoré y desenamoré rápidamente. Por ese tiempo, a partir de los ’67 ó ‘68, me uní a la UES -Unión de Estudiantes Secundarios-, de orientación peronista y clandestina por tratarse de una organización proscripta por el gobierno militar de Onganía y su “Revolución Argentina” a partir del ‘66. Yo oficiaba de enlace entre la UES y la JUP con quienes tenía contacto porque asistía infaltablemente a charlas de adoctrinamiento. Esto me llevó a conocer gente muy preparada ideológicamente, con quienes participábamos de marchas y actos de la resistencia peronista que terminaban siempre en represión policial, gases y palos. Cursaba la secundaria en la ENET Nº 1, pero promediando tercer año, me echaron porque me negué a usar uniforme y tuve que pasar al Colegio Nacional en donde, sin demoras, organicé brigadas de choque de la Juventud Peronista siempre encuadrados en la UES y conducidos por gente de la Universidad.
Poco después, en mayo o junio del ‘70, se produce el secuestro y ejecución de Aramburu, operación bautizada Pindapoy y más tarde “aramburazo”, como presentación en sociedad de los montoneros que, en realidad, ya existían inorgánicamente como un rejunte de gente de las FAP, las FAR y algunos ex militantes de las juventudes católicas devenidos en la nueva izquierda popular. Para mi asombro y decepción, ese operativo, junto con otros factores de corte netamente ideológico, ocasionó a nivel nacional y provincial que la JP se escindiera oficialmente en dos corrientes: los fachos y los de la tendencia. Aunque me dolió en el alma e intenté posponer mi obligación de optar, finalmente tuve que hacerlo y, obviamente fue en favor de la izquierda. En realidad, era donde me sentía más cómodo y acepté como primer encargo de la conducción quedarme con los fachos para que mi integridad no corriera peligro y de paso de vez en cuando aportaba alguna información según me sugirieron. Me consideraban todavía un pendejo atrevido, pero potencialmente útil.
En realidad, me usaban como infiltrado de la izquierda en las filas de la derecha.
Nacía por entonces oficial y públicamente la organización Montoneros. Yo tenía dieciséis años. Con la JP de los fachos organizábamos pequeños golpes de efecto contra la dictadura con actos relámpago bastante violentos que consistían en colocar bombas panfleteras, quemar cubiertas y realizar atentados incendiarios contra reparticiones del gobierno militar de San Luis. También buscábamos enfrentamientos con la policía toda vez que fuera posible. Todo esto sugerido y acompañado con precisas instrucciones por el propio General Perón que, desde el exilio, convocaba a la resistencia activa y armada contra la dictadura y nos hacía llegar, por medio de grabaciones y escritos, las tácticas específicas para tales fines. Estas directivas eran introducidas al país por compañeros de la alta dirigencia peronista que visitaban al Viejo en España con regularidad. Lamentablemente, a su regreso, Perón tuvo una “laguna” y borró con el codo lo que escribió con la mano, cuando las juventudes se polarizaron claramente, la izquierda capitalizó sin titubeos las acciones violentas contra el régimen, que la derecha tuvo que ceder.
Corría el año ‘73, Perón volvía de España y se fraguó Ezeiza, en donde quedé junto a mis compañeros de San Luis en el medio del tiroteo entre facciones de la derecha sindical y la izquierda peronista. Ese día yo refrendé definitivamente mi decisión de militar en la JP de izquierda porque quería ser protagonista del cambio que se avecinaba con el famoso y manoseado tema del “trasvasamiento generacional” del que tanto hablaba Perón desde el exilio y sobre el que constantemente hacían hincapié los adoctrinadores del partido. Además, el desastre de Ezeiza había sido abiertamente provocado por los fachos de la UOM, manejados directamente por Lorenzo Miguel y, solapadamente, por López Rega. Arruinaron con muchos muertos, sangre y dolor, un día que debía ser glorioso.
Allí, en el medio de la balacera, me ayudó a escapar un montonero que, a su vez, me contactó con otros con quienes, luego de calmada la locura homicida, intercambiamos direcciones y métodos para mantenernos en contacto. Tenía diecisiete años y los montos me consideraban ya como un reclutado y posible cuadro de combate cuando advirtieron que, a pesar de mi corta edad y la monstruosa confusión reinante, actué en esa circunstancia, con aplomo y firme determinación, porque había logrado rescatar a todos mis compañeros, sin un rasguño, de la zona más peligrosa.
Cámpora -hombre de la izquierda peronista- gana las elecciones que convocara el general Lanusse y Perón vuelve de España sólo para echarlo y asumir la presidencia junto a la nefasta Isabel Martínez y su inseparable “brujo”. Ese día se me cayó el ídolo de mi vida al que reemplacé, sin titubeos, por la idealizada imagen de Eva Perón.
“Si Evita viviera sería montonera”, cantábamos ingenuamente mientras buscábamos una explicación a la echada de Plaza de Mayo que nos hizo Perón en el setenta y cuatro.
Justamente promediaba el ‘74 cuando un grupo de montos de la zona de Caballito, conmigo a la cabeza del operativo, nos metimos en el Ministerio de Bienestar Social de López Rega y, mientras el peronismo oficial celebraba un acto político, nos robamos un verdadero arsenal clandestino de armas automáticas y explosivos. “Lopecito” guardaba estos chiches para la AAA que él había fundado. El golpe lo organicé en forma casi inconsulta, con la audacia y la caradurez de un pendejo inconsciente. Pero todo salió impecablemente bien, no tuvimos que lastimar a nadie y las armas quedaron en Montoneros. Sólo hubo que entrar de traje y corbata -los que eran más grandes que yo- y hacernos pasar por matones de López Rega encargados de trasladar el arsenal a otro lado. Mi función autoasignada, junto con otros tres jóvenes, fue la de changarín para acarrear las cosas hasta una camioneta Ford F100 que habíamos robado la noche anterior. Había descubierto el arsenal por casualidad cuando fui al ministerio y me metí en la oficina equivocada mientras gestionaba los pasajes gratis de tren para mis brigadas de JP, como siempre hacíamos cuando había actos en Plaza de Mayo . Esa fue mi carta de presentación para que los cumpas importantes de Buenos Aires, como Gaby y Mario, me consideraran un elemento a tener en cuenta, aunque yo aún no los conocía personalmente y no estaba seguro de querer conocerlos.
Por entonces la AAA ya funcionaba también en San Luis sostenida por importantes personajes de la Iglesia y los infaltables colaboracionistas civiles de siempre. Mi familia siempre fue un objetivo de esa organización terrorista y no dejaron pasar ocasión de atentar contra nosotros. Mi madre había comprado una casa en el barrio Pueblo Nuevo, que había conseguido a muy buen precio porque se decía que estaba embrujada -créase o no- porque su anterior propietario era un curandero, vidente, médium y estafador famoso –don Viernes Scardulla- que engañaba a la gente vendiendo lo que, según él, eran los planos del tesoro del virrey Sobremonte. Como sea, nos mudamos allí, más o menos cuando papá retornaba de sus andanzas por Buenos Aires. Una linda casa en el medio de uno de los barrios más pobres de San Luis. Ahí sufrimos dos atentados con bombas y uno a balazos por parte de la AAA. Formé entonces, junto a varios cumpas universitarios, muchos cuadros militantes de JP que incluían los barrios Cuiñas, Pueblo Nuevo y Nacional. Trabajé entre otros con Pedro Ledesma -hoy desaparecido- y las compañeras Alba y Choli que pertenecían a la facción de los fachos.
Desde la izquierda nos supervisaba tímidamente un reducido grupo de montoneros de una jerarquía un poco más importante que la mía. Teníamos en esa barriada más de doscientos militantes jóvenes –de entre diecisiete y treinta añosde los cuales siete éramos montoneros formados militarmente y entrenados en una finca de Azul, en la provincia de Buenos Aires, entre otros por la mismísima Norma Arrostito, “Gaby”, para los amigos. De cualquier modo las tareas que se nos asignaban eran blanda” y se trataba más que todo de logística e inteligencia para operativos locales y algunos pocos operativos nacionales como la distribución de mercaderías de primera necesidad, entre gente pobre de algunos barrios. Ese operativo fue posible gracias al botín obtenido del secuestro de los hermanos Born, del poderoso grupo empresario Bunge y Born. Esto sucedió entre diciembre del ’74 y enero del ‘75.

De la impresionante y nunca declarada suma de dinero en efectivo que se obtuvo de ese secuestro se ha hablado mucho y se sabe bastante poco, ¿No es así, don Mario?

Había regresado definitivamente de Mendoza, adonde había ido a estudiar medicina, porque tenía más entusiasmo por la militancia, las motos y las mujeres que por la facu, de modo que al volver a San Luis me puse a trabajar en la Dirección de Cultura de la UNSL en donde conocí a quien luego sería mi esposa. Por entonces tenía dieciocho años. Justamente en esa Dirección era donde se concentraba la intelectualidad de la izquierda y yo me sentía a mis anchas porque todo me empujaba en la misma dirección: la lucha armada contra la Triple A, el liberalismo, las Fuerzas Armadas, la corrupción sindical y, obviamente el resto de la derecha peronista. Por entonces gobernaba la provincia don Elías Adre -mentor de la famosa Acta de Reparación Histórica y consecuente Ley de Promoción Industrial- hombre que, de algún modo, se apoyaba en el ala izquierda de la JP, lo que lo convertía en un buen aliado de Montoneros, aunque él no lo era en absoluto.
Comenzaba por entonces a ser frecuentemente invitado a reuniones clandestinas de la orga en las que se bajaba línea, se repartían tareas y se delineaban tácticas. En un par de ocasiones vinieron a San Luis notorios dirigentes de nivel nacional entre los quienes creo haber reconocido a varios muy importantes. En realidad, ellos estaban con sus rostros cubiertos y no puedo asegurar nada sobre sus identidades, pero en una de esas ocasiones uno de ellos -creo que era Roberto P.- me pasó la mano sobre el hombro y me llevó junto con Pedro y Teresita al patio de una de las casas seguras que usábamos para reuniones especiales, y me habló por primera vez de lo que él pensaba que iba a suceder con la organización cuando los milicos finalmente dieran el golpe. Creo que estaba algo pasado de tragos pero me dijo claramente que estábamos infiltrados hasta los ejes y que ése era el momento para que la gente como yo, se fuera o se comprometiera a fondo con ellos. “Hace falta aliento joven, sin olor a podrido”, nos dijo. Quedaba implícito en sus palabras que sabía de traidores concretos y que era obvio que militarmente nos iban a liquidar pero que en realidad el objetivo de Montoneros no era tanto el triunfo militar -eso era realmente una utopía- sino dejar expuestas las contradicciones del sistema y hacer que el pueblo reaccionara en masa. Ni él ni yo nos creíamos demasiado ese versito de la retórica revolucionaria, pero me pidió que si decidía comprometerme a fondo, trabajara en contra-inteligencia respondiendo directamente a un personaje de Buenos Aires que sería mi director a partir de entonces. Ese personaje hoy es diputado nacional y debo decir que de él recibí algunas tímidas advertencias sobre lo que se venía con los milicos. Nunca tuve ocasión de agradecérselo. Ésa fue mi función concreta desde entonces hasta mediados del ‘76. Además, entre otras cosas, Roberto nos encomendó, a Pedro Ledesma y a mí, la distribución clandestina de la revista “Evita montonera”, como actividad oficial ante el resto de los cumpas de San Luis que consideraban esa boludez como de alto riesgo. Así eran de cagones. Pedro no era montonero pero tenía más huevos que muchos de ellos.
En realidad, infiltrados, era un término piadoso para definir lo que estaba pasando. Roberto me habló de Firmenich y lo definió con todas las letras como un “psicópata peligroso con vocación de empresario y posible traidor”. Se rumoreaba ya por entonces que había negocios entre Firmenich y la SIDE. Meses después, en una reunión en Lomas de Zamora, donde estaba el propio Mario, me atreví a interrumpir su delirante charla y le retruqué insolentemente unas instrucciones disparatadas que estaba impartiendo como decálogo de la moral revolucionaria, el tipo reaccionó gatillándome en vacío su cuarenta y cinco en la cabeza dos veces mientras yo presionaba mi propia Colt en sus testículos. Esta situación fue enfriada por Gaby que nos pidió guardar la testosterona para darle a los milicos.
La verdad es que yo no sabía ni cómo empezar en contrainteligencia ante un panorama tan poco alentador. Desconfiaba de todos, tanto de la conducción porteña como de la de San Luis, excepto de Cobos, Pedro y Teresita, que por mucho tiempo fueron los únicos que supieron cuál era mi verdadera función. Muy poco después, ya en ejercicio de mis tareas, deschavé a un traidor -acá mismo en San Luis y la conducción nacional minimizó, ignoró o subestimó mi informe. Ésto, tiempo más tarde, le costó la vida al compañero Cobos y creo que, a la larga, también al propio Ledesma. El nombre de ese traidor es Juan, y digo es, porque todavía anda por estos pagos trabajando en el ámbito de la cultura y ligado a las dádivas del gobierno local. Ese Juan negoció, como varios otros encarcelados, su propia supervivencia a cambio de mandar a la muerte a un montón de gente leal y valiosa.

¡Ay Juancito! Espero sinceramente que pagues en el infierno tanto dolor, tanta traición, tanta cobardía. Gustoso te llevaría yo mismo de la manito para que no puedas zafarte otra vez. Tal vez uno de estos días Juancito, tal vez...










II
De algún modo, que yo fuera desde muy chico un motociclista fanático enfermo, como decían mis cumpas, me hacía inimputable para la policía y poco serio para la orga a nivel local y eso, sin haberlo planeado, resultó perfecto para mí, dada la naturaleza de mi función. Esta actividad me hacía parecer ajeno a la movida ideológica pero, en realidad, el motociclismo y la militancia formaban una relación simbiótica para mí. Eran mutuamente funcionales porque tenía toda la adrenalina que necesitaba y, como extra, me daba una movilidad que poco tiempo después me salvó literalmente la vida, según relato más adelante.
El motociclismo era para mí tan necesario como el aire y así sigue siendo treinta y cinco años después. En cierta ocasión llevé a un cumpa de otra organización clandestina hasta Porto Alegre para sacarlo de un apuro con la ley y lo hice en moto, una similar a la de la famosa gira del Che Guevara: una Norton 500 modelo mil novecientos cincuenta, en un viaje que duró doce días. Luego lo volvería a hacer con una Gilera Macho, por puro gusto. Recorrí en diferentes monturas medio país mientras acumulaba información, hice más de diez viajes a Buenos Aires, diseñé rutas de escape y las utilicé, llevé cumpas a reuniones importantes, evadí persecuciones y seguimientos de los servicios y burlé vigilancias, en particular la del tristemente célebre -ahora procesado capitán Pla quien, a partir del golpe, estaba a cargo de la división Investigaciones de la Policía de la Provincia de la que era sub jefe. El capitán y uno de sus secuaces, el Chino Becerra, nunca supieron quién era el malparido de la moto que nunca pudieron atrapar. La especialidad de Pla en la cueva de la calle Lavalle era quemar pezones con cigarrillos. La de Becerra era la picana y el “submarino”.

El de la moto era yo, capitán Pla, era yo. Y para vos “coreano, chino, japonés” Becerra va lo mismo: era yo el zurdito de la moto, era yo, Becerra.

Definitivamente, sin mi locura por las motos, no estaría escribiendo hoy estas memorias. Fue, además, el medio para mi fuga final y una de mis grandes pasiones de siempre porque justamente a ella debo mi vida. No sé si es natural hablar de amor por los fierros pero muchas veces antepuse ese amor a otros amores de carne y hueso, incluso a mi mujer y a mis hijos, lo que no me hace sentir orgulloso, pero forma parte de las verdades que debo relatar en honor a la honestidad intelectual.
La fluidez de movimientos que yo tenía andando en moto, además del intrínseco placer que me producía, me convirtió en un verdadero incordio para muchos compañeros de la conducción porque me les aparecía en cualquier parte del país o de la provincia sin depender de que ellos me financiaran los viajes o me autorizaran a hacerlos, y además no podían objetarme nada porque cumplía acabadamente mi función de conseguir información y rendirla a mi director en Buenos Aires, en tiempo y forma.
Poco a poco, fui encontrando agujeros tan numerosos y obvios en la seguridad que no podían ser consecuencia del descuido. Estábamos tan infiltrados en todos los niveles que era simplemente increíble que Montoneros estuviera operando. En realidad seguíamos existiendo porque éramos completamente funcionales a la movida que los militares preparaban desde hacía mucho tiempo, éramos el pretexto justo, éramos los malos. Cuando hubo oportunidad de comentarlo con la conducción tuve la sensación de que los incomodé bastante, no por la realidad, sino -me pareció- porque lo había descubierto siendo prácticamente un mocoso. Todo me olía mal, tan mal que comencé a tomar precauciones por fuera de la orga y tal vez eso salvó mi vida y la de algunos cumpas. Comencé por hacer secreta mi militancia, excepto para contados compañeros, hasta la práctica del desapego familiar, siempre hice lo imposible para permanecer en el anonimato, e intenté, además, no involucrar a nadie en mis asuntos. Ni mi padre sabía -aunque lo sospechaba de mi verdadera identidad ideológica. Mientras estaba preso en La Plata, mi padre tuvo que pararle la boca, entre otros a Juan, más de una vez. Tampoco mi esposa sabía nada hasta poco antes del golpe, cuando encontró a Pedro Ledesma, cuya militancia era pública y conocida, en nuestra casa, par de veces. Recién entonces ella supo por mí y la insistencia de Pedro, cómo eran realmente las cosas.
Hasta hoy sigo descubriendo conexiones retorcidas entre Montoneros y los milicos tanto de la Armada como de la Federal y contubernios entre cumpas colaboracionistas y la SIDE. También con la Policía de la Provincia se cocinaban traiciones. En retrospectiva, creo que la mayor parte de la conducción nacional fue comprada, no con dinero; sino con ofertas de supervivencia que se concretarían poco antes y después del golpe. Esto, según mis deducciones y las de muchos analistas  serios de la historia reciente, sucedió tanto a nivel local -el caso de Juan es paradigmático- como también a nivel nacional.
Las pocas cosas que trascendieron públicamente n cuanto a los negocios entre Massera y Firmenich fueron sólo una muestra ínfima de varios y retorcidos pactos entre miembros de la conducción montonera y el golpe. Lamentablemente, Firmenich era muy inteligente, tan inteligente como traidor y, por supuesto, los que pagaron el precio de este aquelarre fuimos los de abajo, los crédulos, los leales y los boludos útiles. Si algunos sobrevivimos fue porque, por fuera de la orga, hicimos previsiones que parecían un poco paranoicas, pero que al fin resultaron providenciales. En mi caso fue tan simple como seguir militando en el sector facho de la JP casi hasta el final. Eso me excluía de las listas negras que tenían los milicos desde mucho antes del golpe aunque –yo estaba seguro- tarde o temprano alguien hablaría, ya sea en la sala de torturas o simplemente por buchonear. Esta última fue la causa de que, finalmente, mi nombre apareciera en Coordinación Federal. Afortunadamente, mi llegada fue tardía, y tuve la ocasión de escapar de la propia delegación de la policía en la que estaba secuestrado-detenido a mediados de mil novecientos setenta y seis.















III
El 24 de Marzo llega finalmente el esperado golpe militar, en San Luis, a las dos cuarenta de la madrugada mi padre es detenido, y se convierte así, en el primer preso político de la ciudad. Por entonces él era secretario administrativo de la UNSL bajo la autoridad de Mauricio López, el rector, quien quedó también detenido provisoriamente con prisión domiciliaria.
Sobre Mauricio López no tengo más que palabras de agradecimiento y admiración. Me había adoptado para conducir el auto de la Universidad cuando viajaba a Mendoza a ver a su hermana y, aunque tenía un chofer oficial, frecuentemente me pedía que condujera el auto porque, por alguna ignota razón, se sentía seguro cuando yo manejaba. Además conocía, utilizaba y reprochaba mi pertenencia a Montoneros, aunque a la vez se sentía protegido porque, de algún modo, sabía que yo iba siempre armado, según me obligaban las directivas de la orga y también sabía que, llegado el caso, me jugaría por él sin dudarlo. Por entonces Mauricio ya había sufrido muchas amenazas y atentados de la AAA, junto con mi padre que fue objetivo de otros tantos, además de un par de bombas que pusieron en casa, como relatara anteriormente. Yo también fui atacado mientras conducía el vehículo oficial de la Universidad, que me provocó un vuelco y choque luego de una larga persecución por calles de San Luis, que terminó en plena siesta en la calle Sarmiento entre Aristóbulo del Valle y Alric, con las ruedas del Rambler para arriba frente a la seccional Segunda de Policía. Milicos que increíblemente miraron los hechos desde la vereda sin intervenir para nada: zona liberada. Ya se nos había hecho costumbre revisar con un espejo los bajos del auto familiarasí como los desagües pluviales de la casa en busca de bombas, hasta tres veces por día. Lo mismo ocurría con los automóviles oficiales de la Universidad. Entonces no era disparatado sentirse en peligro y por eso Mauricio López requería, de vez en cuando, mi servicio de chofer guardaespaldas. En esos viajes Mauricio me hablaba de la doctrina de la no-violencia de la que era un incansable predicador. Justamente, esa postura militante por la paz lo llevó a ocupar la presidencia del Consejo Mundial de Iglesias, función que lo obligaba a viajar constantemente por el mundo. Los servicios lo consideraban peligroso porque, en sus viajes por el mundo, López ponía en evidencia la realidad de los verdaderos dueños del poder en la argentina, con la agudeza intelectual que lo distinguía. Mi padre, por entonces mano derecha del rector, se había granjeado unos cuantos enemigos en la administración de la universidad y uno de ellos era un tal Balladares quien sindicó a mi padre como un corrupto y zurdo peligroso. Así, lo incluyó en una extensa lista negra que confeccionó junto con la conocida docente Ana S. y otros como Carmelo S., y un largo etcétera de personajes que vendieron su alma al diablo. La lista en manos de la SIDE -y por lo tanto de las FF.AA.- se convirtió en instrumento de detenciones y desapariciones de casi todos los universitarios que figuraban en ella, incluido Mauricio López. Cuando me enteré de que uno de los buchones era ese tal Balladares, lo esperé en el hall de la universidad, cerca de mediodía, lo increpé verbalmente y ante un gesto burlón de su parte, reaccioné y lo golpeé en el rostro. Pero claro, desconocía el alcance de las conexiones que éste tenía con la Policía y esa misma tarde de un horrible día de invierno me fueron a buscar a mi casa de recién casado -un garage con un baño en la calle 9 de Julio y General Paz- y me llevaron.
El operativo estuvo a cargo de un capo de la policía de apellido Borsalino quien, casualmente, se juntaba a jugar al póker con Balladares dos veces por semana y eran indudablemente muy amigos. Esa noche fue de paliza y tortura y así seguiría por varios días más. Mi mayor preocupación, aparte de esa violenta situación en sí misma, era que, si me investigaban a fondo, surgiría inevitablemente mi conexión con Montoneros.
Obviamente, con el correr de los días ese peligro crecía exponencialmente y, sabiendo que si me descubrían moriría en manos de esos hijos de puta, comencé a buscar la manera de fugarme de allí a como diera lugar.











IV
La oportunidad de escapar llegó una noche en que, luego de la habitual paliza y tortura diarias, me enviaron al baño para lavarme la sangre de mi nariz y boca. Borsalino, el segundo al mando, luego de golpearme a gusto, se había retirado temprano y la delegación quedó en manos de un cabo y tres agentes quienes, sabe dios porqué, estaban de festejo comiendo pizza y bebiendo copiosamente. A mí me dejaron en el baño con la orden de darme una ducha helada -era pleno invierno- y descuidaron la vigilancia porque, al contrario de los más de quince detenidos que había, a mí no me consideraban peligroso ya que tenía sólo veinte años y estaba preso por una boludez. Además de estar golpeado, torturado, sangrando y congelado: ¿cómo y adónde me iría?
Escuchaba desde el baño la música a todo volumen y en vez de ducharme sólo me lavé un poco la cara y me asomé al patio: no había nadie. Di algunos pasos para ver más allá y advertí que era un momento crucial de lo que fuera que festejaran y estaban todos los milicos apiñados cerca de la radio de espaldas al patio. Di unos pasos más y estaba a diez metros de la salida, descalzo y en pelotas. Caminé lentamente hacia la antigua y enorme puerta de pinotea que me separaba de la calle, como si estuviera paseando, bajo una helada de varios grados bajo cero. El corazón parecía explotarme pero mantuve la vista fija en la puerta y advertí que la gran llave de bronce estaba como siempre puesta en la cerradura. Sólo caminé, llegué a la puerta, la abrí con la sensación de que me volarían la cabeza de un tiro en cualquier instante -pensaba en la famosa ley de la fuga- pero no fue así y, luego de cerrar silenciosamente, salí en pelotas a la calle patinando en la escarcha, corriendo como un loco. No había un alma, eran cerca de las diez y pensé que en invierno no había partidos de fútbol a la noche y por lo tanto nunca supe qué estarían escuchando los putos milicos. No importa, me da igual y sigo corriendo, me caigo dos o tres veces, me lastimo, duele mucho con el frío -que lo parió. Poco a poco, después de unas cuadras me voy tranquilizando. No me cruzo a nadie, ni un auto, a nadie. Encuentro una gran una bolsa de basura, la vacío en la calle y la uso como poncho. Sigo al trote por los rincones más oscuros y doy un gran rodeo para no atravesar el centro. Me faltan unas pocas cuadras para llegar a casa y aminoro el paso. Pienso en que si mi mujer no estuviera, moriría de frío allí mismo, en mi propia vereda. Desde un zaguán una pareja me ve y me gritan boludeces. Yo ni los miro y sigo a paso firme hasta la esquina de mi casa en donde me parapeto en una obra en construcción y observo la entrada y los alrededores. Esquina de 9 de Julio y General Paz. No hay nadie. No sentía casi los pies y me di cuenta de que los tenía semi congelados así que hice un doloroso esfuerzo, me crucé y golpeé suavemente la ventana. Tuve que repetir varias veces los golpes hasta que mi mujer se despertó, se asomó temerosa y me costó convencerla de que era yo, el José, tapado de escarcha, desnudo y sangrando bajo una bolsa de basura.
Ya en mi casa, mi mujer calentó agua en un calefoncito eléctrico y me restregó el cuerpo con agua tibia, me secó y envolvió con una manta. Tomó un secador de pelo y me calentó, mientras en medio de temblores descontrolados yo intentaba decirle que teníamos que irnos inmediatamente, que no había tiempo para llorar ni pensar. No me dio bola y se puso a calentar una sopa que resultó un bálsamo, a pesar del ardor que causaba el líquido caliente en mis labios y encías lastimados. En unos minutos, casi repuesto, preparé una mochila para mí y un bolso para ella con lo mínimo indispensable, cargué dos fierros que tenía bien escondidos, uno en la cintura, el otro en la mochila y balas como para la tercera guerra mundial. Juntamos moneda sobre moneda para que ella pudiera sacar un pasaje a Mendoza y yo, llenar el tanque de mi querida Gilera Macho 200, que era un regalo de mi suegro. Todo en menos de cuarenta minutos y ya estábamos camino a la terminal. A una cuadra la dejé para que llegara caminando y le expliqué cómo hacer para que no levantara sospechas y actuara con naturalidad mientras esperaba el colectivo. Le dije que no sabía a dónde iría pero que no se preocupara, que se pusiera a salvo en casa de sus padres y que, a través de mi madre, liquidara el contrato del garage y arreglara también la mudanza de nuestras cosas. Cuando pudiera hacerlo sin peligro, yo me comunicaría de algún modo. Fue la última vez que nos vimos en más de un año.






V
Dejé a mi mujer cerca de la terminal y partí en mi moto hacia la zona serrana con la idea de apuntar hacia el norte por caminos y huellas poco transitados. Era una noche cerrada, sin luna y muy, muy fría. Me mandé por la Ruta Veinte hacia las sierras y me interné en el Vallecito, un paraje cerca de Potrero de los Funes al que sólo se puede acceder caminando o en mula. Yo lo hice en moto y de noche. Allí intenté dormir medio metido en una cavidad en la montaña pero todo esfuerzo por conciliar el sueño fue inútil. Debía intentar dormir durante el día por el frío o hacer una fogata pero esa noche era peligroso y no podía arriesgarme. Tenía que salir de la provincia ese mismo día y alejarme como alma que lleva el diablo. A las siete de la mañana encendí un pequeño fuego y calenté un poco de agua de vertiente y la bebí como si fuera café, sólo para calentar el cuerpo. Preparé mis cosas y a las nueve estaba rodando por huellas y campo traviesa hacia Río Grande. Paré en la despensa de doña Chela, me hice hacer un café gigante con tortas caseras, compré algunos insumos -tabaco, galletas marineras, yerba y licor Tres Plumas- y además logré que me vendiera algo de nafta. Doña Chela me regaló parches y pegamento que, con un inflador y otras herramientas para mecánica básica, me sacarían de apuros. Luego de las compras me quedaron monedas y con eso debía llegar a mi destino, que todavía era incierto. Por esas horas ya debía estar vigente la orden de captura en mi contra, así que debía actuar rápido pero sin delatar mi condición de prófugo. Partí finalmente hacia Carolina, lugar que yo conocía bien, igual que las sierras aledañas a San Francisco, porque allí había recibido entrenamiento en combate y explosivos durante varios días, impartido por gente de Buenos Aires, que eran los encargados de adiestramiento en ésta y otras muchas zonas montañosas. Estos instructores, de zonas de montaña, no sabían nada. El camino era de tierra y lo hice muy lentamente para no dañar la moto y ahorrar nafta.
En un paraje llamado Las Verbenas logré reponer unos litros de combustible que el propietario de una hostería guardaba en un galpón y continué, luego de descansar cerca de Intihuasi, por una huella que llevaba a La Toma. Serían ya como las siete de la tarde y me metí en una cantera de mármol abandonada para pasar la noche. Me arriesgué a hacer un fuego pequeño, comí unas galletas con mate cocido y me dormí como un niño. Desperté con las primeras luces con el cuerpo adormecido por el frío, reavivé el fuego, desayuné otro mate cocido y partí nuevamente, esta vez apuntando a Córdoba y, obligado a circular por asfalto, me topé con el primer retén militar de los muchos que tuve que evadir posteriormente. Pero éste me lo encontré desprevenido y no podía volverme sin despertar sospechas, así que con toda la tranquilidad posible, me arrimé al control lentamente y me hicieron señas para que me orillara y esperara porque estaban controlando a dos camiones. Así lo hice, estacioné la moto cerca de un jeep militar en donde había un tambor de gran tamaño con una fogata donde un par de sub oficiales se calentaban las manos. Me arrimé confianzudamente y les pedí que me dejaran calentarme un poquito porque no llevaba guantes. Me aceptaron y convidaron una taza de café caliente mientras me preguntaban cómo podía ser tan güevón de andar en moto sin guantes. Les dije que no tenía plata para buen equipamiento porque trabajaba de oficial de cantera y me pagaban como el culo y que toda la plata que ganaba era para pagar la moto recién comprada. A todo esto se fueron los camiones y el colimba que estaba en la ruta me vio charlando con los milicos y también se arrimó al fuego. Era obvio que todavía no llegaba mi orden de captura. Estuvimos como media hora hablando tonteras y cuando me aprestaba a irme uno de los zumbos me dijo que esperara y mandó al soldado a buscar algo en el Jeep. Yo tenía la mano derecha sobre el fierro por las dudas pero el soldado volvió con unos guantes militares, medio rotos pero pasables, el sub oficial me los regaló y me dijo que me fuera despacio porque había escarcha en la ruta. Yo les agradecí el obsequio impostando el acento de los lugareños -chuncano como decimos en San Luis- y partí con la adrenalina a mil. No tenía ningún papel de la moto ni documentación personal, cosas que se había llevado mi esposa.
La moto respondía bien sólo en el frío -Gilera al fin- y caminaba a noventa y a veces a cien por hora. En una estación de servicio me detuve a comprar un mapa y me puse a estudiar cómo evitar las rutas importantes y dirigirme al norte, a Santa Rosa y de allí a Villa Dolores. Allí, finalmente, me quedé sin combustible justo a la entrada y entonces, con la moto al lado, caminé hacia otra estación. Mi moto había sido tocada por el Jerry para que corriera un poco más y eso implicaba un consumo desmesurado. Ahora, sin un peso en el bolsillo, tenía que comprar un montón de litros de nafta. Buen mecánico el Jerry, pero en ese momento me cagué en él y su árbol de levas cruzado.
Hablé con el encargado y después de bastante reticencia aceptó que lavara autos hasta cubrir el importe. Empecé de inmediato y terminé a las diez de la noche con un excedente de dinero que me alcanzó para algunos comestibles. Partí hacia Cruz del Eje donde dormí en la fosa de otra estación de servicio abandonada y la hice mi hogar durante tres días, compartiendo mi refugio con ratas y arañas. En esos días recorrí algunas casas del lugar haciendo arreglos de jardines, barriendo veredas y limpiando vidrios para juntar algunos pesos. De cualquier modo, había decidido que la nafta para seguir viaje de allí en adelante la tendría que robar, porque era lo que más afectaba mi presupuesto, y esa noche y las siguientes salí de cosecha. Descubrí que los Renault 12, los Fiat 128 y los Dodge 1500 eran los más vulnerables y pronto tenía los bidones llenos y tuve que comprar otros dos que también completé rápidamente. El asunto consistía en meterse debajo del auto elegido, perforar el tanque con un punzón y esperar a que se llenara el bidón. Luego obstruía el agujero con dulce de membrillo tipo casero -no fallaba nunca- y el dueño del coche no lo advertía por la pequeña cantidad sustraída. Evitaba así que llamaran a la policía o se armara alboroto. Era riesgoso sólo por la posibilidad de que me encontraran con las manos en la masa, pero bien valía la pena.
Partí finalmente hacia el límite con Santiago del Estero y llegué a un pueblito que se llamaba Totoralejos o algo parecido. Todavía tenía mucha nafta y sólo me detuve a comprar pan casero y mortadela barata. Pasé el límite interprovincial sin incidentes porque en la casilla policial no había nadie y continué hasta un pueblo llamado Sumampa en donde había una parada de camiones y me puse a charlar con los choferes para sacarles información sobre retenes policiales que pudiera encontrar más adelante. El panorama era alentador en ese sentido porque me dijeron que no había nada de nada hasta Añatuya. Nada. Nunca imaginé el alcance de esa palabra hasta que emprendí el viaje por un camino de tierra que era el peor desierto que hubiese podido imaginar. Necesitaría más nafta. Y agua.
Como no llegaba hasta Añatuya con el combustible, me mandé por una picada en el monte hacia un obraje maderero que era lo único que se veía en el horizonte. Me acerqué con cuidado por los perros que había pero éstos ni siquiera se levantaron de su eterna siesta. Salió a recibirme una señora de edad indefinida y me envió un kilómetro monte adentro donde, dijo, estaban trabajando su marido e hijo. Me advirtió que no me metiera con la moto por las espinas pero no hice caso. Error. Sólo alcancé a recorrer doscientos metros y pinché ambas ruedas. Dejé la Gilera apoyada en un algarrobo y partí caminando, puteando de antemano al hachero y su hacheral. Los encontré cuereando una yarará de más de un metro que había mordido en vano las polainas de cuero del más joven -la usan los hacheros para entrar al monte justamente por ese peligro- y se sorprendieron un poco al verme, pero rápidamente se me arrimó el más viejo, machete en mano. Yo lo saludé precavido con el fierro en la mano izquierda dentro de la campera, y estreché su mano, que me tendió floja y con mirada escrutadora. Le dije que disculpara el atrevimiento de entrar a su propiedad pero que, en realidad, andaba buscando reponer agua y combustible, que podía pagar sin problemas, que era buena gente y sólo quería llegar a Añatuya. El hombre me dijo que esperara que terminaran sus labores e iríamos juntos a las casas.
Dos horas después la mujer nos cebaba unos mates bajo el alero del rancho mientras comíamos tortillas al rescoldo. El hombre me relojeaba y miraba mi moto con envidia. Para la época, la Gilera Macho era la mejor moto de la Argentina aunque según don Goyo -así se llamaba el hombre- la Puma 125 no se quedaba atrás y consumía la mitad, dicho lo cual me llevó a un galponcito al costado de la casa y me mostró orgulloso su moto. Estaba horrible de aspecto pero el motor se veía muy brillante y cuidado y estaba bien de cubiertas. Le pedí que la arrancara y rápidamente se montó y la arrancó en la primera patada -cosa que mi Gilera no hacía nunca- le dio dos o tres aceleradas y quedó ronroneando suavemente. Me interesó en el acto porque yo venía pensando en cambiar de montura hacía rato porque seguramente mi moto era buscada por la policía y además era demasiado llamativa con su pintura y cromados relucientes. Volvimos a sentarnos bajo el alero mientras caía la noche y le propuse el trueque: mi moto pinchada y sin nafta por la de él, tanque y bidones llenos y un poco de comida. Me miró extrañado pero él sabía que de algún modo me tenía atrapado y me dijo que hiciera noche allí, que por la mañana me contestaría, que debía pensarlo y consultarlo con su vieja. Le agradecí el convite y muy temprano, luego de cenar un guiso carrero muy bueno con carne de quirquincho, me dijo que podía dormir en el galponcito de la Puma y que podía usar la letrina que tenían atrás. Le agradecí nuevamente y allá fui a dormir entre medio de aperos, hachas, machetes y un montón de vinchucas, a la par de un brasero que me arrimó la mujer de Goyo un rato más tarde.

Yo pensé en mi mujer, en mis viejos, mis hermanos y mis cumpas y se me escapó una lágrima amarga. Todo era una locura, nunca debí haber estado en esa situación. Poco tiempo después -ya en Formosa comenzaría a dormir con una bandera argentina bajo la almohada y diría el himno nacional como un rezo nocturno. Mi país está ocupado por el enemigo -razonaba para no sentirme un alienado- y hasta no recuperarlo sólo honraría los símbolos patrios en secreto. Así lo hice hasta el día que recuperamos la democracia, sólo para mí, sólo para sentir que el sufrimiento y las privaciones tenían sentido, allí en medio de la nada. El dolor y la angustia podían ganarme por abandono fácilmente si no me fortalecía de algún modo, y adopté desde entonces esa locura como una forma peculiar de mantener la cordura.

Al amanecer me despertó el más chico con un jarro de mate cocido con leche de cabra y más tortilla al rescoldo. Me pareció que desbordaba amabilidad. Desayuné y me sentí mejor cuando salí del galpón. Don Goyo estaba subido a mi Gilera admirándola y allí supe que el negocio estaba hecho. Lo demás fue coser y cantar. Me dio la Puma con el tanque lleno, me completó dos bidones de cinco litros de nafta y provisiones secas para unos cinco días. Hicimos unos ridículos papeles firmados por ambos para darle visos de legalidad a todo el asunto y me fui. Firmé como Oscar Ordóñez.
La Puma andaba muy bien y partí a buena velocidad hacia Sumampa, en donde no había nafta. Pasé de largo y enfilé para Añatuya, que quedaba a una buena distancia. Me lo tomé con filosofía porque el camino era infernal e interminable. Acampaba debajo de montes grandes fuera de la ruta. Me crucé con dos o tres vehículos en todo el trayecto: uno era un Unimog del Ejército. Me hizo una seña de luces y me cruzaron en medio de una polvareda. Zafé de nuevo. Llegué a Añatuya dos días después. Estaba lleno de milicos de todos los colores pero como yo estaba casi mimetizado con la gente de la zona pasé sin llamar la atención excepto por la desmesurada carga sobre la pobre Puma. Paré en una estación de servicio -la única- llené el tanque y pregunté por trabajo. Me dijo el encargado que con suerte sólo podría conseguir algo como hachero. Inmediatamente compré un hacha, una lima y una piedra de asentar, cargué todo en la moto y me mandé por las picadas buscando obrajes. Pronto encontré uno y allí mismo me dijo el capataz las condiciones de trabajo y la paga. Al mejor estilo de La Forestal ellos proveían el alimento, las herramientas, los caballos, el tabaco, polainas y demás aperos a un precio muy módico que, prácticamente, me dejaría sin salario. Yo le dije que herramientas tenía, también botas e indumentaria adecuada. No necesitaba nada excepto caballo y comida. El hombre, conocedor, se sonrió burlesco al verme un poco menos morocho que el resto, me miró las manos y supo que yo nunca había hachado nada. Tuve que firmar un papel y poner en depósito la moto por el caballo que usaría para trasladarme a la zona de tala. No tenía dinero para aperos, así que habría que montar en pelo. Tampoco tenía para pagar un lugarcito en las barracas para dormir ni para usar el baño. Me dijo el capataz que debería armarme un torito en la zona de hacheral y vivir como otros varios que luego iría conociendo. Algunos hacheros vivían en toritos con familia y todo.
Ya era muy tarde y comenzaría mis labores al otro día. Comí un poco de carne charqueada hervida y me tomé media botella de tinto que me regaló otro obrero. Armé una chala -tabaco envuelto en hoja de choclo- y fumé lentamente pensando en qué carajo hacía yo ahí. Esa noche dormí a la intemperie al lado de mi caballo. Hacía mucho frío, mis frazadas apenas lograban su cometido y tuve que encender una fogata considerable para pasar la noche, a pesar de las protestas del encargado. A las cinco de la mañana nos levantamos, desayuné mate cocido con galletas marineras, pasé todos los bultos de la moto al caballo y partimos en una cabalgata de dos horas que me dejó el culo a la miseria. En el hacheral todo fue atar el caballo, encender una fogata, afilar el hacha y empezar el laboreo. Es difícil explicar la dureza de ese oficio. Es tan duro como los quebrachos y algarrobos que hachábamos. El mayoral nos tenía zumbando y dos por tres se armaban trifulcas a causa de los malos tratos y excesos de los capataces. Esa primera jornada me sirvió para saber lo que es trabajar “a brazo partido” literalmente y también aprendí que siempre debía llevar el cuchillo en la cintura para imponer respeto en el único idioma que conocen los hacheros: la pelea a poncho, de las cuales presencié varias. Cuando alguien resultaba muerto, se lo enterraba en el monte sin más trámite, y allí no había pasado nada. No bien mis manos empezaron a sangrar a causa del hacha, comenzó el verdugueo y las cargadas por parte de los capataces y hacheros viejos. Fantaseaba con reventar a uno por uno con el fierro que cargaba entre mis ropas pero seguí hachando a pesar del dolor y la humillación. A la hora del almuerzo mis manos eran una masa grotesca de sangre y ampollas. Por suerte, un hachero viejo y silencioso me llamó aparte y me dijo que podía hacerme un emplaste para mejorar mis manos mientras comíamos y que así seguiría hachando con menos dolor. Si me rendía sería despedido sin más trámite, así que acepté, y de inmediato me untó las manos con una pasta cremosa hecha -me dijo- con vaina de algarrobo y savia de otras plantas misteriosas. Me hizo un vendaje precario pero efectivo y alcancé a comer algo de polenta con paloma y tomar unos tragos de caña. No terminaba de fumar cuando los capataces empezaron a apurarnos para volver al trabajo y, hasta que llegó el atardecer, llegué a cortar y desbrozar unos quince árboles. Los demás hacheros promediaban entre cuarenta o cincuenta piezas por hombre. Mi producción apenas alcanzaba para tabaco y papel y sobraban algunas monedas -fichas de lata, en realidad- luego de que descontaran mis raciones de comida. El mismo hombre que me ayudó con las manos me explicó cómo armar un torito o enramada para vivir allí mismo, tal como hacían otros muchos que no querían dejar en manos del obrador las pocas ganancias de cada día. Esa noche me explicó que el domingo
siguiente podíamos ir a rastrear algún caballo sin marcas o cimarrón en campos cercanos y así podría hacerme de un medio de transporte gratis y devolver el matungo que me alquilaba el mayoral. Nadie me pediría explicaciones y él mismo lo amansaría para mí. Como yo no sabía cuánto tiempo estaría allí acepté agradecido porque, si no aprendía todos los rebusques del oficio, no ganaría ni un centavo para continuar mi viaje. Al atardecer puse lo que quedaba de mis manos en salmuera tibia y volví a colocarme el emplaste mientras don Chicho -así se llamaba mi ángel de la guarda- salió a buscar peludos, palomas o tatúes para comer al otro día sin tener que pagarle a la empresa. Me quedé tan profundamente dormido que no lo escuché volver.
Con el correr de los días mis manos eran ya las de un hachero y fui mejorando la producción hasta llegar a los treinta troncos medianos por día. La faena diaria se pagaba, como dije, con fichas de lata que después cambiábamos por dinero o mercaderías en la proveduría. Por fin, devolví el caballo gracias a don Chicho, que capturó uno bastante bueno para mí y también empecé a comer más decentemente porque había adquirido tolerancia y hasta cierta preferencia por la carne de peludo y pecarí. Además, la grasa cuajada de peludo, era realmente repulsiva pero servía, igual que frotarse el cuerpo con agua de tabaco, para evitar las picaduras de vinchucas, arañas y garrapatas. Los días se iban poniendo más cálidos y las noches un poco menos frías.









VI
Estaba empezando septiembre cuando Chicho me sugirió que era hora de visitar el pueblo y buscar viejas para aliviar el cuerpo. Me puso en un apuro. Yo no sabía si era prudente hacerme ver -casi había olvidado que era un prófugo con orden de captura o muerte- pero, luego de pensarlo un poco, decidí que estaba suficientemente mimetizado con los lugareños y que no me vendría mal aliviar el cuerpo. El Chicho no quiso saber nada de subirse a la moto así que nos fuimos a Añatuya a caballo, recién bañados, cuchillo en la cintura y a la vista. El milicaje no reparó en nosotros y nos mandamos al almacén de un turco que también era una pulpería. Allí tomamos ginebra y jugamos a la taba un par de horas y partimos a la bailanta ya bastante entonados. Yo, con suerte de principiante, había ganado en una hora, más plata que con una semana de trabajo en el obraje.
La bailanta no era otra cosa que una gran carpa de lona sobre piso de tierra bien regada, con un conjunto de músicos en una esquina, y la paisanada bailando en todo el espacio disponible. El Chicho me advirtió que tuviera cuidado al elegir compañera de baile y, que ante la duda, le preguntara a él. Resulta que era muy común que algún pícaro pendenciero dejara suelta a su china para ver quién picaba el cebo y para armar así una pelea a cuchillo sobre la que también se apostaba fuerte. Estudié las posiciones de los policías, especialmente al que parecía ser un cabo primero a cargo del orden, que estaba bastante borracho, y tuve especial precaución de no quedar encerrado en caso de trifulca. Yo no cargaba mis armas en esa ocasión, salvo un cuchillo de generosas dimensiones, tipo facón, similar al que llevaban todos y que, al parecer, era completamente legal por allí. Rápidamente, encontré compañera de baile, previa aprobación del Chicho que ya estaba bailando, y me largué con un pasodoble y luego un chamamé. Cuando empezaron con una canción melódica de Ramona Galarza pude apoyar a mi compañera por primera vez, y a pesar de que ella no era precisamente linda, su buena disposición al apoyo me produjo una excitación difícil de disimular. Tenía veinte años y hubiera fornicado con un buey. Para disimular un poco, le dije que tenía hambre, y la invité a comer unas empanadas fritas que vendía la cooperadora de una escuela, con un vasito de tinto para cada uno.
Se llamaba Chela y tenía diecisiete años. Estaba acompañada por una tía que a su vez bailaba con un ojo atento puesto en su sobrina. Al ver que Chicho enfilaba con su ocasional compañera hacia la oscuridad de un baldío, le pregunté a Chela si había modo de estar un poco más solos y me dijo que fuera atrás de la carpa, a los baños, para conversar más tranquilos. Ella se fue a la pista de baile y enseguida se le arrimó alguien y se puso a bailar otro pasodoble. Yo apuré el vino y partí a la oscuridad de las letrinas, oriné tranquilamente, prendí un armado y caminé hacia atrás según sus instrucciones. Cuando arrancaba otro pasodoble apareció furtiva la Chela y tomándome de la mano me arrastró hacia una parecita baja donde la besé sin preguntarle nada. Ella respondió de un modo inequívocamente sexual y allí mismo, parados, hicimos el amor de una manera increíblemente breve e intensa. Ella no era virgen y era tan inexperta como insaciable. Lo hicimos dos veces completas hasta que, en la tercera, el Chicho me encontró y desde una distancia prudente me dijo que era hora de volver al campamento. Lo habíamos hecho sin preservativo, y me fui un poco preocupado por las consecuencias. Una enfermedad me obligaría a ir al médico, así como un embarazo de la Chela hubiera sido trágico en mi situación de prófugo. Anoté mentalmente que debía comprar condones y una caja de antibióticos para la próxima.
Pero no hubo próxima. Esa semana fue la última en el aserradero porque había poca venta de madera y despidieron a más de treinta hacheros. El Chicho me ofreció unos pesos por el caballo mal habido que, sumados a los que cobré por mi trabajo - luego de casi acuchillarnos en una discusión con el pagador alcanzaban para partir una vez más. Me despedí sólo del Chicho, cargué la Puma y pasé por Quimili, reposté combustible y de allí partí hacia Charata, ya en territorio chaqueño. Tuve que pasar dos retenes militares y uno policial. En todos usé la táctica de detenerme a garronear algo: nafta o comida y agua, para evitar que me pidieran documentación. Sólo me daban agua y, deseosos de sacarse de encima al pedigüeño, no me jodían para nada. Esa tonta canchereada funcionaba estupendamente.
Charata era toda una ciudad, y no había trabajo para un hachero, aunque me emplearon provisoriamente en una estación de servicio como engrasador. Era un trabajo que pocos querían hacer por la mugre y la paga miserable. El dueño me dio un cuartito de herramientas, para que durmiera, al que tuve que limpiar y acondicionar durante la primera noche, ya que en el día no me dejaron ni respirar de tanto trabajo. Pero lo importante de la ocasión fue que, por primera vez en más de un mes y medio, pude ducharme con agua caliente y dormir bajo techo. Me levantaba a las seis y terminaba mi tarea a las ocho de la tarde, limpiaba la fosa con aserrín, las herramientas con estopa y nafta, me bañaba, y salía a recorrer el pueblo. Tenía para gastar el dinero de las propinas que algunos me dejaban después de un buen trabajo y empecé a frecuentar una taberna de mala muerte que se llamaba “El Talero” en donde rara vez caía la policía. Allí jugaba a las cartas, a la taba, y los domingos al dominó con los jubilados. Cuando ganaba a la taba me iba al lado del bar, donde había una “madama” que hacía trabajar a varias prostitutas jóvenes, la mayoría indígenas, muy bellas y muy morenas. Eran aborígenes Tobas sacadas de las reservas a los diez o doce años de edad y que, en general, comenzaban limpiando las habitaciones de las putas más viejas, la casa de la madama, o haciendo mandados. En cuanto sus pechos comenzaban a notarse turgentes, la madama vendía su virginidad a estancieros que pagaban fortunas por el estreno y luego, cuando ya nadie creía en su virginidad vaginal, la madama vendía su virginidad anal a mejor precio aún. Tiempo después comenzaban a trabajar como las demás, sólo por la comida, habitación y unas pocas monedas. A veces, algún generoso les dejaba un vuelto que generalmente enterraban debajo de sus camas, a salvo de la avaricia de la Turca que las revisaba después de cada cliente.
Me hice habitué del lugar y de una prostituta en particular que se llamaba Paique, de unos quince años, que además de bonita se veía muy vulnerable. Era toda una experta en dar placer y ganaba algún dinero, pero quería volver a su lugar de origen a toda costa, lo que era motivo recurrente de sus conversaciones. Ahorraba las monedas de propina pero la mayor parte del dinero se lo tenía que gastar en antibióticos y preservativos porque la Turca ni si quiera les daba esas cosas. Creo que llegué a quererla de algún modo en una maraña de sentimientos de culpa por transgredir la moral revolucionaria, por mi mujer, que no sabía nada de mí y por la propia Paique, porque me mostró lo difícil que puede ser una vida sin necesidad de meterse en política o hacerse guerrillera.
¡Qué pequeñito que era mi mundo cuando la conocí! ¿Cómo pude ser tan idiota de creer que mi situación era una desgracia?

Me dijo que era de un lugar que se llamaba Nueva Población, al norte del Chaco, que era poco más que un caserío de gringos ricachones, con una reducción toba contigua. Algún día ella quería ir a ver a su madre y si viajaba para ese lado podía llevarla... ¿No? Ya estaba cansada de esa vida de mierda.
Yo estaba acumulando nafta que sacaba de los purgadores de las bombas, durante la noche, medio litro por vez, incluyendo los chorritos que quedaban en las mangueras y, cuando llegué a los cuarenta litros, estaba listo para irme. Le llevé los bidones a Paique para que me los escondiera, y me dijo que lo haría sólo si la llevaba conmigo en mi viaje, con lo que me demostró que su idea de irse no era sólo una fantasía. Era una franca extorsión, pero tuve que acceder. Intenté desalentarla de mil maneras relatándole que el viaje sería verdaderamente salvaje y lleno de peligros que ni se imaginaba. Ningún argumento funcionó y, tan pronto como mi patrón me liquidó el sueldo, un domingo, a las seis de la mañana, la pasé a buscar.
La madama estaba dormida y salimos como fugitivos con la Puma increíblemente cargada. Por momentos yo sentía que el chasis de la moto se torsionaba con las ondulaciones del camino pero igual, no quedaba remedio y, además, las Puma estaban bien hechas. Enfilamos para Castelli en un viaje casi épico. Ella era menor; yo, montonero, seguramente no era la mejor combinación. Pero claro, nada me preparó para lo que sería una de las travesías más difíciles que hice en mi vida de motociclista. Atravesamos todo el Impenetrable Chaqueño, entre picadas y huellas durante varios días en medio de la nada o mejor dicho, metidos en una sólida pared de espinosa y tupidísima vegetación. Si bien teníamos comestibles, los mayores problemas eran la falta de agua y los constantes pinchazos. Cuando se agotaba mi provisión de parches y pegamento decidí colocar una lonja de cuero duro sin curtir entre la cámara y la cubierta y eso fue providencial. Se acabaron los pinchazos, pero nos acosaba la falta de agua que, a veces, obteníamos filtrando barro y poniéndola a hervir. En partes debíamos hacer kilómetros a pie, arrastrando la moto cargada por barreales y guadales. En algunos lugares había que abrirse camino con el machete para no dejar la ropa, la piel y
la carne en los espinillos.
Luego de incontables días durísimos, encontramos agua en una plantación de algodón donde nos recibieron con un escopetazo del doce.
Resultó que el encargado del campo venía sufriendo cuantiosos robos de lechones que criaba y el ladrón casualmente se movilizaba en moto. ¡Y nosotros andábamos en moto! Pero tan pronto descubrió el error, me hizo señas para que me acercara y sin bajar la escopeta, me preguntó qué buscaba. Le conté que veníamos cruzando el monte y necesitábamos agua. Nos invitó a acercarnos a la casa, me señaló el aljibe y, mirando nuestro miserable estado, hizo un gesto con la cabeza. Creía que estábamos completamente locos. Cuando terminé de llenar los bidones de agua nos invitó a entrar y nos dio de comer y beber. Estaba conmovido pensando en la travesía que habíamos hecho. Creyó que éramos una parejita de novios en fuga -argumento que luego utilizaríamos con frecuencia- y ofreció su ayuda para lo que fuese. Le pedí nafta y me regaló veinte litros que no eran de él, sino de su patrón, y parece que el fulano era un polaco cabrón. También me dio aceite, carne seca, arroz, tabaco y un equipo para tomar mate. Me despedí de él pidiéndole discreción con un guiño de complicidad y partimos nuevamente. Castelli estaba cerca y tardamos sólo dos días. Había milicos por todos lados. De los verdes, los azules y los grises. ¡Lo que se dice la boca del lobo, que lo parió!
Con mi mejor cara de boludo paré en el primer retén con la táctica de siempre para pedir una dirección en Castelli pero no funcionó. El oficial me dijo que él era de Formosa y no conocía bien el pueblo. Me pidió documentación mientras no le quitaba el ojo a Paique que, aun debajo de la mugre que tenía, se veía bonita, muy bonita. Yo me llevé aparte al oficial y le expliqué que nos estábamos escapando de sus padres, que no aprobaban su relación conmigo, y que en el apuro nos  dejamos todos los papeles en la casa de ella. Le dije que si el padre mecencontraba me iba a destripar porque ella estaba de dos meses. Me preguntó de dónde éramos y le mentí que veníamos de Roque Saenz Peña. Ahora, con un gesto de fastidio y compasión, miró mi moto, miró a Paique, que tenía la tierra del camino surcada por lágrimas de miedo en su rostro y, finalmente, me dijo que me fuera rapidito, que no quería comprometerse con esa clase de quilombos. Yo tenía la Colt amartillada en el bolsillo de mi campera, debajo de un gran poncho y el dedo, como siempre, crispado en el gatillo, porque pensaba que en algún momento debería usarla y que probablemente allí terminaría todo. Recordaba entonces las palabras de Gaby: “un guerrillero en un ataque bien concebido es muy difícil de vencer, pero en fuga, es carne muerta”. Me relajé y sin perder un segundo arranqué la Puma y salí como alma que lleva el diablo. Me interné en el pueblo y ahí pude ver la magnitud del operativo militar que estaban haciendo. Había jeeps, unimogs y blindados livianos. En los baldíos había carpas de campaña y soldados por todos lados. Lentamente fui pasando calles, sin llegar al centro de la ciudad, y busqué un barrio pobre. En realidad todo era pobreza extrema y busqué la más extrema, una reserva Mataco. Allí Paique se sentiría a sus anchas -eso creía yo- y me daría tiempo para pensar en cómo salir de ese pueblo, sin morir ni matar a nadie. A medida que entrábamos en la reserva y luego de dos cercos de alambre yo me cuestionaba más y más mi condición de montonero. Nuestros pueblos estaban cercados con alambrados. Igual que nuestra ideología.

Ni yo, ni ninguno de mis cumpas citadinos, conocíamos la verdadera miseria. Nos cagábamos a tiros por la justicia social sin haber visto, ni de lejos, la verdadera injusticia social. Los soñadores admiradores del Che y aspirantes a guerrilleros, deberían pasarse una semanita en el monte chaqueño y ver y sentir la miseria como la sentimos, Paique desde que nació y yo a partir de mi encarcelamiento y fuga. Soñar con ser guerrilleros, ¡qué boludos!

Paique me sacó de mis reflexiones y me dijo que nos detuviéramos en una esquina, dentro de la reserva, que parecía ser un almacén de ramos generales -poco más que una tapera- y allí cruzó unas palabras con una viejita del lugar y me hizo señas para que me acercara. Nos permitirían bañarnos, comer y dormir por unas moneditas, me dijo.
El baño era un tambor de lata cortado al medio y allí, detrás de una cortina hecha con arpillera, sacábamos agua de un tacho más grande con una jarra, la vertíamos sobre la cabeza para que mojara parejo y, nos frotábamos con un trapo a modo de esponja y con un jabón “Gran Federal” nos pudimos por fin quitar la mugre de doce días de viaje. Había colocado la Puma detrás de la casa bajo una lona rotosa, le dí a Paique la Colt 45 y yo me atravesé en el cinto la escopeta recortada. Bien cubierto con el poncho, casi ni se me notaba el bulto, pero Paique apenas si podía ocultar ese fierrazo que ni siquiera entendía y le provocaba escalofríos. No importaba, no quería sorpresas, y le dije que se lo bancara un rato hasta que pudiéramos estar seguros. Antes del atardecer nos sirvieron una comida que parecía un guiso, cuyos ingredientes no quise conocer. Mientras comíamos, la clientela de la vieja mataco se fue haciendo más numerosa de lo habitual, sólo para chusmear a las nuevas gentes. Ahí Paique me dijo en secreto, que Tobas y Matacos eran enemigos naturales, que más valía que no se dieran cuenta de su origen porque a veces la cosa era a muerte, literalmente. ¡Qué cagada! No salía de un quilombo y ya me estaba metiendo en otro. Le rogué que hiciera lo imposible para no deschavarse, le pedí el fierro, y me fui a hacer un reconocimiento de todo el lugar para no caer en trampas por desprevenido. Tardé unas horas en memorizar el trazado de las callecitas de la reserva, me garronearon los perros varias veces porque era noche cerrada y, cuando volví para hacer un croquis del pueblo en papel, encontré a Paique ayudando a la vieja a limpiar el comedor. Estaban de amigas y hablaban un dialecto del guaraní común a ambas culturas. Chusmeaban y se reían sabe Dios de qué. Pero a mí me venía bien esa amistad y, más tranquilo, me puse a hacer el mapa, iluminado por la tenue y amarillenta luz de un farolito anémico. Gaby me había enseñado que, siempre que fuera posible, debía hacer mapas, memorizarlos y destruirlos, tanto en el campo como en la ciudad. Eran parte fundamental de las tácticas de inteligencia y a veces era la diferencia entre la vida y la muerte.
Al día siguiente partí al pueblo para ver si podía hacer una llamada telefónica a Mendoza y, de paso, para tratar de contactar con gente del palo. Fui caminando hasta el centro, me metí en una oficinita de Entel, solicité la llamada y me dijeron que la tendrían lista en poco más de una hora. Di un nombre falso y me fui a palpar el ambiente. Se veían menos milicos que el día anterior y caminé por casi todas las calles, mientras cuadriculaba el pueblo. En una plaza vi a algunos jóvenes con aspecto de universitarios tomando sol en el césped. Uno en particular estaba leyendo sentado en un banco. Me arrimé casualmente, y me senté a su lado y lo obligué a correrse hacia la punta del asiento. Lo saludé amistosamente y le pregunté qué estaba leyendo. Me mostró la tapa de un anuario de Mafalda,  lo que era buena señal porque a Mafalda no la leían los bestias; siguió leyendo un poco nervioso. Le pregunté qué pasaba que había tantos milicos en el pueblo, y me dijo que estaban haciendo batidas en el monte, buscando terroristas y el tono sarcástico en que lo dijo, también fue auspicioso. Comenté que ya no se podía estar tranquilo en ningún lado, con tanto ajetreo militar, porque nadie estaba a salvo de la bestialidad de los operativos. Me empezó a mirar con más interés y curiosidad porque obviamente no le cuadraba mi forma de hablar con mi aspecto campesino y me preguntó de dónde venía. Le dije -mintiendo- que venía de Mendoza escapando justamente del quilombo y las razias policiales que no dejaban vivir en paz. Le agradé inmediatamente y me dijo que él era JP y que tenía miedo de que lo terminaran guardando como a tantos otros. Decidí jugarme: levanté levemente el poncho, y le mostré el fierro.
 -Mirá flaco, yo estoy un poquito más arriba, en plena fuga, y necesito urgente asistencia económica y logística para seguir mi camino. Cualquier cosa que me consigas, sirve.
Ahora se puso pálido y rígido. Le pedí en tono de exigencia que nos reuniéramos al día siguiente en la misma plaza, pero del lado opuesto. Le volví a mostrar el fierro y le sugerí que no me fallara porque lo buscaría en cielo y tierra. A veces comportarse como matón era útil.
En la oficina de Entel tardaron media hora más de lo prometido en conseguirme la llamada a Mendoza. Atendió mi suegra y, a duras penas, conseguí que no pronunciara nombres. Mi mujer no estaba porque se había ido a la facultad de Medicina en donde había conseguido trabajo. Le dije que yo estaba bien, que demoraría en volver a llamar, que se quedaran tranquilos y que no hiciera ninguna pregunta. Colgué en menos de tres minutos. La SIDE tardaba entre cinco y siete minutos para rastrear un llamado porque ya contaban con tecnología provista por la CIA.
Di un largo rodeo y me encaminé a la reserva, donde encontré a Paique y unos quince aborígenes más, mientras participaban de una ceremonia religiosa en honra a Paiyac o Ña- Cataya, una extraña deidad mitad Dios, mitad demonio, que realizaban siempre medio escondidos en una arboleda, porque los misioneros católicos los perseguían por paganismo y les quitaban beneficios si los descubrían.

Había una horda de niños, todos ellos desnutridos y llenos de parásitos. Algunos tenían garrapatas igual que los perros y un mar de piojos, además de dolencias cardíacas por el chagas, hongos y sarna. Era una postal de Biafra en medio de la Argentina, de mi Argentina, de la Argentina que yo no conocía, que casi nadie conoce. Como los perros. Peor que los perros. Los aborígenes sufrían lo que yo llamaba “efecto transparencia” porque son muchos, están allí y no queremos verlos.

Me retiré silenciosamente y me senté en el comedor de la vieja mataco a terminar el mapa del pueblo. Al cabo de un rato volvieron las mujeres. Los hombres partieron en una batida para cazar tatúes, pecaríes o ñandúes que cada vez se hallaban más escasamente y más lejos de la reserva. Intenté sacarle información a la vieja sobre la ubicación de los puestos fijos militares, pero ella casi no hablaba español, y Paique me tradujo a medias algunos datos de utilidad. Marqué en el mapa esos datos que, sumados a los que yo mismo había visto, me daban un panorama bastante completo. Los milicos no estaban batiendo el pueblo, sino que lo habían tomado como centro de operaciones para rastrillar el monte, de modo que el lugar más seguro para nosotros era el propio pueblo de Castelli.
Ese día cocinó Paique otro guiso de ingredientes misteriosos, pero comible. En realidad estaba muy bueno, y la vieja trajo una botella de chicha para acompañarlo. Terminamos con un pedo que sólo se arreglaba durmiendo la mona.
En la tarde del siguiente día me aposté cerca de la plaza, sentado detrás de un gran jacarandá, de modo que veía sin ser visto. Esta vez llegaron dos jóvenes, uno era el “Mafalda”. Se sentó a leer en un banco mientras el otro caminaba y paseaba un perro horrible, tipo batata. Esperé unos minutos más y me acerqué a Mafalda, lo pasé de largo y continué hacia el otro que venía de frente. Estaba visiblemente asustado y lo tranquilicé haciéndole preguntas boludas sobre su perro. Le pedí un cigarrillo y me convidó un Particulares 30 mientras le preguntaba si era cumpa o JP, a lo que me respondió que era JP de la Conducción de Castelli, pero que podía contactarme con uno o dos tipos que, según él creía, eran montos. Yo le dije que no era necesario conocerlos pero que debía conseguirme de ellos algo de dinero, armas, municiones, explosivos e información de inteligencia sobre Chaco y Formosa, y las rutas adecuadas para viajar sin peligro. El dinero no fue un problema, lo tenía consigo y me lo dio en una bolsita de plástico. Eran Cruceiros. Muchos Cruceiros. Lo demás demoraría un tiempo y quedamos en juntarnos a la misma hora, en el mismo lugar, tres días después. Pasé frente al otro y le hice una seña para que tuviera ojo. Nunca estaba de más asustarlos un poco, porque sabían que las traiciones, en la orga, se pagaban con la vida. De cualquier modo, haber revelado mi condición ante dos desconocidos, me hacía tan vulnerable que, llegado el caso, poco o nada hubiese podido hacer.
En la reserva todo estaba bien. Paique y la vieja hicieron de matronas en un parto. En realidad, las aborígenes parían de cuclillas, en un pozo con paja, como si estuvieran defecando, y lo hacían totalmente en privado, lejos del caserío, bajo un árbol que las ocultaba de la vista y que servía para agarrarse mientras pujaban. Las matronas esperaban pacientes a una distancia prudente y cuando la parturienta avisaba, iban a asistir al niño que entonces era frotado con paños húmedos y envuelto en otros paños suaves. Lo colocaban luego en un estuche de piel de carpincho o cordero, que se colgaba a modo de mochila en el pecho de la madre. Enseguida, ésta volvía caminando a su casa con el niño a cuestas y las piernas empapadas en sangre y líquido amniótico. La placenta y el cordón umbilical, cortado con los dientes de la propia madre, se enterraban en el mismo pozo o se las entregaban al curandero para sus menjunjes. Abundaban entre los aborígenes las historias de recién nacidos que eran devorados por inmensas lampalaguas no bien eran paridos y por eso, más que todo, la vigilancia de las matronas. Hasta que no dejara de sangrar, la mujer debía estar fuera de la vista de su marido, igual que cuando menstruaba. Para esto tenían una habitación aparte en donde la madre vivía durante esos días. Esto no la eximía de las tareas diarias que debía realizar fielmente aún el mismo día del parto. Si, por desgracia, el bebé era mujer el marido tenía derecho a echar a su esposa de la casa convirtiéndola en una paria, aunque esto rara vez sucedía en verdad.
Cuando las matronas regresaron, les dije que había ganado unos pesos haciendo una changuita en Castelli, y que quería hacer un asado esa noche. Le pedí a Paique y a la vieja que fueran a comprar la carne y demás elementos al pueblo mientras yo cuidaba el almacén. Tuve dos horas de paz, tirado en una hamaca hecha con tientos, que invitaba a reflexionar.

Sabía que tarde o temprano tendría un enfrentamiento con los milicos, y no quería que Paique estuviera en el medio, como tampoco aquellos aborígenes que nada sabían de retorcimientos ideológicos. Mi estancia allí debería ser lo más breve posible y debía llevar a Paique a su casa a salvo. Ella no pedía nada. Sólo quería estar conmigo allí donde fuera y esto me inquietaba el corazón. Siempre pensé que la sangre inocente debía ser preservada de todo mal. Ser montonero estaba mal. Pero ser militar era mucho peor, porque los milicos no reparaban en nada. Torturaban, violaban, mataban y desaparecían gente como si se tratara de moscas. Yo había elegido el menor de los males pero siempre creí, al contario que las facciones en lucha, que los inocentes sí existen. La prueba era Paique, eran los tobas, los matacos, los hacheros, los niños desnutridos. Me habían advertido, en reuniones montoneras de adoctrinamiento, que la inocencia no existía, que si uno es víctima del sistema debe luchar contra él o de lo contrario merecería las consecuencias de pretender estar en el medio: recibiría balazos de ambos lados. Yo compartía el planteo de la no inocencia hasta cierto punto porque me parecía –con fundamento- que esto era cierto y aplicable sólo a las clases sociales urbanas informadas e instruidas. El resto sólo serían víctimas inocentes, inocentes de verdad. No deseaba que mis acciones u omisiones causaran víctimas entre esos inocentes o, como decían los milicos cuando sus matanzas quedaban expuestas, yo no deseaba producir “daños colaterales”. La sangre de uno solo de esos niños desnutridos valía más que la mía y, sin dudas, mucho más que la de cualquier milico iluminado por Dios. Debería partir pronto, porque cada día con estos inocentes multiplicaba el peligro de venganzas homicidas por parte de los mesiánicos señalados para la divina tarea de elegir quién vive y quién muere.

Regresaron las mujeres con las cosas para el asado y con noticias que Paique me fue contando, mientras yo recordaba cómo hacer un matambre a la parrilla sin quemarlo y que, a la vez, quedara tierno. Me dijo que desde la carnicería pudieron ver que un gran convoy militar salía hacia el suroeste, probablemente hacia Tucumán. Eso era bueno para mí. También me dijo que los militares que quedaban, se veían muy nerviosos y molestos y que pedían papeles a todo el que estuviera a mano. Eso era malo para mí, y debería redoblar las precauciones.
El matambre estuvo exquisito, aunque para la vieja fue difícil de tragar porque casi no tenía dientes. La vieja, según supe ese día, tenía menos de cuarenta años. Parecía de más de setenta y no viviría mucho más. También supe que el promedio de vida en esos pueblos originarios era de treinta y cinco años. Los mataba la desnutrición, el chagas, la diarrea, la pobreza.

¡Qué paradoja que en un país donde la mitad de la gente se moría por el colesterol, el resto moría de pobreza y desnutrición...!



VII
Le hacía el amor a Paique todos los días, siempre que había ocasión, sin sentir culpas ni cargos de conciencia. Ella me complacía gustosa y parecía disfrutarlo tanto como yo. No fingía los orgasmos como hacen las prostitutas. En su abrumadora siceridad me dijo que los tenía o no los tenía, conmigo no necesitaba fingir, conmigo no era una prostituta, era mi mujer, me dijo, -y vos sos ahora mi hombre- sentenció. ¡Madre mía, en qué lío me había metido!
Llegó el momento de encontrarme con Mafalda y su amigo nuevamente, y partí hacia el pueblo esta vez sin fierros, por las dudas. Luego de la consabida vigilancia previa me acerqué a la plaza y Mafalda apareció solo, con una bolsa de almacén en su mano derecha y un paquete envuelto en papel de diario bajo el brazo izquierdo. Se sentó en un banco a fumar mientras yo me acercaba lentamente desde atrás. Se asustó cuando escuchó mi voz pero no hizo ningún gesto delator. Sólo tenía miedo. Me convidó un cigarrillo y conversamos brevemente, me dijo que tenía unas cositas para mí, que no podía comprometerse más de lo que ya estaba, que se llamaba Pascual y que no nos volveríamos a ver. Dejó las cosas en el banco, me miró brevemente y, cuando se aprestaba a irse, le dije retribuyendo su sinceridad, que mi nombre de guerra era Jote y que me olvidara rápidamente porque yo a él no lo olvidaría -le dije en una poco sutil frase que, yo esperaba, sonara tanto agradecida como amenazante.
Tomé su lugar en el banco, terminé mi cigarrillo y partí de regreso a la reserva, ansioso por ver los “chiches” nuevos. Estaba anocheciendo y los milicos se ponían muy nerviosos en la oscuridad. Caminé tranquilamente con los pesados bultos, paré en un almacén, compré para Paique un perfume barato y un chocolate, leche en polvo, una botella de caña para la vieja. Cuando les entregué los presentes, a la vieja le brillaron los ojos y Paique, oliendo una y otra vez el frasquito, lloraba de felicidad. A mi compañera, nunca nadie le había regalado nada. Jamás.
La vieja dormía su borrachera en la hamaca y Paique limpiaba y ordenaba la tapera. Yo desenvolví el paquete que me dio Pascual, haciendo un inventario del contenido: una Browning Hi-Power con dos cargadores y doscientos cincuenta tiros, dos panes de explosivo plástico que transpiraban glicerina -eso es mala señal en un explosivo- con mechas lentas y detonadores de fulminato de mercurio, dos mapas escolares con marcas y referencias, una brújula antigua, binoculares baratos y otra bolsita con más cruceiros. Una pequeña fortuna. Me fijé en la bolsa de almacén: cuatro granadas MK-3, dos pequeñas minas antipersonal y un soñado FAL-Para, fabricado en Bélgica completamente desarmado, de cañón corto, con dos cargadores llenos y cuatro cajas de balas 7.62 de veinticinco tiros cada una que estaba embadurnado con vaselina, así que procedí a guardar todo como estaba. Le di los cruceiros nuevos a Paique y le dije que los guardara ella por si algo pasaba y debíamos separarnos. Le alcanzarían para irse adonde quisiera y para comer unos cuantos días. Se le entristeció la mirada porque había visto los fierros y sabía que no auguraban nada bueno. Yo no sabía cómo explicarle mi situación y no podía continuar con ella sin decírselo. Decidí que partiría al día siguiente a la siesta.
Por la mañana me dediqué a la Puma, le limpié los platinos, la bujía y el filtro de aire, cargué los bultos, inflé al palo las pobres cubiertas, comprobé que arrancaba y luego me senté a estudiar los planos que me habían dado mientras tomaba unos mates con las mujeres. Las marcas en el mapa casi no me servían para nada excepto por un par de referencias sobre un grupo de cumpas en un pueblito que se llamaba El Pintado, a orillas del río Bermejo. Habría que cruzar más monte y selva tupida en un trayecto de más de cuatrocientos kilómetros. El único camino decente iba de Castelli a Formosa y, otro muy malo y de tierra, a Nueva Población, que era el destino de Paique. Entonces tomé una decisión.
Me llevé a Paique al pueblo mientras trataba de explicarle que no podría ir conmigo en la moto por esos montes. Le dije que me buscaban los milicos y que corría mucho peligro. Que ella iría en colectivo y que nos juntaríamos nuevamente en Nueva Población. Entre lágrimas me preguntó si yo era un bandido y le dije que más o menos era algo así, parecido. Pero que no se preocupara.
En la terminal me vendieron un pasaje para el otro día a la mañana y de paso me cambiaron los cruceiros por moneda nacional, que era un montón de dinero. Le expliqué cómo debía hacer para tomar el colectivo y dónde debía bajarse. Lloró todo el camino de vuelta a la reserva y se mantuvo unos pasos detrás de mí, sin dirigirme la palabra. La vieja nos esperaba con mazamorra caliente y chicha. Comimos en silencio mientras la doña observaba a mi compañera llorar con hipos infantiles. Esas lágrimas eran puñales para mí que, inexplicablemente, me había enamorado de ella.
Fumé un cigarrillo con ella prendida de mí como una garrapata. Me acerqué a la vieja, le tomé la mano y se la besé con respeto y agradecimiento. Le dejé unos pesos en la mesa, le prometí nuevamente que nos volveríamos a ver pronto, tomé mi moto y partí sin decir nada más, atragantado de amor y pena.
En Castelli llené el tanque de nafta y los bidones, cargué las cantimploras con agua y comencé otra aventura más. La huella que elegí para meterme en la selva era casi imposible para la pobre Puma que al segundo día empezaba a quemar el embrague. Decidí avanzar a pie, en tramos de uno o dos kilómetros, abriendo picadas con machete y hacha, para luego volver y buscar la moto. Cada tanto debía trepar un árbol alto y ver el horizonte con mi brújula y largavistas. Acampé a orillas de un arroyo bastante caudaloso para buscar el modo de cruzarlo, ya que la rivera era intransitable para la moto que se hundía en el barro y la arena, de tan cargada que iba. Estuve cuatro días construyendo una balsa y eligiendo cuidadosamente los palos, porque la madera de la zona es tan pesada y dura que no flota bien. Al fin, después de mucha caminata, encontré un palmar y con la Puma arrastré hasta la orilla los troncos que había cortado. Decidí armar el FAL y salir de caza al atardecer del cuarto día, a pesar del tremendo ruido que producía el fusil de cañón corto, y el riesgo que esto implicaba. Pero, además del hambre que tenía, debía cerciorarme de la alineación de la mira. Estaba perfecto. Maté un carpincho al que finalmente se lo llevó la corriente del río. Luego le disparé a otro que estaba en la orilla opuesta y tuve que nadar duramente para llegar. Así y todo, por la fuerza de la corriente, fui a dar como a mil
metros de mi presa. El bicho era más pesado de lo que yo estimé y casi me ahogo volviendo al campamento. Lo asé a las llamas y me resultó una exquisitez exótica. Esa noche dormí como un tronco, con la panza llena y un cansancio total. Comer hasta reventar y dormir era un placer casi morboso. Sabía que podían hacerme boleta si me agarraban desprevenido, pero aun así...
Al amanecer desayuné carpincho -otra vez- y mate con pan duro. La carne debía ser aprovechada al máximo porque ya apretaban los calores y todo se descomponía rápidamente. Acomodé la Puma en la balsa, que sólo flotaría unos minutos porque la madera de palmera absorbe rápidamente el agua. Me até una soga larga en la cintura, me lancé al río con un bidón de nafta semi vacío como flotador, arrastré la embarcación al agua y empecé a patalear como loco hacia la otra orilla, mientras remolcaba mi carga. Llegué agotado pero con la moto y demás cosas secas. El río me había arrastrado como dos kilómetros porque yo aprendí que no había que resistirse a la corriente sino dejarse llevar y, suavemente, dirigir la balsa a la orilla.
Este lado del río era un poco más despejado y pude conducir la moto casi sin obstáculos durante dos días. Predominaban los palmares y pude ver algunas huellas de camiones en espacios abiertos. Eso fue una luz roja de alarma.
Me escondí en el monte, me colgué el FAL en la espalda y esperé en silencio. Esperé varias horas hasta que apareció un Unimog de Gendarmería que llevaba cinco soldados atrás, más el chofer y el acompañante, que parecía ser un oficial. Se detuvieron en el claro donde había visto sus huellas. Por suerte, me había tomado el trabajo de borrar las mías. Se bajaron, apostaron tres centinelas en triángulo respecto de mi posición y se pusieron a cocinar su almuerzo. El oficial se metió un poco en el monte, hacia donde yo estaba , y se puso a defecar detrás de un árbol mientras la mira de mi fusil de posaba en su pecho. No me vio. El asqueroso se limpió el culo con la mano y la mano en el árbol. Sólo por eso debí haberlo matado. Se levantó y volvió al camión en donde terminó de limpiarse las manos con un trapo. Eructaban y se tiraban pedos entre risotadas y tragos de vino tinto mientras la mira de mi FAL se alternaba entre unos y otros. Despertaban en mí un instinto homicida con sólo verlos en su repulsivo comportamiento -no al pedo le decíamos chanchos. Por fin, terminaron de comer y se fueron por donde vinieron. Afortunadamente, debía irme en sentido opuesto, pero tuve que inventar unos artilugios en el escape de la moto, para silenciarlo un poco más, aunque el motor trabajara un poco ahogado. Partí nuevamente y encontré una huella bien conservada que me permitió llevar la Puma al límite en la dirección correcta, bordeando el Bermejo hacia el noroeste. Me crucé con un par de carros tirados por bueyes que iban cargados con pieles de carpinchos recién faenados. Los saludé con un movimiento de cabeza, sin detenerme. Debía estar cerca de algún poblado.
El caserío llegó sin aviso, de pronto, al salir a fondo de una amplia curva. Me encontré en el medio de un pueblito cuando atiné a frenar la Puma para no chocar con otro Unimog que estaba parado en el medio de la calle principal -la única, en realidad- con un milico al volante, medio dormido. Se despertó con el alboroto de la frenada y el derrape que tuve que hacer para no chocarlo ni caerme. Se bajó rápidamente para ver qué había pasado y, al notar que no me había caído, me preguntó si estaba bien. Su uniforme era extraño. De la cintura para arriba era un gendarme; pero hacia abajo tenía unos jeans como los míos, zapatillas Topper y no tenía, ni armas a la vista, ni los correajes para portarlas. Cuando se dio cuenta de que lo observaba con curiosidad, miró la carga de mi moto que se había desacomodado en la maniobra de frenada. Por un costado de los bultos, claramente visible, asomaba el cañón de mi FAL. Cruzando movimientos con el extraño milico, solté la moto y saqué la Colt de la cintura mientras él intentaba llegar a la puerta del camión. Lo alcancé con dos pasos, lo apreté contra la cabina y le puse el fierro en la mejilla. Lo hice subir lentamente a la cabina donde el pobre tipo tenía una patética carabina 22 que, supongo, había intentado alcanzar. Me senté a su lado, esta vez con la Colt apuntando a sus testículos. Él estaba asustado y yo también. Le pregunté quién era y no supo qué responder -¿si no sos milico, qué mierda sos? -le volví a preguntar presionando el arma en su entrepierna -¡yo soy montonero carajo, y vos estás muerto milico puto!- le grité resoplando en su cara.
-¡Soy cumpa, soy cumpa! -me dijo ya muy asustado. -El pueblo es nuestro, no tirés.
Sin aflojar la presión del fierro le pregunté qué íbamos a hacer ahora. El tipo transpiraba frío porque yo realmente estaba a punto de quemarlo, en lo que sería mi primer derramamiento de sangre.
-Pará, pará que llamo al comandante y ahí se aclara todo -me pidió cuando presintió que de verdad moriría allí mismo.
Asentí con un gesto y tocó bocina tres veces seguidas. Casi inmediatamente salió, de una especie de pulpería, un tipo bastante mayor que yo -de unos treinta y cinco años- un poco confundido y con una mano dentro de la campera. Lo esperé y se acercó lentamente del lado del chofer, se subió al estribo y miró dentro de la cabina. Comprendió la situación y me preguntó qué quería. Le dije que quitara la mano de su campera y subiera al camión de ese mismo lado. Así lo hizo y nos quedamos todos un instante en silencio. Le pregunté, a modo de improvisada contraseña, quién había matado a Aramburu y respondió correctamente. También respondió dos o tres preguntas más. Por entonces no eran públicos los detalles de esa ejecución hecha por Montoneros; así que aflojé la presión del fierro y el cabo suspiró de alivio. Les dije que estaba buscando refugio y que pertenecía a la Conducción, lo que era equivalente a tomar el mando de prepo. Me dijo que estaba bien, que él no sabía qué carajo hacer con todo lo que estaba pasando. No sabía siquiera si la orga todavía existía. Le dije que, mientras hubiera más de uno, la orga existía -Y en este momento y aquí, la orga soy yo -agregué.
Al fin, más distendidos, los hice bajar del camión y le pedí al cabo que llevara mi moto caminando lentamente y la metiera en un pasillo al lado de la pulpería. Los hice subir otra vez al Unimog y les indiqué que lo ocultaran, lo que no fue muy difícil, por la cantidad de pequeños galpones que había por todos lados. Volvimos a bajar los tres y fuimos lentamente a la pulpería. Tomé la recortada de la moto, dejé bien oculto el FAL, me puse la cuarenta y cinco en la cintura y nos metimos en el negocio. Había una mujer joven y linda en el mostrador, que tenía aspecto de universitaria, y que miraba al extraño grupo sin entender nada. Pipo -así se llamaba el ahora ex comandante- le dijo que todo estaba bien, que dejara el fierro abajo. Ella lo hizo y produjo un ruido sordo cuando lo apoyó en la madera. Le dijo que queríamos tomar algo, que nos atendiera bien porque por fin había llegado “un capo de la orga”. Busqué una silla y me ubiqué de espaldas contra la pared, con vista a la puerta de adelante y la del fondo y también de la ventana, me senté y coloqué la Ithaka sobre la mesa. Un capo de la orga, me dije a mí mismo casi sonriendo, si supieran, si supieran la verdad ¿qué hubiese sucedido?
Isabel trajo tres grandes tazas de café instantáneo y azúcar. Eran delicias que yo no probaba desde hacía mucho tiempo y me relajé rápidamente. Le pedí que se mantuviera en la puerta, a la vista, y que vigilara el camino. Les pregunté cómo podían ser tan pelotudos de estar expuestos de esa manera en un pueblo que ni nombre tenía. Me dijeron que se llamaba “El Pintado” y que los pocos habitantes que había estaban en una fiesta religiosa o estaban comerciando pieles y que volverían al caer la tarde, pero eran muy pocos y no causarían ningún problema.
El Pintado, carajo. Sin advertirlo, me había pasado de largo Nueva Población donde me esperaba Paique. Pero tal vez era mejor así. Me dijo Pipo que había cuatro cumpas más en otras casas y que estarían durmiendo porque hacían guardia de noche. Me dijo que tenían sólo armas cortas y algunas carabinas calibre veintidós. También algo de dinamita que usaban los pescadores. Si se continuaba la línea de la calle principal, se desembocaba en un poblado toba, a unos dos kilómetros de huella en mal estado. Más allá no había nada y era terreno escarpado. Le pedí que dibujara un mapa del pueblo, bien detallado, mientras yo pasaba al baño. ¡Un baño con inodoro por fin! Me la llevé a Isabel al antebaño y con la puerta entornada, hice mis necesidades sin dejar de apuntarla. Era desagradable, pero necesario. Me lavé la cara, me cepillé los dientes ¡con pasta y todo! y me miré en el espejo. Me veía viejo para tener sólo veinte años, estaba tostado por el sol, muy sucio y muy cansado. Esa noche me daría una ducha de verdad, con jabón de tocador y, tal vez, hasta podría lavar mi cabeza con champú.
Resultó que el pueblo era realmente seguro, se podía vigilar bien, y la gente no hacía preguntas. Cada uno hacía su vida, eran colonos y mestizos siempre ignorados por todos los gobiernos, y no tenían porqué ser leales con nadie -y tampoco con nosotros- pensé, medio paranoico. Conocí al resto de los cumpas, que en total sumaban siete, en el transcurso de los dos días siguientes. Sólo había dos puntos débiles: el cabo del Unimog, e Isaías, un tipo asustadizo, con aspecto de laucha, en quien seguramente no se podía confiar. Armé un nuevo plan de vigilancia que excluía a esos dos de la guardia nocturna. Con la dinamita que me consiguieron y los explosivos en mal estado que yo tenía, armé una trampa en el camino de entrada al pueblo, con detonador eléctrico, pensada para frenar a un vehículo militar que, al reventar, obstruiría a su vez cualquier cosa que viniera detrás. Se detonaría manualmente por quien estuviera de guardia mediante una llavecita de luz en la pulpería. El dispositivo lo preparó Pedro, que era especialmente habilidoso con los cables y también con los explosivos. El tipo me cayó bien instantáneamente porque era transparente, de mirada sincera y penetrante y muy decidido cuando hacía las cosas que se le encargaban. Además, tenía la dosis justa de iniciativa personal. Cantaba como los dioses, se notaba que era inteligente y a la vez tenía huevos, una combinación difícil de hallar. A continuación, en los días siguientes, entre Pedro y yo preparamos una ruta de escape principal y una alternativa por el sector noroeste del pueblo. Para ensayar el escape debíamos simular que estábamos jugando al fútbol o boludeando, y coordinar el movimiento sincronizado de los ocho que finalmente estábamos involucrados. El plan quedó bastante afinado, y sólo restaba hacer algunos reconocimientos en el monte cercano, por si las cosas se ponían feas de verdad. Hubo cierta resistencia de parte de los cumpas para ponerse a caminar en el monte porque todo les parecía exagerado. Excepto a Pedro e Isabel. Yo les expliqué pacientemente que, en todo el país, la cosa era a sangre y fuego, que la conducción había escapado al exterior y nos habían dejado librados a nuestros propios medios, y que no se trataba ya de combatir a los milicos por cuestiones ideológicas o de principios; sino, de pura y elemental supervivencia. Completamos los planes por si debíamos dispersarnos, y fuimos al monte a cazar para ver la capacidad de tiro que tenía cada uno. Eran todos un desastre, excepto Isabel y Pedro, ambos muy callados y de mi misma edad, y que hablaban lo justo y necesario. Pedro, con el correr de los días, se hizo muy amigo mío y llegamos a considerarnos hermanos. A Isabel también la considerábamos una hermana, aunque con cierta dificultad por lo bonita que era. Al resto los hice ir todos los días al monte o al río a tirar en distintas posiciones con sus carabinas del 22. Bajo lluvia, con frío, de noche, en fin, en situaciones que lamentablemente luego podrían ser muy reales. Isabel tenía mejor puntería que yo y parecía bastante calma en situaciones difíciles, así que a ella y a Pedro los designé mis lugartenientes. Les prohibí a todos que hablaran entre sí de su origen o destino para que, en caso de ser capturados con vida, no pudieran revelar nada importante bajo tortura. De cualquier modo los intimé para que, en el peor de los casos, se suicidaran sin dudarlo, no tanto por los compañeros, sino para evitar lo que vendría después de las torturas. Esto era, inevitablemente, una muerte espantosa, mucho más espantosa que el suicidio. Aproveché la ocasión para relatarles la forma en que se trataba a los cumpas cuando eran capturados. Además, ninguno conocería el verdadero destino de los otros en caso de fuga y dispersión, porque los planes de retirada incluían vueltas en círculo dentro del monte, y cada uno quedaría librado a su suerte.
VIII
El único que conocía el plan global para la defensa y la evasión era yo y, parcialmente, mis lugartenientes. Ninguno conocía los verdaderos nombres de los otros, ni su origen, aunque yo imaginaba que algo habían conversado entre ellos durante el medio año que estuvieron en ese pueblo. Era elemental.
Isabel tenía algo de adiestramiento en guerrilla urbana pero del monte ni hablar. Pedro, al igual que yo, se manejaba bien en ambos entornos. El resto apenas tenían algunas nociones básicas. En realidad, no habían caído porque nadie sabía de su existencia. Pura suerte. Yo contaba los días para que algo sucediera. Y sucedió de la peor forma. Sucedió en forma de traición.
Un día de un sol radiante, a fines de septiembre, decido hacerme una escapadita hasta Nueva Población para ver, por fin, a Paique y, de paso, reconocer el pueblo. Isaías me pidió que lo llevara para comprar algunas cosas que necesitaba. Por la mañana, partimos en la Puma en un viaje de tres horas. Llevamos únicamente armas cortas y algo de dinero porque debía comprar cubiertas para la moto, algunos elementos de higiene para el grupo y un par de medicamentos para los hongos, que eran un verdadero problema para todos. Cuando llegamos nos encontramos con un pueblito un poco más importante que El Pintado pero no mucho más. Isaías me dijo entonces que él buscaba más que todo un poco de distracción y algo de sexo, que no me preocupara. Me prometió no meterse en problemas, dijo que él no bebía alcohol y yo, ansioso por ver a Paique, sin pensarlo demasiado, acepté. Quedamos en juntarnos en la plaza del pueblo como primer lugar de cita, antes de las cuatro de la tarde. Fijamos dos lugares más, con quince minutos de espera en cada uno, me dio un apretón de manos y se fue.
Compré las cubiertas, las hice colocar, llené el tanque y los bidones, compré los medicamentos, algunos alimentos “de lujo” y partí a la reserva toba hacia el sur, a unos tres kilómetros. Iba pensando en porqué Isaías me había estrechado la mano. Pensé en el beso de Judas, aunque no quería estar tan paranoico.
No bien entré en la reserva hablé con una india que se hacía entender bastante bien en español y le pregunté si había visto a Paique. En el rostro de la aborigen se dibujó un gesto de temor o tristeza y me dio las indicaciones para llegar. Me dijo que me cuidara del padre.
No alcancé a parar la moto cuando un hombre salió a mi encuentro y me empujó con tal fuerza que caí hacia atrás, de espaldas, como una bolsa. De inmediato intentó golpearme con una gruesa vara de madera que dio a centímetros de mi cabeza. Rodé un poco, me puse de pie rápidamente y lo enfrenté cuando venía el segundo golpe directo al cráneo que también pude evadir encimándolo para no dejarle distancia. Le di dos golpes de puño en pleno rostro y, cuando cayó, me le senté en el abdomen y le sujeté los brazos. Pude hablarle por fin y le pregunté qué le pasaba conmigo mientras intentaba zafarse de mi peso sin lograrlo. En eso, salió de la casa una señora que, supuse, era la madre de Paique, que gritaba al hombre en guaraní. Gradualmente, aflojó un poco la tensión. Lo solté y me incorporé para levantar la moto que se había caído y estaba derramando combustible. Ahora la mujer intentaba sujetar al marido que blandía un cuchillo verijero en mi dirección sin dejar de proferir lo que, supongo, eran insultos en “guarañol”. Ante mi actitud pasiva el hombre se fue calmando y bajó el cuchillo. El tumulto hizo que se acercaran varios aborígenes curiosos, todos armados con palos. Decidí sacar el fierro por si la cosa se ponía más espesa. A la vista de la Colt todos enmudecieron y algunos recularon murmurando en actitud resignada. Aproveché para decirle a la señora que sólo quería saber si Paique había llegado y si estaba bien. Me miró con asombro y me dijo que creía que yo era el que se la había llevado de prostituta. Le dije que no, que yo era el que la había sacado de eso. Habló con el marido y se mostraron un poco avergonzados. El hombre se fue rápidamente y desapareció de mi vista. Guardé el fierro, acomodé mis ropas mientras la mujer me sacudía la tierra y me hablaba con una espantosa voz chillona y en guaraní. Sólo le pegunté por Paique y me arrastró a lo que parecía una capilla católica a una cuadra de allí. Entramos y la vi fregando los bancos. Al reconocerme se iluminó, literalmente, y corrió hacia mí y se colgó de mi cuello, besándome y llorando de felicidad como la niña que era. La madre la apartó bruscamente, la reprendió con dureza y tuvimos que sentarnos los tres en un banco para poder entendernos. Me explicó Paique que su padre había negociado su matrimonio con un chamán, brujo y curandero, que la había cambiado por cinco caballos y unas chapas para techar el rancho pero que ahora se iría conmigo a cualquier lado que estuviera lejos de allí. La madre me explicó que por haber sido prostituta ella no valía casi nada y que, si la quería, debería negociar con el padre. Inmediatamente pensé en mi Colt. El aborigen daría cualquier cosa por tenerla porque el arma lo llevaría a la categoría de jefe de facto en la tribu. Además, era lo único valioso que tenía.
Salí a buscarlo y lo encontré medio borracho, tirado en un colchón roñoso en los fondos de su casa. Le pateé el colchón y le grité que se levantara. Cuando abrió los ojos lo primero que vio fue el cañón de la Colt. Con la ayuda de su mujer le dije que me llevaba a Paique, que se la compraba con la pistola y un puñado de cruceiros que agité ante sus ojos. Se le pasó el pedo instantáneamente, se incorporó, tomó la Colt y la miró con adoración mientras, ante su vista, yo le daba los cruceiros a la mujer quien los hizo desaparecer mágicamente entre sus escasos harapos. Paique salió por delante de la casa, silenciosa como un fantasma y se paró al lado de la Puma con su mochilita lista. El padre me pidió balas adicionales, le entregué dos cajas que llevaba en la moto y, antes de que se arrepintiera o pidiera algo más, arranqué la Puma y partí con Paique a toda velocidad. Ya era hora del encuentro con Isaías.
Isaías nunca llegó. Esperé un poco más de lo acordado, pasé por el segundo y tercer lugar de encuentro y nada. Me fui lo más rápido que pude porque sin armas estaba perdido y debía asumir que el cumpa había sido capturado o que se había entregado. En cualquier caso, yo estaba en peligro, el grupo estaba en peligro, Paique estaba en peligro. Llegué a El Pintado ya entrada la noche y me quedé en el monte cercano vigilando el poblado. No pasaba nada y me animé a acercarme caminando en silencio mientras verificaba que no hubiese emboscadas o trampas, lo que me sirvió, además, para comprobar que los cumpas de guardia no estaban demasiado atentos. Ni siquiera habían escuchado la moto. Pero no había peligro. Volví al monte, subí a la Puma y entré al pueblo haciendo bastante ruido, no fuera que detonaran la trampa en el camino. Los desperté a todos, llamé a los guardias, presenté a Paique y comuniqué las novedades sobre Isaías. Los reprendí por no estar atentos. Yo había entrado y salido del pueblo sin que lo advirtieran y eso significaba solo una cosa: si venían los milicos nos hacían bosta y seguramente vendrían pronto. Calculé que no teníamos más de veinticuatro horas para preparar la resistencia o huir dejando trampas para retrasar lo inevitable. Isaías hablaría hasta por los codos porque era un cagón y porque nadie resiste más que unas pocas horas de tortura. Inmediatamente cambiamos la ubicación de la trampa de dinamita, colocamos el Unimog robado en una orilla del camino de entrada con más dinamita bajo el tanque de combustible y con un dispositivo detonador cazabobos bajo el asiento. El resto nos retiramos a los fondos del pueblo con todos los pertrechos que nos quedaban, demás artículos de supervivencia, alimentos y mi moto. Estaba amaneciendo y no pasaba nada.
Lo busqué a Pedro y salimos de patrulla al monte para anticipar alguna movida militar. No vimos nada y volvimos al mediodía, comimos y nos acostamos a descansar. Sabía que vendrían esa noche y la cuestión era adivinar cómo y por dónde lo harían. Me despertó Paique con un mate. Pensaba en el modo de alejarla de lo que pasaría allí y decidí mandarla hacia la reserva toba más al norte. Le di unos pesos más y la tuve que tratar bastante mal para que aceptara irse antes del anochecer en un caballo sin aperos. Finalmente comenzamos los preparativos para la defensa, basados en una táctica que me enseñara Gaby y que ella llamaba calesita. Consistía en recular bajo fuego enemigo, disparando en dirección a ellos, describiendo un espiral hacia atrás. Cuando el primer combatiente completaba su círculo, el siguiente iniciaba otro ligeramente más atrás. Así nos iríamos acercando a las vías de escape previstas, que eran invisibles senderos en el monte, para producir la mayor cantidad de bajas posibles y sufrir las menores posibles. Di la orden de liquidar al combatiente herido nosotros mismos para evitar capturas y lo dije en serio. No nos gustaba pero era estrictamente necesario para la supervivencia del resto. Esa orden me incluía y avisé a todos que el comandante, en caso que yo muriera, sería Pedro. Nos habíamos hecho muy amigos pero, además, tenía condiciones para el mando. Nos dimos a conocer como montoneros combatientes a la poca gente que había en el pueblo, confiscamos todas las armas que encontramos y les ordenamos permanecer en sus casas advirtiéndoles que, al sonido del primer disparo, debían meterse bajo sus camas y permanecer allí hasta que todo terminara. La traición sería pagada con la muerte.

IX
Llegaron por el río a las dos de la mañana. Eran tres pelotones de gendarmes en botes gomones Zodiac motorizados. No podían llegar remando contra la corriente así que los escuchamos como a dos kilómetros. Aposté tres tiradores en la rivera y, por las dudas que fuera una trampa, puse tres más al frente y con Isabel nos ubicamos en el flanco derecho. Pero también venían por tierra. Cuando me estaba apostando voló el Unimog cargado con llamas de diez metros de altura porque le habíamos puesto varios bidones con gasoil con ese fin. Se formó una barrera de fuego de casi veinte metros que obstruyó todo el ancho del camino. Isabel detonó la dinamita enterrada en el camino, que provocó un cráter considerable, sin necesidad de que yo le avisara. Allí clavó la guampas un jeep. Vi hombres en llamas corriendo hacia el río y otros hacia el monte. La confusión era total entre los milicos. Los gomones se detuvieron justo frente a nuestros tiradores y optamos por disparar a los motores y partes inflables. Así logramos que dos de ellos se fuesen corriente abajo, inertes y a punto de hundirse. El restante se dirigió a la orilla opuesta para ponerse a salvo y desde ese lugar los gendarmes abrieron fuego graneado. No eran un peligro real para nosotros porque eran muy malos tiradores, había poca visibilidad y mucha distancia. Retiré a los cumpas del río y nos concentramos en el frente y flanco derecho porque el fuego del Unimog estaba mermando y, si eran muchos efectivos, terminarían pasando a corto plazo. Busqué a Pedro y salimos de reconocimiento para acercarnos al incendio por un costado. Pudimos observar que había unos treinta gendarmes bastante desorganizados que corrían de un lado a otro y disparaban sus FAL en cualquier dirección. Habían llegado en otro Unimog y dos Jeeps que estaban cien metros más atrás en el camino. Le hice señas a Pedro para que me siguiera y, por dentro del monte tupido, rodeamos a las tropas para acercarnos a los tres vehículos. Había un centinela en cada uno. Les salimos por un costado y silenciosamente los redujimos, los hicimos tirar al piso detrás de los vehículos, les quitamos sus armas y municiones -FAL y Browning de 9 mm- con varios cargadores llenos. Revisamos los móviles y encontramos más municiones, un lanzacohetes con sus cargas. Retiramos todo el botín bien adentro del monte y lo escondimos entre la maleza porque no podíamos con la carga nosotros solos. Nos llevamos al campamento sólo el lanzacohetes y un FAL con sus cargadores, y dejamos a los centinelas bien atados con sus propios correajes. Corrimos para colocarnos al frente de los gendarmes que se reagrupaban cerca del camión incendiado y abrimos fuego automático con la idea de que se fueran hacia atrás. Pudimos ver que tenían cinco bajas, seguramente quemados, ninguno muerto. No queríamos hacer una carnicería porque desataría otra peor cuando volvieran. Se retiraron hacia los vehículos y en cinco minutos se replegaron y partieron. Ya casi todo estaba en paz. Nos quedaba resolver el problema de los milicos del bote y para eso estaba el lanzacohetes. Se lo pasé a Pedro y les tiramos un cuetazo sin saber muy bien qué trayectoria tendría el proyectil. Fue a caer detrás de ellos en una llamarada impresionante que iluminó la rivera. Decidieron irse rápidamente mientras disparaban hacia nosotros para cubrir su retirada. No respondimos el fuego: queríamos que se fueran sin delatar nuestra posición exacta porque el lanzacohetes dejaba una trayectoria de humo y fuego muy fácil de seguir.
Amaneció y pudimos recoger las armas y municiones incautadas y reagruparnos luego de comprobar que realmente los milicos se habían replegado. Tendríamos que irnos inmediatamente del pueblo porque ahora se vendrían con todo, pero no durante el día. De nuestro lado sólo resultó herido Pipo por una astilla de madera desprendida a balazos de un bote de pescadores donde se había parapetado, pero no era grave. Lo curamos y vendamos y comenzamos a planificar la dispersión. Nos sobrevoló un helicóptero a gran altura que, seguramente, estaba fotografiando el pueblo y esa fue la señal para partir. Repartimos armas y municiones y, tras breve despedida, partieron los cumpas hacia el monte. La poca gente del lugar ni se asomó. Yo rogaba que los milicos no hicieran demasiado daño al tomar el pueblo. Nos despedimos con emociones encontradas. Apenas nos conocíamos pero combatir del mismo lado nos hizo casi hermanos. Nunca nos volveríamos a ver. Me quedé con Pedro cargando la pobre Puma con todos los pertrechos, desactivé las trampas explosivas que quedaban y partí solo hacia el poblado toba, hacia Paique. Pedro me esperaba de vuelta porque no podíamos llevar todo en un viaje. Eran dos kilómetros de senda tortuosa pero al fin llegué a la reserva. Paique había escuchado la moto de lejos y me esperaba en la entrada. Hablamos un poco sobre las condiciones del asentamiento, la buena disposición de la gente a recibirnos y tuve que decirle sobre el enfrentamiento de la noche anterior. De cualquier modo, en la reserva, ellos habían escuchado las explosiones y no podía mentirles. No quería poner en peligro a los aborígenes y sólo estaríamos de paso. Descargué la moto y partí de vuelta a buscar a Pedro y el resto de las cosas. Isabel, que debió haber partido en otra dirección, no lo había hecho y en cambio decidió con firmeza inapelable que iría con nosotros. En dos horas ya estábamos comiendo apresuradamente en la casa de un tío de Paique que la había recibido gustoso y con quien negociamos cuatro buenos caballos. Los que teníamos se los habían llevado los demás cumpas al monte. Isabel trajinaba ayudando a la mujer de la casa, Logramos explicarles a los tobas que pronto llegarían los militares; que nos rastrearían hasta allí y que probablemente serían muy violentos. Le pedí al tío de Paique que me sugiriera una vía de escape por el monte hacia Formosa. Me dijo que si nos íbamos rápido podíamos cruzar el Bermejo por el puente hacia un lugar que se llamaba Laguna Yema -territorio de matacos- porque en ese cruce, que era muy precario, no solía haber controles. Rápidamente, ensillamos a medias los caballos, los cargamos con todos los pertrechos y le regalé la Puma al tío de Paique con la condición que la escondiera cuidadosamente en el monte hasta que todo pasara. Luego podría hacer con ella lo que quisiera. Paique me dijo entre sollozos que quería irse conmigo. Tuve que explicarle que íbamos a una muerte segura y que ella no tenía nada que ver con nuestra guerra, que no valía la pena morir tan joven y que si sobrevivíamos volvería por ella a cualquier precio. Su tío se ofreció a cruzar antes para ver qué pasaba del otro lado. Nos acercamos al tambaleante puente y el toba pasó caminando tranquilo. Desde el otro lado nos hizo señas y cruzamos todos: Isabel, Pedro y yo, más un caballo adicional de carga. Le agradecí al aborigen y le recordé que serían visitados por los milicos y que cuidara mucho a Paique, y nos metimos en el monte a esperar la noche. Pudimos dormir por turnos y a las nueve nos pusimos en marcha. Cabalgamos toda la noche y al amanecer hicimos campamento en un ceibal bien adentro de la selva, colocamos trampas perimetrales, hicimos enramadas bien separadas, una para cada uno y decidimos dormir todos sin hacer guardia. Llevamos caballos como a doscientos metros y los dejamos ramonear atados con largas
sogas. Estimé que estábamos ya como a sesenta kilómetros de El Pintado, en el medio de la nada y que difícilmente seríamos sorprendidos.
El toba nos dijo que intentaría dejar huellas del lado opuesto a la reserva para desviar la búsqueda de los gendarmes que tenían buenos rastreadores y seguramente lo hizo porque nunca nos alcanzaron, ni siquiera se nos acercaron. Yo, en mi corazón, agradecí a Paique y a su gente, que eran ancestralmente guerreros, pero capaces de dar tanto amor.

Apartado de mis cumpas lloré, mientras miraba las flores de los ceibos que eran del color de la sangre, la sangre de mi patria, de mi propia sangre, la de los tobas y la de los milicos. Era la misma sangre y el ceibo seguramente florecía en llanto por todos nosotros. Qué locura dejar hablar a las armas en lugar de las palabras. Se me antojó que todas las poesías del mundo yacían muertas a nuestros pies. Estábamos vacíos. Nos convertimos en máquinas de sobrevivir, con nuestras almas rotas. Las canciones de amor en los fogones se convirtieron en barro de trincheras pisoteado por el odio... Qué locura... Qué locura Paique, amor.
Era difícil soportar tanto odio, tanta mugre. Era difícil pensar en mi mujer mientras lloraba de pena por Paique, mi compañera, mi protegida. Traté de dormir pero pronto se escuchó el motor del helicóptero que nos buscaba, volando muy bajo esta vez. Armé el lanzagranadas para bajarlo de un cuetazo, si era necesario, pero no pasó sobre nosotros. Esta alarma se repitió durante varios días pero, al movernos en zigzag y semicírculos, nunca nos vieron porque ellos se movían siempre cuadriculando la zona. Siempre cuadrados. Cuadrados contra círculos. Eso me lo había enseñado un guerrillero palestino que fue a Buenos Aires a darnos algo de entrenamiento de campo. Gracias Ahmed, o como quiera que fuese su verdadero nombre.
Cuando cesaron los vuelos apuramos la marcha y llegamos por fin a Laguna Yema que era un pueblito interesante por donde pasaba un ferrocarril. Nos quedamos entre el monte y una plantación de caña esperando para ver los movimientos militares. El pueblo era bastante grande y había trenes dedicados a la carga de productos agrícolas. No había gendarmes pero había bichos verdes del Ejército en abundancia así que debimos permanecer agazapados y dar un largo rodeo hasta la laguna propiamente dicha. Era zona de matacos bastante beligerantes. Los militares tenían problemas con ellos porque no obedecían órdenes y varias veces se cruzaron balazos. Para nosotros no era un buen lugar porque había tensiones y eso mantenía a los milicos en alerta. Decidimos dirigirnos al noreste y meternos de nuevo en una selva tan cerrada que los caballos apenas podían andar. Poco después un lugareño me contó que el nombre de Yema provenía de un cacique mataco que a principios del siglo XX organizó una revuelta para recuperar tierras usurpadas por los blancos. El cacique tenía el pelo de un extraño color amarillo -de allí el nombre- pero su resistencia fue aplastada por fuerzas militares de Salta y Jujuy combinadas. Apenas conocí la historia me simpatizó por la similitud de nuestra propia situación y por la desproporción de fuerzas con las que tuvo que luchar.
Comenzaba la época de lluvias y era un verdadero martirio cada día de marcha. Nos quedaban pocas provisiones y no teníamos equipo para lluvia. Tuvimos que comenzar a cazar y robar alimentos allí donde hubiera una chacra o un rancho. No teníamos conocimientos para cazar con trampas y eso nos obligaba a disparar para obtener conejos, pecaríes o carpinchos. Cada disparo resonaba en la selva como una bomba y mi temor era que nos escucharan los milicos que patrullaban el monte con pelotones muy bien entrenados. Llegamos a comer serpientes y lagartijas y algunas raíces tiernas: todo servía en esas circunstancias. Comenzaban los calores agobiantes de noviembre, y las primeras generaciones de jejenes y mosquitos de la temporada nos acribillaban hasta producirnos fiebre.













X
Cierto día a fines de noviembre tuvimos que cavar pozos de zorro para escondernos de una patrulla que, finalmente, nos encontró.
Abrimos fuego en un enfrentamiento que fue breve y cruento. Un enfrentamiento cara a cara. Empezó con una granada que explotó detrás de nosotros a lo que respondimos con las propias. Los milicos eran siete, bien dispersos, pero a tiro de fusil y el que se había acercado para arrojar la granada fue alcanzado por la nuestra. Eso le causó serias heridas y cayó unos diez metros de nuestra posición. Mal lugar el monte para las granadas porque se frenan y desvían con la maraña de árboles. Comenzó entonces un verdadero infierno de balazos porque ellos se cubrían con fuego automático mientras intentaban rescatar al herido. Respondimos dispuestos a todo para que ninguno de ellos volviera a su base o delatara nuestra posición por radio. Alcancé a dos que quedaron fuera de combate pero vivos, Isabel con su tranquilidad y puntería mató a otros dos e hirió a uno más y entonces Pedro se equivocó en las cuentas y salió del pozo con su Ithaka sin considerar que uno de los milicos heridos todavía podía disparar. Iba a cazar al que todavía estaba operativo y dio la espalda a los caídos. Fue su único y último error porque los efectivos eran un comando de élite y no se les podía dar ninguna ventaja. Yo estaba apuntando al francotirador, a punto de derribarlo, cuando Pedro se interpuso en mi línea de tiro, anuló mi acción, y recibió un balazo desde su flanco izquierdo disparado por uno de los milicos heridos. Isabel se encargó del francotirador con dos disparos en el pecho y yo liquidé al asesino de Pedro con un único tiro en la cabeza. Todo quedó en silencio. El combate había durado no más de tres minutos pero me pareció una eternidad. No escuchaba nada y me sangraban la nariz y un oído a causa de las explosiones pero alcancé a ver a Isabel que se dirigía a rematar a los heridos con el rostro desencajado por la rabia, la adrenalina y las lágrimas. Había, por fin, perdido toda compostura. Le grité como loco, sin escucharme a mí mismo, que se detuviera, que nos ocupáramos de Pedro que aún se movía y ella reaccionó descargando una ráfaga del su FAL hacia la nada, cayendo de rodillas llorando y tocando incrédula la humedad de su entrepierna. Se había orinado encima.

Ese tiro maldito resonó en todo mi pobre y pequeño mundo. Aún escucho en el monte el eco inmundo de la muerte atravesando el cuello de Pedro que cayó desarticulado como un muñeco. Salté hacia él, levanté su cabeza y la apoyé en mi regazo. Allí dejó sus últimas gotas de sangre y dejó su última mirada en mi propia mirada que, desde entonces, dicen, es la mirada de Pedro en mis ojos. Era la mirada incrédula de un casi-niño que descubre tarde su propia mortalidad. Yo quería volver al útero que era mi pozo, querría haber muerto yo, quería desaparecer. Era espantoso ver la muerte así, tan cerca, tan real. Pero la sangre de Pedro en mi ropa nunca me permitiría olvidarlo. Estábamos destinados a morir con honor pero sin gloria.

Había trabajo que terminar. Fui hasta Isabel, que estaba en el suelo acurrucada temblando, la incorporé y la abracé mientras miraba sobre su hombro a los tres milicos heridos que quedaban y decidía qué hacer con ellos. Aunque la regla de oro para estos casos era no tomar prisioneros ni dejar enemigos atrás. Decidí que ellos vivirían. Reconforté un poco a Isabel y le pedí que fuese hasta los caballos y trajera elementos para asistir a los heridos. Ella se enojó conmigo porque decía con razón que después esas cosas -los medicamentos- podrían hacernos falta a nosotros y que ningún milico vendría a curarnos las heridas –dijo señalando mi cara ensangrentada. Yo tenía una pequeña esquirla debajo del labio inferior y otra debajo del ojo derecho pero no sentía dolor. Aún así, Isabel fue puteando por las cosas y a su regreso me dijo que un caballo estaba muerto, aparentemente, por un tiro perdido. No importaba, ahora sobraban caballos.
Fuimos hasta el milico que parecía estar más malherido  -uno de ellos murió sin que pudiéramos asistirlo- y nos miró pidiendo piedad sin decirlo -tenía huevos el cabrón-. Creyó que lo iba a rematar pero, en lugar de eso, lo ayudamos a sentarse apoyado en un tronco y lo examiné. Evalué sus heridas mientras Isabel hacía lo propio con el otro. No eran tan graves y utilizamos elementos que ellos mismos tenían. El más comprometido era un joven de unos pocos años más que yo: el tiro le entró por el pectoral derecho y al salir le astilló el hueso del omóplato. Aparentemente no estaba lastimado el pulmón porque no tosía con sangre. Pero estaba tan dolorido que le apliqué la dosis de morfina que él mismo me dio de su morral. Lo vendé e inmovilicé su brazo. Lo dejé casi como una momia y comenzó a dormirse por efecto de la droga. Me dirigí al otro que estaba boca abajo con Isabel montada sobre su trasero para sacarle metralla y pedregullo de la espalda. La ayudé con eso, le suturamos dos heridas de cierta consideración, le colocamos sulfa en todos los orificios y lo hicimos poner en pie. Me preguntó si los ibamos a matar y le contesté que no, que no éramos bárbaros.
-Somos montoneros, no asesinos, las torturas y las matanzas las hacen ustedes, no nosotros.
-¿Pero ustedes no son los zurdos del ERP, los mismos que estaban en Tucumán?
Como no podía ponerme a explicarle las diferencias, le pedí que me ayudara a llevar el cadáver de Pedro hasta mi pozo de zorro, lo introdujimos allí junto con la guitarra que siempre llevó, y lo cubrimos con tierra. Le pedí al soldado que cuando vinieran a rescatarlos dejaran a Pedro descansar en paz, que me hiciera ese favor, porque él querría quedarse para siempre allí, donde estaba, en medio del monte, tal como lo hubiese deseado yo mismo, enterrado de pie, como los árboles. El pañuelo que cubría mi rostro se estaba empapando de sangre pero también de lágrimas. Enseguida buscamos municiones, comestibles y explosivos entre las pertenencias de los soldados muertos. Le quitamos los cerrojos a todas las armas y le metimos otra dosis de su propia morfina al soldado para doparlo por un rato. Destruimos sus handies a culatazos y partimos, Isabel y yo, hacia lo que nos deparase el destino. Dejamos atrás cinco muertos de ellos y uno de los nuestros. Los soldados serían rescatados muy pronto. Pedro no lo sería jamás.
Anduvimos dos días casi sin dormir hasta llegar a un cañaveral tan tupido que no se veía más allá de unos metros, descargamos los caballos y los llevamos a medio kilómetro de nosotros por donde pasaba un arroyo y podían pastar a sus anchas. En medio de la plantación nos quedamos dormidos instantáneamente. Ni si quiera nos acordamos de armar las trampas. Sólo nos dormimos como niños cansados, llorosos y doloridos.
Me despertó el roce de algo helado en mi cuello. Cuando me atreví a abrir los ojos, inmóvil, percibí el olor: era un pequeño cerdo que me olisqueaba curioso. Ese sería nuestro almuerzo y cena por cuatro días. Isabel se despertó cuando apuñalé al chanchito justo en el corazón y ella saltó de su nido sobresaltada por los estridentes chillidos del animal.
–Está bien, tenemos algo para comer.
Ese día transcurrió como si fuéramos una familia feliz. Ella preparó el desayuno, que devoramos en un minuto y fuimos al arroyo a lavarnos la mugre de varios días, la mugre de la batalla, la mugre de la muerte.
Nos bañamos desnudos enjabonándonos el uno al otro, restregando nuestra suciedad con fuerza como si eso pudiera limpiarnos también los pecados y fue inevitable hacernos el amor con desesperación, allí mismo, en la orilla fangosa del río entre gusarapos y mojarras que nos cosquilleaban en la piel. Más tarde, mientras yo preparaba el cerdo asado, Isabel se puso a lavar algo de ropa que luego extendimos en el cañaveral. Estábamos avergonzados por la desesperación, por habernos amado horas después de haber matado, horas después de haber enterrado a Pedro y también por transgredir el estúpido decálogo de Abal Medina y Firmenich. Que se pierdan el decálogo en el culo, yo mismo se lo metería en el culo al propio Firmenich si tenía la ocasión. Por la tarde, luego de desinfectar mis pequeñas heridas ella curó los hongos de mis pies y yo los de ella, lo que nos llevó a amarnos nuevamente una y otra vez. Hablamos de lo deberíamos hacer a partir del combate porque que nos buscarían por cielo y tierra hasta matarnos como perros. Teníamos dos opciones: buscar un lugar para quedarnos escondidos largo tiempo o movernos sin pausa hacia algún poblado y mezclarnos entre la gente. Elegimos lo segundo.
Cabalgamos paralelos al ferrocarril en dirección este-sudeste durante seis días sin incidentes y desembocamos en un pueblito que se llama Misión Tacaaglé, cerca de la frontera con Paraguay. Acampamos a orillas de un pequeño río llamado Map Sap. La ubicación era estratégica porque había ferrocarril muy cerca, estaríamos en Paraguay con sólo cruzar el Pilcomayo y hacia el sur era todo selva, monte y palmares. La misión fue fundada originalmente para redimir a los aborígenes tobas y, poco a poco, se fue agrandando hasta ser un pueblo bastante importante. Allí convivían gendarmes, policías y Prefectura Naval. Había tantos efectivos que probablemente sería el último lugar donde nos buscarían. Eso me gustó a tal punto que a los pocos días de campamento Isabel y yo nos pusimos nuestras mejores ropas limpias y nos arriesgamos a ir de compras. Al principio intenté disfrazar a Isabel de varón pero era tan bonita y voluptuosa que no hubo modo. Parecía un homosexual. Finalmente se vistió del modo menos llamativo posible, yo me afeité la barba de casi medio año y entramos al pueblo caminando como la pareja que en verdad éramos. El hecho de que Isabel era rubia no llamó la atención porque había muchos pobladores de origen polaco y alemán que explotaban a los tobas en madereras, yerbatales, algodonales y cañaverales. Todas las despensas y almacenes de ramos generales eran de turcos -en realidad eran en su mayoría sirios o libaneses- y recibieron de buena gana los cruceiros que teníamos. Compramos un poco para cada necesidad en distintos lugares para no llamar la atención. En el segundo almacén hice una pequeña amistad con el dueño y charlamos sobre intrascendencias pero logré algo de información sobre el movimiento militar en el pueblo. Esa era mi especialidad en la orga y todavía podía desempeñarme con habilidad. Había muchos militares pero estaban más dedicados al control de contrabando y a hacer negocios propios que al control de pobladores. Eso estaba bien para nosotros. Qué paradoja, pensé, la corrupción de ellos era, a la vez, nuestro seguro de vida. Encontré una central telefónica y pedí una llamada a San Luis y otra a Mendoza. Me consiguieron primero la de San Luis y hablé con mi tía Rosa. Me di a conocer con todo el disimulo que pude y le pedí que averiguara en la policía si todavía había pedido de captura para mí. Ella tenía un importante contacto dentro de la delegación que podía darle esa información. Mi tía siempre fue amiga del poder y caía bien parada, pero a mí me tenía especial estima y haría lo que yo le pidiera. Le pregunté por el resto de mi familia y me comentó que mi viejo estaba en la Penitenciaría Provincial y que estaba bien, junto con el gobernador Elías Adre, el Negro Morel, el Chino Cejas y otros, aunque se rumoreaba que lo trasladarían a La Plata muy pronto. Mi madre bien, mis hermanos bien. Le encargué que le hiciera llegar discretamente noticias mías a todos ellos, incluido mi padre. Media hora después me comunicaron con Mendoza. Atendió mi mujer y me temblaron las piernas al escucharla; yo la amaba y a la vez estaba enamorado de Paique y hacía el amor con Isabel. Qué locura. Me recompuse rápidamente antes de que comenzara a llorar y le dije que tardaría unos meses más en volver y que se mantuviera en contacto con tía Rosa, que ella le contaría algo más. No se podía hablar durante mucho tiempo porque los teléfonos de medio mundo estaban pinchados. Le dije que la amaba, que la extrañaba y que me estaba cuidando mucho (no valía la pena contarle lo bien que me cuidaba) y que pronto estaríamos juntos nuevamente.
Volvimos a nuestro escondite, que era una tapera a dos kilómetros del pueblo, en medio de un yerbatal seco y abandonado, ordenamos las compras y nos hicimos un festín de comidas que extrañábamos, como huevos fritos, churrascos, leche y café, latas de sardinas y picadillo con Criollitas, y todas esas simplezas que, por las privaciones anteriores, nos parecían comidas gourmet. Habíamos tendido un cerco de trampas explosivas alrededor del escondite y dormíamos abrazados a nuestros FAL, yo siempre con mi bandera bajo la almohada, rezando el Himno antes de dormirme. Todo trascurría con tranquilidad hasta que Isabel me pidió hacer una llamada a su lugar de origen, que era Tandil, en la provincia de Buenos Aires. Ella suponía que el teléfono de sus padres no estaría pinchado, así que unos días después volvimos a la centralita de Entel y pedimos la llamada. Esa llamada marcó el fin de nuestras aventuras juntos porque su padre le dijo que no tenía pedido de captura, que nadie sabía que era montonera y que podía volver. Tenía que volver porque su madre había muerto recientemente arrollada por un auto y la familia estaba destrozada. Isabel se conmocionó mucho por lo de su madre y, entre sollozos, le dijo que llamaría pronto para comunicarle su decisión.
Habíamos observado el ferrocarril de la zona y advertimos que tenía algunos vagones para pasajeros. Le dije a Isabel que no lo pensara mucho y que volviera a su casa porque no tenía sentido vivir en la clandestinidad si no estaba siendo buscada por los milicos. Se negó durante más de una semana de discusiones: ella, porque no quería dejarme solo y yo, porque no estaba seguro de que los heridos que dejamos en la selva pudieran dar o no descripciones de su rostro que ella no había podido cubrir bien. Tuve que ser un poco cruel y le dije que solo me arreglaría mejor, que estábamos deteriorándonos físicamente y que la necesitaba viva y sana para cuando todo terminara. Aunque yo supiera que los milicos heridos difícilmente pudieran dar ninguna descripción porque uno estaba dopado con morfina y el otro estaba tan cagado que no recordaría mucho. Después de ásperas discusiones y reconciliaciones aceptó irse pero me obligó a jurarle que al finalizar toda la locura la iría a buscar. Le di, entonces, el número de teléfono de mi tía Rosa en San Luis pero a último momento le cambié dos dígitos. Ella me dio el suyo de Tandil. En realidad, no quería traicionar a mi esposa cuando volviera porque una cosa era el amor de trinchera, el amor y el deseo que se sienten cuando la muerte acecha y otra, muy diferente, cuando todo transcurre en paz. En todo caso ya vería qué quedaba del amor por mi mujer cuando volviera a verla. Luego decidiría. Saqué el pasaje para ella sin consultarle. Nos quedaban tres días juntos e intenté hacerla sentir lo mejor posible. Hicimos el amor como locos. Me desafinaba canciones de Spinetta y Charly, me lavaba la ropa y me hacía el desayuno. Era como una luna de miel entre el peligro, la pobreza y la inmundicia.
Finalmente llegó el día y la llevé a la pequeña estación pero, como había mucha vigilancia policial, la despedí con un rápido beso, la empujé amablemente hacia el tren y me fui sin volver la cabeza. Me sentía muy extraño por estar solo otra vez y este sentimiento me duraría varios días, así que para no pensar en eso me mantuve ocupado reuniendo el equipo que ahora era excesivo. También sobraban armas y municiones. Conservé el FAL y la Browning y metí todos los explosivos, fusiles desarmados, handies y granadas en bolsas de plástico y los enterré bien adentro del monte, en un lugar que sólo yo encontraría con facilidad si fuese necesario. Liberé uno de los caballos a orillas de un arroyo y me quedé con dos, uno para montar y el otro para carga. Dejé el campamento listo para desaparecer sin dejar huellas pero sembrado con las minas antipersonales que todavía conservaba. Eran cinco y las coloqué para detonarlas en forma manual con una tanza de pesca. Me dedicaría a buscar un campamento mejor, a orillas del Pilcomayo por dos razones fundamentales: la cercanía con Paraguay y la posibilidad de vivir de la pesca como tantos rivereños. La seguridad era relativa pues podía ser atacado desde el propio río, aunque poco probable si lograba hacerme pasar por un pescador más. En el almacén del turco cambié los enseres de hachero por aparejos de pesca y con los pocos cruceiros que me quedaban compré una canoa rotosa que tuve que reparar completa para lograr que flotara. Finalmente elegí un barranco bastante alto que se podía defender bien. Había una tapera que utilicé como base para hacer un techado con plástico y chapas viejas y, colocando una vez más las trampas explosivas, con las vías de escape bien estudiadas, con hambre de varios días, me dispuse a pescar. Había bogas, tarariras, chanchitas y bagres. Todo servía para comer pero, para vender, lo mejor eran las bogas y tarariras. No bien me embarqué, me salió al encuentro un grupo de pescadores mestizos muy agresivos. Me dijeron que esa zona era de ellos y que me tendría que ir a otro lado. Les respondí mostrándoles la Browning y disparando al aire un solo tiro, que si intentaban hacerme algún daño a mí o a mi campamento, los cagaría a balazos. Les dije que pescaría muy poco y no los iba a molestar y que, por el contrario, prefería ser su amigo. Después me enteraría de que el celo por ese bañado en particular era porque se utilizaba para traer marihuana y otros contrabandos desde el Paraguay y no justamente por la pesca.
Los primeros días sólo saqué tarariras y tuve que aprender a charquearlas con sal para vender en el pueblo. Allí no había otra forma de conservarlas. Cuando junté suficientes se las cambié a un recolector que pasaba en un carro todos los días. Nos daba monedas o hacíamos trueque por mercaderías como yerba, azúcar y verduras. Se podía sobrevivir. El problema era la salud. Los humedales y esteros que se forman allí, sumado al clima subtropical, eran caldo de cultivo para todo tipo de enfermedades, especialmente parásitos y mosquitos. La diarrea, las sanguijuelas, las garrapatas, las vinchucas, los jejenes y arañas eran inevitables.
Cierto día, que estaba con vómitos y diarrea, me vio un pescador en tan mal estado, que me dijo que debería ir al doctor Laureano en un pueblo que se llamaba Estanislao del Campo. Él era el único que se ocupaba de los indígenas y gente pobre en general. Quedaba bastante lejos y se llegaba por tren. El mismo tren en que se fue Isabel.
La alternativa era una curandera que estaba cerca, a unos pocos kilómetros, en un islote llamado Picué. Allá fui con mi canoa y las pocas fuerzas que me quedaban. La chamán me hizo una infusión que, sin dudas, entre sus ingredientes tenía marihuana porque el olor era inconfundible. Estaba tan mal que no puse objeciones ni a la infusión, ni al collar de semillas de jacarandá, o al cataplasma de hojas de palma. La curandera era una aborigen toba que se quedó charlando conmigo gran parte de la noche. Por alguna razón le conté de mis amores con Paique y que estaba ansioso por ir a verla y que tenía una esposa y una -no sé cómo llamarle- Isabel. Me dijo que por una de ellas no debería preocuparme más, que había muerto. Entonces el corazón me dio un vuelco. Quise sacarle el nombre pero no dijo más nada y se fue a dormir. Hice lo mismo pero, aunque no creía en premoniciones ni videntes, algo me decía que era cierto, algo había pasado y seguramente sería Isabel, que se había llevado una pistola calibre veintidós contra mi consejo. Ya tendría oportunidad de averiguarlo.
Desperté sobresaltado, cuando despuntaba el día, por un tumulto de gente que desembarcaba en la isla con gallinas, patos y chanchos. Eran los clientes de la curandera. La india me estaba preparando otra infusión diferente, muy amarga y me dio una bolsita con yuyos para que la siguiera tomando durante tres días por la mañana. Me dijo que no le pusiera azúcar para no alimentar el bicherío que tenía en la panza. Le pagué con tabaco y papel de armar y algunas tarariras secas y me despedí besando su mano derecha. Ya no tenía náuseas ni diarrea.
Nuevamente en mi campamento, me encontré a un individuo que estaba curioseando la tapera y mis cosas. Me le aparecí por detrás, le apoyé el fierro en el riñón derecho y, con la mano izquierda, le puse el cuchillo de monte en la garganta. El tipo se cagó pero se repuso rápidamente y me dijo que me quedara tranquilo, que no era un ladrón. Esa tranquilidad me intranquilizó a mí porque una persona común reacciona diferente. Tenía olor a policía.
Le dije que girara lentamente y nos miramos a la cara. Era un policía, se le notaba en la mirada muerta y se lo pregunté directamente. Sin titubeos me dijo que sí y entonces yo simulé un gesto de alivio y tranquilidad. Le dije que ya me habían robado una vez y que por eso andaba armado. Obviamente había revisado mis pertenencias sin encontrar nada sospechoso pero dudaba en decirme algo sobre el arma, así que adelantándome, le dije que con los contrabandistas y ladrones no se podía estar tranquilo y que todo hombre que se preciara en esas latitudes tenía que llevar un fierro, por el tema de la droga, le dije, esas cosas conmigo no van. Se relajó visiblemente, me tendió la mano y me advirtió que los contrabandistas solían dejar la mercadería caliente en chozas ajenas para ver qué pasaba con Prefectura y que, si al cabo de unas horas no caía la cana, volvían y se la llevaban tranquilos. Le dije que si hacían eso en mi tapera los cagaría a tiros, que no se preocupara. Sonrió y me contestó que a él, personalmente, le importaba un pedo el tema del contrabando. Lo invité con un mate cocido y galletas secas, fumamos unas chalas, le conté de la curandera y la diarrea y me aconsejó que me fuera a ver al doctor Laureano. Era el segundo que me lo decía y sin dudas viajaría si seguía con problemas de salud. -Acá no se jode con eso porque hay malaria, fiebre amarilla y dengue, me dijo. De cualquier modo el policía seguía siendo un policía y yo no sabía si dejarlo ir o meterle un tiro así que alargué la conversación para evaluarlo mejor. Decidí dejarlo ir. Desde ese día cuando el tipo tenía franco me iba a visitar y se embarcaba conmigo a pescar y me cebaba mates y me hablaba de Boca Juniors. Yo era hincha de Racing y, por supuesto, se deleitaba cargándome con los fracasos de mi equipo, de los cuales yo no sabía nada. Otra loca paradoja: me estaba haciendo amigo de un policía. Un día cayó con una pequeña radio tipo Spica con pilas y todo y me la regaló con el pretexto de que no se podía vivir sin saber los resultados del fútbol de los domingos. La radio me vino bien para escuchar los noticieros y algo de música, aunque en general eran de emisoras paraguayas o brasileñas. Presentía que el poli, en realidad, trabajaba con los contrabandistas aunque nunca pude confirmarlo.


















XI
Cierto día, mientras desembarcaba mi pesca, aparecieron unos tipos bastante mal encarados pero vestidos razonablemente bien y se quedaron mirando la miseria que yo sacaba de la canoa. Me saludaron con amabilidad y me preguntaron si con eso yo podía vivir. Obviamente, eran contrabandistas. Me dijeron que una vez por semana yo podía darles una manito guardando unos paquetes para enfriarlos hasta que ellos los retiraran. Lo que me ofrecían semanalmente era cuatro o cinco veces lo que yo hacía en todo un mes con el pescado. Tal vez podría empezar a vivir como un ser humano. Les pregunté qué era lo que solían contrabandear y me dijeron que no me preocupara, que no era droga, sino relojes, radios y otras chucherías electrónicas. Les conté del poli que venía regularmente y no les preocupó. Quedamos para la siguiente semana con el primer cargamento y les advertí que las cosas las guardaría en donde yo quisiera o considerara conveniente y que jamás se metieran en mi tapera sin mi permiso porque no encontrarían nada y, además, se expondrían a recibir un balazo. Creo que vieron determinación en mis ojos porque estaban visiblemente complacidos. Les hice un último pedido: una buena carpa estructural grande que podría ser descontada en cuotas de mis ganancias.
Hicimos varias transas que salieron a pedir de boca. Durante un tiempo todo fue bien y sumamente tranquilo. Casi no necesitaba pescar para vivir pero lo hacía para mantener la fachada y para que nadie hiciera preguntas incómodas. Pero, como lo mío nunca fue la tranquilidad, las cosas se complicaron…
Estaba recostado en mi flamante carpa, cuando los contrabandistas me traen una canoa como las de siempre, pero esta vez se queda uno de ellos -eran tres- a tomar unos mates conmigo. Con poca sutileza, me conversó sobre una carga especial, que valía mucho más que el resto y que no podía ser enterrada -como yo hacía habitualmente- que había que alimentarla, que era una persona en realidad, y que si yo me animaba. La paga era buena. Muy buena. Cerca de quinientos dólares más gastos, en total más de mil dólares. Debía decidir rápido. Dije que sí.
El contrabando tenía ojos azules y llegó el cinco de diciembre, en plena siesta en una lancha a motor. La siesta era la mejor hora porque en esas latitudes todo el mundo dormía, hasta los milicos. Bajaron la carga rápidamente y la lancha se esfumó casi sin ruido. Venía el tipo que habló conmigo y la mujer más hermosa que yo hubiese visto nunca, rubia y de ojos tan azules que intimidaba mirarla. Le faltaba un pie completo y se ayudaba con un bastón que manejaba con poca experiencia: era una herida reciente. Los hice entrar a mi carpa que recibía la sombra de un grupo de palmas y que estaba relativamente agradable. Ella estaba vestida con un jean clásico, roto y ensangrentado hasta la altura de la ingle izquierda, una blusa que alguna vez fuera blanca y un pañuelo mugriento en la cabeza. Sus cabellos desgreñados no podían disimular la belleza de sus facciones y su belleza no podía disimular el horrible dolor que le causaban sus heridas. Advertí que también tenía un vendaje a la altura del muslo de la misma pierna. Los hice sentar de modo que desde afuera no pudieran ser vistos, preparé unos mates y nos quedamos en silencio. Ella se desmayó a los pocos minutos, sin haber pronunciado palabra y tuve que acostarla con la ayuda del contrabandista, con la pierna herida en alto, mientras el tipo me hacía una reseña breve: era uruguaya, guerrillera, había sido herida en un enfrentamiento con los milicos de allá y su padre -hombre adinerado- había financiado el escape a través de Paraguay. Hasta ahí sabían y no les interesaba saber más. Me dio un bolso con medicamentos, jeringas, gasas y algunos instrumentos quirúrgicos básicos y un bolsito más pequeño con papeles y documentación. Me dio el dinero pactado y me dijo que, si se llegaba a morir, ése sería mi problema. Yo debería ocuparme del cuerpo y todos los detalles para no ser descubierto. Si sobrevivía, cuando estuviera en
condiciones, debería decidir por sí misma qué haría de allí en adelante. El contrabandista se fue como alma que lleva el diablo y desapareció diciéndome que por un mes no volverían a pisar mi campamento. Yo me quedé contemplando a la mujer que respiraba con regularidad pero que cada tanto balbuceaba y se quejaba. Toqué su frente buscando algún signo de fiebre pero estaba helada. Transpiraba frío. Le hablé pero no reaccionó ni si quiera cuando le di algunas palmadas en las mejillas blancas y frías. Entonces reaccioné y revisé sus heridas minuciosamente. El muñón en el tobillo había sido suturado como un matambre. Con mi navaja corté lo que quedaba de su jean hasta la ingle y dejé expuesta toda su pierna que estaba tumefacta, de color violáceo y llena de hematomas. Palpé centímetro a centímetro sus huesos, que parecían estar sanos, pero noté que en torno a la herida del muslo tenía una temperatura muy alta y que supuraba pus sanguinolenta y hasta despedía un suave olor a descomposición. Rebusqué en el bolso y encontré tijeras, bisturí, yodo, alcohol, agua oxigenada, aguja e hilo de sutura, acomodé todo en un paño limpio, puse a hervir los instrumentos en una palangana pequeña de aluminio mientras humedecía con agua tibia los vendajes pegoteados para poder retirarlos. Al cabo de quince o veinte minutos la herida no se veía tan mal pero, al limpiarla, noté que había algo sólido en su interior que podía ser un absceso. Presioné como si fuese un forúnculo y, no sin trabajo, pude extraerle una esquirla de granada y gran cantidad de pus. La joven se movió y se quejó sin abrir los ojos mientras yo terminaba de limpiar la inmundicia de infección en el pequeño orificio con un isopo de gasa. Cargué una jeringa con agua oxigenada y rocié gran cantidad dentro de la herida, lo dejé drenar unos minutos, le puse mucho polvo sulfamida, y le di tres puntos de sutura y cubrí la herida con una gasa pequeña sólo para que no se le asentaran moscas. Yo no sabía si sería realmente útil pero le inyecté una ampolla de antibiótico distribuida en varios pinchazos alrededor de la zona enrojecida y me dediqué al muñón del tobillo, limpiando, desinfectando y repitiendo lo del antibiótico, mucho polvo sulfamida, vendas bien apretadas y listo, sólo restaba esperar. Yo había estudiado medicina un año y medio en la facultad de Mendoza pero nunca habíamos hecho semejantes curaciones. Lo mío, ahora, era puro instinto. Si había septicemia no podría salvarla y comencé a pensar en lo que haría si ella se moría en mi carpa. Cerca de la noche noté que dormía más plácidamente y hasta roncaba. Ya no estaba helada y la fiebre en el muslo parecía estar aflojando. La dejé dormir hasta las nueve y la desperté suavemente. Debía colocarle una dosis de antibiótico e hidratarla de algún modo. Reaccionó lentamente, y abriendo sus ojos miró a su alrededor entre la amarillenta luz de mi farol. Le acerqué una taza de café caliente muy dulce a los labios y levanté su cabeza para que pudiera sorber unos tragos que le provocaron algunas arcadas, pero que al fin bebió completamente. La ayudé a incorporarse un poco más y quedó semi sentada sobre mi catre de campaña, observó su pierna y me miró y me habló.

Dios, si la belleza de sus ojos fue tu creación, yo comenzaré hoy a creer en vos y te rezaré y te pediré que nunca la alejes de mí, Dios por favor dame esa bendición... no cierres sus ojos y no calles su voz...

Me pidió agua que yo le acerqué a los labios. Me dijo que le dolía mucho y sus lágrimas caían en el vaso de plástico del que bebía. Yo le dije que necesitaba sacarle la ropa para inyectarla y limpiarla y que luego podría seguir durmiendo, que confiara en mí
-Soy del mismo palo -le dije -quiero que vivas y que te sanes y luego ya veremos.
Con mucha dificultad giró su cuerpo para que yo pudiera cortar y quitar los restos del pantalón y también su bombacha. Retiré todo y lo metí en una bolsa plástica. Había quedado expuesta y cubría su pubis con ambas manos mientras yo preparaba agua tibia con jabón para lavar la suciedad de varios días. Lo hice suavemente, llegando a sus pliegues más íntimos pero tratando de no avergonzarla. Se había cubierto los ojos con las manos en un gesto de vergüenza y resignado fastidio. La hice girar lentamente, lavé y desinfecté sus nalgas para inyectarle una dosis de antibiótico. Cuando terminé la cubrí con una sábana limpia. Me senté a su lado, nos miramos un rato en silencio y, ruborizada, me dijo que tenía hambre y mucha sed aunque estaba un poco mareada. Me puse de inmediato a prepararle un guiso liviano que salió muy sabroso y se comió todo lo que le serví. Se tomó lentamente dos jarras de agua con limón. Advirtió que yo llevaba un arma en la cintura y me preguntó de qué palo era yo, a lo que respondí que era montonero. Luego de digerirlo me dijo que ella era Tupamaro, se llamaba Lisa y la habían emboscado saliendo de su casa en Tacuarembó. Había matado a dos paras pero le arrojaron una granada y ahí terminó todo. No sabía quién la había auxiliado ni cómo, porque había recobrado el conocimiento viajando en el baúl de un auto en medio del Paraguay. No sabía tampoco quién le había hecho ese desastre de curaciones. En Uruguay le llamaban “paras” a los parapoliciales que hacían el trabajo sucio.
Y ahora estaba conmigo. Y mientras estuviera conmigo yo era su dueño. Intenté que durmiera un poco pero estaba desvelada y tuve que hacer vigilia charlando hasta la madrugada cuando, por fin, se durmió como un ángel. Yo dormí apenas porque el calor era agobiante y me había obsesionado con su respiración; pero el sueño me venció finalmente. Me desperté sobresaltado, empapado en sudor, como a las diez de la mañana. Lisa intentaba levantarse porque estaba desesperada por ir al baño. Salté como un resorte y le ordené que se quedara quieta. Cuando vi que estaba bien, la levanté en brazos envuelta en la sábana y la saqué hacia la letrina-inodoro de fabricación propia. La deposité allí y fui presuroso a buscar su bastón, que le entregué por el resquicio de la puerta. Luego me alejé prudentemente y esperé que me llamara. No lo hizo, salió por sus propios medios y me pidió un balde de agua para arrojar en el pozo. Le dije que yo lo haría, que no se avergonzara de nada, estaba para servirla. Luego de una breve discusión sobre las indignidades y vergüenzas le ordené callarse la boca y quedarse quieta. Hice lo que debía hacer en el baño y le expliqué cómo usar un tarro y una manguerita que yo había inventado a modo de bidet. Ella se sonrojaba con cada ilustrativa explicación que yo le daba sobre el uso de mis artefactos improvisados y, al final, muy a su pesar, nos reímos con ganas de todas esas tonterías.

Era la espantapájaros más bella que yo hubiese visto nunca, tan bella que me producía dolor mirarla. Me dolían sus ojos, sus labios, su voz, sus gestos... gracias Dios por enviarla, por enviármela a mí. Perdoname por no haber creído en vos; pero en medio de esta mugre y pobreza, en medio de la muerte y enfermedades, en medio de la guerra y la sangre, ella sólo podía ser una alucinación, o bien Dios, una más de tus absurdas obras...

Las heridas de Lisa cicatrizaban bien y tres días después de conocerla yo estaba a un costado de la carpa lavando su precioso cabello. Yo, el supermacho montonero combatiente, estaba lavando el pelo de Lisa con tal placer que hubiese deseado hacerlo por siempre.
Ya no quedaban antibióticos y le curaba las heridas con sulfa y agua oxigenada. Le quité los puntos de sutura del muslo y en la tarea de desinfectarla mi corazón se aceleraba desbocado por sólo tocarla. Ella lo notaba cada vez que sucedía porque mis propios jeans se tensaban entre mis piernas. No decía nada y sólo se relajaba y me dejaba hacer la tarea que yo siempre prolongaba más de lo necesario. Cuando me tocó quitar los puntos del muñón, todo fue distinto. Ella lloraba de dolor y de pena y a mí se me encogió el corazón, pero al fin terminada la tarea, la distraje con bromas sarcásticas sobre su pobre pie ausente y nos distendimos porque ambos sabíamos que podría haber sido peor, mucho peor.
Poco a poco ella se valía por sí misma. Yo le hice una muleta muy práctica y liviana y mientras pescaba por la mañana Lisa se ocupaba de las cosas de la casa. Era obvio que ya no había infección y el dolor en la amputación era imperceptible. Era muy gracioso verla caminar a los saltos como un tero y putear como un camionero cuando el muñón tocaba el suelo accidentalmente. Comencé a fabricarle un pie de madera sin que ella lo supiera, fui a la misión a comprarle algunas cosas para su higiene y seguía curando innecesariamente su pierna por el sólo placer de tocarla. También le compré un jean nuevo, ropa interior y zapatillas.
Creo que estaba perdidamente enamorado de un ángel.
Hablábamos sobre nuestras experiencias en combate, yo quería saber sobre Tupamaros y ella sobre Montoneros. Le mostré mi pequeño arsenal, la instruí sólo sobre el uso de las minas antipersonal porque el resto de las armas le resultaban familiares. Sabía tirar razonablemente bien con armas cortas y largas. También hablamos sobre la necesidad de no ser capturados vivos, cosa que ella tenía muy clara y establecimos varias normas de seguridad para el campamento.
-¿Creés que después de lo que me pasó me importa un carajo la vida? -me dijo.
Mientras tanto, yo mantenía las visitas del policía amigo fuera de la carpa con el pretexto de que estaba viviendo con la hija de un gringo que se había fugado de su casa. Le dije que era una rubia hermosa y que el padre me mataría si la descubría allí. El milico no hizo preguntas pero me dijo que tuviera cuidado, que los ricachones de la zona no se andaban con boludeces y que me matarían sin dudarlo y con toda impunidad porque manejaban a la policía y a gendarmería a fuerza de coimas y regalías. Las hijas, especialmente si eran lindas, estaban destinadas, como en la edad media, a ser negociadas en matrimonios de conveniencia con hijos de otros estancieros para formar así sociedades inmensamente ricas. Se unían yerbateros con cañeros o algodoneros en grupos de poder que manejaban los precios de esos productos a nivel nacional, a su antojo, manteniendo a sus miles de empleados en un nivel de pobreza y semi esclavitud difíciles de creer en pleno siglo veinte.
Pensaba en lo bueno que hubiese sido, en otras circunstancias, escarmentar a esos personajes con acciones de guerrilla pero, estaba claro, Montoneros era una organización urbana, de brazos muy cortos, sin apoyo popular y mucho menos campesino. Había que considerar, además, que nos habíamos desbandado y que la dirigencia había huido y dejado a las bases libradas a su propia suerte. Cualquier acción era impensable, excepto la propia defensa. Estábamos en el sálvese quien pueda.
Pronto volvieron los contrabandistas pero al saber que Lisa seguía en el campamento exigieron implementar un sistema de cambio de canoas. Ellos dejaban la embarcación cargada en la orilla del río y se llevaban la que yo dejaba vacía.
Se venía la Navidad. Tiempo de reconciliarse con Dios para los que conservan la fe. Tiempo de llorar para los que estábamos condenados. Yo había olvidado mi cumpleaños en octubre pero ahora con Lisa preparamos un asado y brindamos con vino berreta hasta emborracharnos, evocando cada uno a su familia y brindando por ellos también, por nuestros cumpas muertos, presos y desaparecidos. Justamente, evocando a los miles de jóvenes sacrificados por el descarado abandono de nuestros líderes, es que comencé, en ese entonces, a repudiar más a la conducción de la orga que a los propios milicos. De los milicos sabíamos qué podíamos esperar, pero de los custodios y garantes de la moral revolucionaria...

Fue una Nochebuena bizarra, solitaria y de amor. Lisa no sólo era bella, era un volcán en erupción que agotó mis urgencias y las de ella, en una interminable maratón de amor hasta la madrugada en que nos dormimos anudados en mi estrecho catre, empapados en sudor, arrullados por ranas y pájaros tempraneros.

La pequeña radio resonaba con chamamés y en los noticieros abundaban los comentarios sobre el exitoso fin de la lucha contra la subversión en Tucumán y el mundial de fútbol que se jugaría en la Argentina para demostrarle al mundo que los argentinos éramos “derechos y humanos”. También los primeros “logros” de Martínez de Hoz en privatizaciones y la “apertura al mundo” de la Argentina, que comenzaba así a importar vidriecitos de colores de Corea y otros lugares parecidos: la pulverización de la industria nacional. También anunciaban batidas militares en el monte para terminar con la última “resaca” terrorista del ERP. Tiempo atrás habían anunciado la muerte de Norma Arrostito que, en realidad, estaba secuestrada en la ESMA. La matarían de verdad luego, en enero del setenta y ocho. No se podía creer nada que viniera de la prensa argentina. Tenía la radio al pedo.
En los alrededores de mi campamento todo se alborotó por un incendio forestal que amenazaba las precarias viviendas de los que estábamos establecidos a orillas del Pilcomayo. Me comentaron unos vecinos que estos incendios eran provocados por los gringos de la zona para desterrar a los aborígenes que se habían establecido fuera de la reserva. Tuvimos que salir todos los orilleros, como nos llamaban en el pueblo, armados con palas, mantas y chicotes para apagar el fuego en los pastizales. En esa tarea, luchando entre los matorrales, me mordió una yarará -que en mis pagos se llama víbora de la cruz- en la pierna izquierda, justo sobre el hueso de la tibia. Avisé a los demás y enseguida me hicieron un torniquete y me llevaron a la curandera que me había atendido en Picué. Allí me aplicó un aparato que usan las mujeres para sacarse leche y succionó todo el veneno que pudo, me colocó un emplaste de hojas maceradas sobre la herida y me despachó de vuelta. No había más nada que pudiera hacer la viejita. Me dijo que rezaría por mí. Ya tenía algunos síntomas como, por ejemplo, adormecimiento de la lengua, sequedad de boca y algo de fiebre. Me dejaron al cuidado de Lisa que no sabía qué hacer conmigo. Le dije que no debía hacer nada y que, si zafaba de morir, los síntomas se irían yendo con el correr de las horas. Tenía alucinaciones y los músculos se me contraían en espasmos horribles. Así pasé la noche y a la mañana siguiente tenía inflamada la pierna en forma monstruosa aunque el resto de los síntomas iban cediendo. La inflamación era signo de reacción alérgica así que le pedí a Lisa que fuese al vecino más cercano y le encargara ir al pueblo urgente a comprar varias ampollas de Decadrón. La pobre Lisa con su pierna lisiada salió corriendo a cumplir el encargue. Con el correr de las horas se me había comenzado a formar un edema de glotis, que es el paso previo a la muerte por asfixia, y me costaba mucho respirar. Creí que ese sería mi final y tomé un cuchillo de buena punta y un canuto de birome para hacerme, si era necesario, una traqueotomía a mí mismo. Pero por fin llegó el medicamento y Lisa se apresuró a inyectarme una dosis intramuscular. Con el último aliento le quité la jeringa y me inyecté lentamente una buena cantidad en la vena del brazo izquierdo y me derrumbé a esperar el milagro o la muerte.
El alivio llegó a la media hora de haberme inyectado y supe que viviría para contarlo, cuando ya tenía un principio de cianosis, con los labios y la uñas azules. Me inyecté un total de cinco ampollas más y tardé tres días en poder levantarme sin mareos. Era el veintiocho de diciembre de mil novecientos setenta y seis. El incidente del fuego había traído a la zona un montón de gendarmes que decían que el incendio había sido intencional y, afortunadamente, cuando llegaron a mi campamento estaba de charla con mi amigo policía que, chapa mediante, evitó que revisaran mis cosas. En cambio, les relató a los milicos que había sobrevivido a la mordedura de una yarará, me hizo mostrarles la pierna todavía grotesca y ése pasó a ser el tema de mayor importancia del día. A esa gente le encantaba tener algo nuevo de qué hablar y seguramente divulgarían la noticia por todos lados. No era común en esa época sobrevivir a una yarará cuando se estaba a más de una hora de un hospital. Sabía que, en realidad, la podía contar porque la mordedura fue sobre el hueso, lo que impidió la inyección de demasiado veneno, pero era bueno sentirse el héroe durante un tiempo y los dejé elucubrar las más alocadas teorías, hasta que al fin se fueron.
Entonces le tocó el turno a Lisa, que me bañó, me lavó la cabeza y me atendió, como devolviendo lo que yo había hecho por ella. Por supuesto me hizo el amor de todas las formas que pudo improvisar dada mi poca movilidad y yo lo disfruté como un niño disfruta de una golosina inesperada. De esa manera recibimos el Año Nuevo, nuevamente borrachos con vino barato, saciados con asado de carpincho y yo, envenenado por una serpiente. El primero de enero recibimos la visita de varios vecinos que me recriminaron no haberles presentado a mi señora. Traían más y más comidas y bebidas y también el cuero de la yarará que me entregaron como recuerdo. Nos amanecimos jugando a la taba mientras las mujeres cotorreaban y se reían de todo del puro pedo que se habían agarrado. Por fin, con el alba, nos quedamos solos y nos fuimos a dormir vomitando por todo el campamento, despreocupados, enamorados. Nos despertamos a la siesta por el zumbido de las moscas, las cigarras y por el calor que era infernal.
Nos quedamos en silencio: Lisa, contemplando su muñón; yo, pensando en estos seis meses, en los que había perdido a un cumpa –tal vez más- había matado, había sobrevivido y había amado. Paique, Isabel y Lisa. Las tres hermosas, las tres en peligro. ¿Qué estaba haciendo? ¿A quién le era fiel o infiel? ¿Con quién me quedaría? ¿Y mi esposa? ¿Y la honestidad?
Si bien esas cosas de la infidelidad yo solía racionalizarlas y acomodarlas a una forma peculiar de moralidad, esa vez se me hacía difícil de digerir. No se podía amar a cuatro mujeres a la vez, aunque Pedro, en algunas de nuestras interminables charlas de fogón y guitarra, opinaba que en ciertos momentos de trinchera, cosas muy extrañas suelen pasar en el corazón de los hombres.
Sólo el tiempo me daría las respuestas.

“Todo en su medida y armoniosamente”, solía decir Perón. Que se pudra ese viejo de mierda.

Al atardecer nos sentamos a fumar a orillas del río y charlamos sobre qué debíamos hacer con nuestras vidas. Era cierto que la prioridad era la supervivencia pero ambos éramos combatientes. Habíamos visto y dejado pasar muchas oportunidades de asestar golpes importantes a los milicos de la zona. Nos trenzamos a discutir acaloradamente sobre si debíamos o no considerarnos parte activa de las organizaciones que nos habían dejado librados a nuestra suerte. Consensuamos un no rotundo. No podíamos combatir en nombre de organizaciones que no sabíamos si aún existían, pero sí podíamos refundar células -a eso se oponía Lisa- que continuaran la lucha allí donde el enemigo mostrara debilidades.
Coincidimos, después de discutir bastante, en que ese camino, si bien era el más digno, nos conduciría a la muerte tarde o temprano porque tanto en su país como en el mío las fuerzas armadas estaban totalmente consolidadas en el poder y perfectamente coordinadas a través de lo que luego conoceríamos como el “Plan Cóndor”. Golpearlos con nuestra patética fuerza no haría otra cosa más que desatar oleadas de barbarie. Lisa tenía veintidós años y yo, veintiuno. Aunque ninguno de los dos teníamos demasiado apego por una vida de mierda bajo la dictadura, tampoco queríamos morir en vano.
Decidimos finalmente que combatiríamos sólo en caso de vida o muerte y que nuestro perfil debía ser el más bajo posible. Viviríamos como un matrimonio más de los tantos desposeídos que poblaban la rivera. Los países limítrofes no eran una opción aunque, en ninguno de ellos, la represión era tan feroz como en la Argentina. Un par de extranjeros errantes y en fuga llamarían la atención de las autoridades. Mejor estar mal acá que muertos en Bolivia o Paraguay.
Transcurrieron varios días en completa tranquilidad pero mi salud se estaba deteriorando por los parásitos o, probablemente, malaria. Tenía fiebres recurrentes y cíclicas. Sospechaba que podía ser brucelosis, originada en la ingesta de carnes silvestres. Mi esposa padecía ese mal desde muy joven y yo conocía los síntomas. No era grave pero había que tratarla. Luego de conversarlo con Lisa decidimos que ella se quedaría en el campamento y yo partiría a Estanislao del Campo para ver al médico.
Me fui en tren. El mismo en que se fuera Isabel. Luego de un día completo de viaje llegué al pueblo del único Maradona que yo admiro y respetaré hasta el fin de mis días: don Esteban Laureano Maradona. Médico del pueblo que dijo, entre otras cosas, que “el dolor y la enfermedad no tienen fronteras ni ideologías” cuando se fue a asistir a los heridos en la guerra entre Bolivia y Paraguay en la década de mil novecientos treinta. A su regreso de esa contienda, cuando pasaba en tren por Estanislao del Campo, se lo requirió para atender a una parturienta moribunda. Corría el año mil novecientos treinta y cinco. Perdió el tren y se quedó allí durante cincuenta y un años atendiendo a los aborígenes y criollos pobres. Cuando yo pedí su atención, lo hizo sin hacer preguntas y me alojó en su propia casa durante tres días. Me medicó y atendió con total dedicación. Durante esos días vi en él la abnegación y la bondad personificadas en toda su pequeña estatura.
Por esas latitudes él era la solidaridad y el trabajo conjugados. No cobraba un peso y vivía en una casa-rancho hospital que se dignificaba por su sola presencia. Era venerado por los aborígenes y admirado por sus pares de Buenos Aires, aunque nunca imitado. Uno de los pocos que lo conoció y siguió sus pasos, fue el doctor Favaloro, ni más ni menos.
Don Laureano me curó. Me contuvo. Me escuchó. Me aconsejó. Me dio el mejor ejemplo de lo que debe ser un hombre de verdad: la virilidad no reside en los genitales; sino en el corazón. Su aspecto pacífico y bonachón me recordó a Mauricio López. Ambos irradiaban paz y tranquilidad espiritual.

"...Vuelvo con las manos vacías, todo lo he dado. Luz de las estrellas para alumbrar el camino. Mi corazón humilde se lo ofrecí al destino. Regreso pobre de amor, de ensueños y de esperanzas. Una carga de lágrimas sólo he traído, un dolor puro y santo como un niño dormido...”, decía en un pequeño poema el doctor Maradona que solía escribir cosas muy bellas.

Qué paradoja absurda que no se hayan publicado sus libros. Qué paradoja que la gente conozca y venere hoy al otro Maradona, el de la pelotita, y que don Laureano tan siquiera merezca la publicación de sus obras...
Tomé el tren de regreso sin incidentes y volví a mi campamento cargado con medicamentos que don Laureano me regaló. No tenía malaria ni brucelosis, pero sí parásitos y debía medicarme durante un mes completo. Lisa había mantenido todo bajo control e incluso había atendido a los contrabandistas en mi ausencia. También había hecho buenas migas con varias familias cercanas a nuestro hogar y pasaba gran parte de sus días enseñando a leer y escribir a niños y adultos de la vecindad. Se estaba haciendo querer por todos. Además de hermosa era dulce, dedicada, solidaria y muy culta. En sus pagos era maestra y estudiante de derecho hasta que sobrevino su incidente con los parapoliciales. Tenía un novio muerto en combate y una familia adinerada, propietarios de una conocida cadena de zapaterías en Uruguay. ¿Por qué estaba ahora lisiada y viviendo en medio de la selva? Igual que yo y otros tantos, no podía contestar la pregunta de manera simple. ¿Nos creíamos realmente ser modernos mesías? Y si así era ¿qué mierda nos diferenciaba entonces de los milicos? ¿Estábamos tan seguros de que nuestra verdad era la única verdad y merecía ser defendida a sangre y fuego? ¿Era normal llevar una metralleta bajo el brazo en lugar de un libro? ¿La espada en lugar de la pluma? Todas preguntas retóricas que no podían responderse con más retórica. Lo discutimos muchas veces y siempre postergamos las respuestas que, ambos sabíamos, serían muy crudas. “La única verdad es la realidad”, repetía Perón una y otra vez, y nuestra realidad era la pierna mutilada de Lisa, nuestra clandestinidad, nuestra pobreza, la selva, el río, la pesca y la siempre cercana muerte.
Terminé de tallar un pie ortopédico en madera de palma, pulido, lustrado, impecable. Lo cubrí con la zapatilla que Lisa no podía usar y comenzó un verdadero calvario para que ella aceptara probárselo. Estuvimos disgustados varios días hasta que al fin lo logré. Caminó algunos pasos pero le hacía doler el muñón en algunos puntos, así que nuevamente cincelé la cavidad hasta que logré un calce perfecto. Por fin, Lisa se acostumbró, aliviada por no tener que usar las muletas y después no había forma de quitárselo. Quería hasta dormir con la prótesis. Su andar no era perfecto pero lo disimulaba muy bien. Ella era tan atractiva que nadie notaba su dificultad para caminar. A veces hasta trotaba por trechos cortos. Yo estaba feliz.

Qué cosa extraña la felicidad. A veces llega sin aviso y por desprevenidos la dejamos pasar de largo. Es tan sencillo hacerla venir que uno se pregunta por qué siempre la estamos esquivando. Una sonrisa, un gesto, una broma, un caramelo o una flor en el momento adecuado, alcanza y sobra. Cuando se impone lo material sobre lo espiritual estamos muertos sin saberlo. Sólo tenemos pulso, pero no estamos vivos y hay una gran diferencia entre ambas cosas. La persona sabia intenta vivir. El infeliz sólo intenta durar.

Así transcurrió un tiempo sin alternativas importantes hasta que, finalizando el mes de marzo del setenta y siete, cerca del mediodía, aparecieron los contrabandistas, otra vez en lancha motorizada, esta vez con un visitante inesperado: el papá de Lisa.
Un hombre de unos cuarenta y pico de años, de buena presencia y agradable al trato. Lo recibí yo porque Lisa estaba en una tapera cercana dando sus clases de alfabetización. El hombre se apeó y la lancha se fue rápidamente. Luego de un apretón de manos nos metimos en la carpa y lo invité con unos mates, a la vez que, muy ansioso, me preguntaba por el estado de salud de su hija. Lo tranquilicé relatando brevemente todo lo sucedido y le pregunté el porqué de su visita, dado el peligro que corríamos todos. Me dijo que, cuando volviera Lisa, nos relataría de una sola vez lo que estaba pasando. Mientras aguardábamos me preguntó qué tipo de relación habíamos entablado con su hija, y respondí con completa sinceridad. Una sombra de pena pasó fugazmente por su mirada y me dijo que iba a tener que ser muy hombrecito para bancarme lo que se venía y que nunca creyera que él era un desagradecido.
Lisa se iba a su casa en Uruguay. Básicamente era eso.
Se la llevaba de vuelta porque, con mucho dinero, había pactado, con los milicos de allá, total inmunidad para ella.
Enmudecí, me atraganté y la ira me venció por un momento en que hubiera querido matarlo. Pero una vez más la realidad era la única verdad. Era lo mejor para Lisa, volver al mundo, volver a los suyos, a su patria y a su vida. Ella estaba en un dilema que no podría resolver fácilmente. Me amaba, pero también amaba a sus padres. La elección era muy difícil pero obvia: se iría ese mismo día, cuando retornara la lancha de los contrabandistas. Nos quedaban un par de horas juntos, junto a su padre. Me la llevé a caminar por la rivera para poder hablar solos, pero estábamos mudos, aplastados.

Lo que hoy se te da mañana se te quitará, igual que la vida, igual que el amor. Así lo quiere Dios. Si Él fuese visible lo partiría al medio con mi FAL sólo por quitarme a Lisa, sólo por eso.

Nos despedimos como si fuésemos a vernos mañana, con un breve beso y con los ojos húmedos.
-Un abrazo a tu padre y nos volveremos a ver cuando todo acabe, seguramente, si Dios quiere.
-¿Está seguro de no querer venir con nosotros?
-No, gracias. Yo no tengo amnistía ni olvido ni perdón, ni el dinero para comprarlo. Vayan en paz y recen por mí, buen viaje, adiós y, Lisa por favor, no mirés atrás.
La estela de espuma blanca que dejó la embarcación parecía estirarse al infinito. Me quedé mirando el agua como un estúpido durante horas. Sabía que nunca la volvería a ver y, poco a poco, fui forzando mi corazón a recuperar la dureza necesaria. El campamento sin Lisa era patético. Lo que era mi hogar ahora volvía a ser una tapera harapienta y vacía. Cargué un par de botellas de vino y me fui a mi vecino más cercano. No quería permanecer solo demasiado tiempo y quería emborracharme por completo. Lo logré y con creces, porque quedé postrado dos días por la descompostura y la depresión. Pero muy pronto debía recuperarme porque la plata escaseaba y había que volver al trabajo, a la pesca, al contrabando. El padre de Lisa, pragmático hombre de negocios, me había ofrecido dinero y yo lo rechacé no sé por qué. ¡Qué boludo!
Retorné lentamente a la rutina, comerciando pescado y plumas de ñandú, contrabandeando y enseñando a leer a los niños que Lisa dejó. Poco a poco se me iba haciendo natural vivir de ese modo. Me estaba embruteciendo rápidamente y me resultaba cómodo preocuparme sólo por comer. A eso se había reducido mi vida y, desde la racionalidad, sabía que debería salir pronto de ese círculo y volver a estar alerta, porque no hay nada más peligroso para un fugitivo que sentirse cómodo en algún lugar.
Decidí hacer un nuevo llamado a mi tía Rosa para ver si había novedades sobre mi situación legal.
La Misión Tacaaglé quedaba a dos horas a caballo y partí al paso, lentamente y sin apuro, cuando amanecía en Formosa, la hora más bella en el paisaje más hermoso. Llegué a las ocho de la mañana y fui de los primeros en pedir llamadas en la oficinita de Entel. La obtuve media hora más tarde y hablé con mi tía. Me dijo que había estado averiguando mi asunto en la Federal y que no había allí más que un pequeño legajo con mi nombre, en donde figuraba la misma fecha para mi detención y liberación. Hasta había una supuesta firma mía al pie de página y un sello colorado que decía “archívese”. Ella no sabía qué significaba eso pero allí no figuraba oficialmente mi situación de prófugo, ni ninguna otra cosa.
En la Policía de la Provincia no había nada, y no pudo acceder a la oficina de Inteligencia del Ejército. Tampoco lo volvería a intentar porque sería muy sospechoso.
-Gracias tía, pronto te vuelvo a llamar, avisale a todo el resto de la familia que estoy bien. Pronto nos veremos.
Miré a la empleada de Entel que limaba prolijamente sus uñas y con mi mejor tono seductor le pedí una llamada a Mendoza.
-Si puede ser, por favor, ya sé que hay demoras pero si pudiera... tengo que viajar y no puedo esperar mucho. Gracias buena moza, desde ya.
Lo logré. Hablé con mi esposa y luego de calmar sus llantos y tranquilizarla le dije que debía ser muy breve y que prestara atención. Le pedí que hablara a San Luis con mi amigo Orlando
-Vos ya sabés cuál y decile de mi parte que necesito información de la oficina de inteligencia del teniente Rupi, respecto de mi situación en la SIDE.
-Por lo demás no te preocupes, sigo vivo y deseo volver, pero vos sabés que no será fácil. Un beso, te amo y te extraño. Llamo de vuelta en quince días más o menos.
Orlando era subteniente del Ejército y fornicaba con la esposa del teniente Rupi cuando éste se iba a jugar al polo. Yo explotaba esa situación desde hacía mucho tiempo y obtenía de él y de su amante, buena parte de toda la información que pasaba a los jefes de la orga. Entre otras muchas cosas, por él me enteré de la traición de Juan C.S.
Además, Orlando era bastante allegado a mí, casi amigo, porque nos conocíamos de mucho tiempo y compartíamos aficiones como las mujeres, las armas y la cacería de jabalíes, entre otras. Su hermano Raúl fue uno de mis mejores amigos de la secundaria y estudiamos medicina juntos en Mendoza. Rupi, a su vez, manejaba los expedientes de la SIDE en San Luis y Orlando era su asistente de confianza en la oficina. La ubicación justa, la situación justa. Era hora de sacarle provecho, aunque yo dudaba de la habilidad de mi mujer para convencerlo porque las dotes diplomáticas nunca fueron su fuerte. En fin, había que cruzar los dedos y esperar.
Tenía quince días hasta la próxima llamada y comencé a pensar en mudar mi campamento nuevamente, más cerca de la Misión o instalarme de algún modo en la Misión misma. Luego vería qué hacer, según la respuesta de Orlando. Recorrí el pequeño poblado, de no más de cuatrocientos habitantes, viendo si era posible encontrar trabajo. Un trabajo donde no hicieran preguntas. Llegué, por fin, al almacén del turco que me había provisto la canoa unos meses atrás y me apeé del caballo para charlar con él. Lo encontré paleando carbón al fondo del galpón que usaba como depósito, muy enojado porque ese trabajo le disgustaba y hasta lo enfermaba. Los aborígenes que solía emplear trabajaban unos días y se iban sin avisar.
-Encima me roban mercadería. Por eso están como están esos indios de mierda -agregó escupiendo una bola de tabaco y saliva.
Llegué justo. Le dije que, si él quería, podía trabajarle por poca plata si me daba habitación y comida.
–Además soy mendocino -le mentí -y usted sabe que todos los menducos somos laburadores. Ya estoy harto de la pesca y las inundaciones y los bichos y toda esa mierda -le dije -así que si usted quiere... lo único que necesito es ahorrar un poco, a ver si un día puedo comprar de vuelta una moto.
El turco me evaluó detenidamente mientras sacaba cuentas mentales.
-No me conviene -me dijo finalmente -¿adónde lo acomodo para que duerma?
-Con un catre acá, en el fondo del galpón, yo me arreglo. Mientras tenga un baño cualquier cosa es mejor que como estoy ahora -le dije -pero si tiene dudas, piénselo un rato mientras yo hago unos trámites. Vuelvo a la tarde.
Se la dejé picando al turco y me fui a recorrer lo que me quedaba por ver del pueblo, especialmente la ubicación del milicaje, las entradas y salidas y las posibles vías de escape. No había mucho que ver, salvo la misión propiamente dicha, que era manejada por monjes franciscanos que vinieron a reemplazar a los jesuitas cuando éstos cayeron en desgracia con el Papa. Alrededor de la misión había puestos de venta de artesanías y de aves canoras de la zona. Algunos monos y tatúes para vender a los pocos turistas que venían completaban el cuadro. Compré unas tortas de harina de mandioca y un vaso de algo parecido al vino de palma. También compré un poco de patay, que es una pasta seca hecha de vainas de algarrobo machacadas y un frasquito de arrope de chañar. Este último es como la miel pero mucho más sabroso y muy energético. Ese sería mi almuerzo y cena del día. Desarmé los aperos de mi caballo y los coloqué a modo de almohada bajo un árbol y dormí una soberana siesta. Promediando la tarde me levanté, armé mi montura y partí nuevamente a lo del turco.















XII
El trabajo era mío, aunque tendría que limpiar y acomodar el galpón que estaba hecho un desastre y lleno de ratas. Esa sería mi primer tarea cuando decidiera instalarme. El turco no quiso hablar de dinero hasta que no supiera cómo trabajaba.
-Estoy harto de vagos y ladrones -me dijo, -ya veremos.
Partí de vuelta al río con los ánimos un poco mejor. Llegué de noche a mi campamento y comenzaba ya a mentalizarme sobre el cambio de vida que se venía, por la ausencia de Lisa y pensando que, después de todo, tal vez extrañaría el río y la libertad que éste me daba. Extrañaría la simpleza de la miseria y la soledad. Ahora comprendía lo terrible y sencillo que era vivir sólo para comer, la tentación de no pensar en nada más que en sobrevivir cada día. Era tan simple.... era tentador dejarse llevar a una vida tan simple y honesta.

Pero claro, cuando se intelectualizan la miseria y la pobreza, todo se complica y nada conforma. Uno se autoimpone la misión de combatir en nombre de quienes no quieren hacerlo y luego nos duele la falta de apoyo popular. De allí el fracaso militar de las guerrillas en Latinoamérica en general y nuestro propio fracaso. ¿Pensábamos acaso que Montoneros o el ERP triunfarían donde el propio Che fracasó? ¡Qué boludos! Nos asiste la razón pero no nos asiste el pueblo, entonces ¿nos asiste la razón? Qué dilema complicado de resolver para quienes no nos conformamos con aceptar la realidad sino que intentamos cambiarla.

En verdad, yo tenía mis decisiones tomadas, pero también es cierto que me había reducido a la mera supervivencia, a la defensa propia, a luchar sólo para evitar la muerte. Ya era tarde para cuestionar los métodos. Por ahora era una cuestión de matar o morir pero también una cuestión de astucia: la mejor batalla es la que no se lucha y, mientras existiera un resquicio para escapar, lo haría.
No quería matar, no quería morir, pero el futuro me obligaría de mala manera a contradecir mis deseos. Mi intención de evitar el combate y la violencia no hacía que la represión las hordas de psicópatas que comandaban la lucha anti subversiva fueran menos brutales.
Según escuchaba por radios extranjeras y por comentarios, esa guerra estaba llegando en todo el país, a la calificación de genocidio. Era obvio que el golpe de estado no fue dado para luchar contra la guerrilla sino que respondía a intereses económicos y, descaradamente, a la financiación de la CIA. Puntualmente el golpe fue dado cuando Isabelita anunciaba la renacionalización de las bocas de expendio de combustibles. La guerrilla sólo fue funcional y la excusa perfecta para algo que se venía gestando desde hacía mucho tiempo entre Kissinger y el Estado Mayor Conjunto de nuestras FF.AA., y entonces soltaron los perros.
La Argentina, desde entonces, retrocedería socio políticamente cincuenta años; eso era irreversible. Lo de la lucha contra la subversión siempre fue una gran mentira. Yo estaba consciente de ello por conocer con bastante certeza el verdadero número de montoneros combatientes que había disponibles en marzo del setenta y seis: no llegábamos a trescientos en todo el país. Era simplemente ridículo basar un golpe de estado en la necesidad de neutralizar trescientos tipos mal armados y mal entrenados. Me olvidaba: la palabra era “aniquilar”. Los milicos estaban aniquilando una generación de jóvenes pensantes, no combatientes, que realmente representaban un peligro para el modelo social y económico que nos imponía EE.UU. y su Departamento de Estado. Eso estaba claro para cualquiera que quisiera verlo. Encima, el milicaje no podía creer que los montos tuviéramos los huevos que siempre tuvimos cuando entramos en combate y eso los ponía como locos y sacaban a la calle efectivos que nos superaban generalmente cincuenta a uno, o más. Por eso, aún hoy se cuestiona que hubiera nunca una verdadera guerra aunque, personalmente, yo sí lo creía.
Para las FF.AA. la lucha no era una guerra en realidad, era un mero trámite, aunque todavía hoy se ufanan de haber triunfado a sangre y fuego.

A la distancia y transcurrido tanto tiempo digo: qué pena que en Malvinas no hicieran lo mismo. Salvando honrosas excepciones, los militares argentinos se portaron en Malvinas como lo que siempre fueron: corruptos, cagones y traidores. Sólo puede rescatarse la actitud de algunos pilotos de la Fuerza Aérea y la de muy pocos de los mandos intermedios en el personal de tierra, sin olvidar el heroísmo de los pobres colimbas, que no fueron víctimas de los ingleses, sino de sus propios jefes. Claro, a los ingleses no se los podía secuestrar, torturar o desaparecer y, mucho menos, considerando que nuestras fuerzas estaban comandadas por un general borracho que en alguna de sus alucinaciones se sintió designado por el mismísimo Dios para hacer lo que hizo. Pero este rápido análisis inexperto va orientado sólo a remarcar las diferencias de actitud ante el combate que tenían los militares y la que teníamos nosotros, los montoneros. Me consta por serios informes de inteligencia que, efectivamente, existió la propuesta de Astiz a la conducción de Montoneros para ir a combatir a Malvinas, a cambio de algún tipo de amnistía o perdón. Astiz, el “ángel rubio” que entregó las Georgias a los ingleses sin disparar un sólo tiro. Astiz, el que mató a las monjas francesas. Ese mismo. Todo era un verdadero asco de corrupción y cobardía. También, en honor a la justicia, hay que señalar la corrupción y cobardía de algunos elementos -pocos, por cierto- de la conducción de Montoneros, que huyeron como ratas y los que, ya sabemos, se convirtieron en prósperos empresarios negociando con la sangre de nosotros, los boludos útiles que andábamos sin saber qué hacer, deambulando escondidos, con la metralleta bajo el brazo. Pero para esos traidores habrá justicia y, ellos lo saben, probablemente no será la justicia de Dios, ni la de los Tribunales.
 Y allí estaba yo, descorazonado, sin saber qué hacer, viviendo en la miseria, escondido, perdido. Pero era hora de decisiones y comencé a liquidar las cosas que no me llevaría a lo del turco. Regalé la canoa a un pescador vecino junto con todos los aparejos. A los contrabandistas les avisé que me iba y les cambié la carpa grande por una más pequeña, de campaña. Fueron varios días dedicados a destruir casi todo el armamento y los explosivos, y me reservé la Browning y el FAL con sus municiones. Los enseres domésticos que no necesitaría también los regalé, y me quedé únicamente lo que yo presumía que podría necesitar. Al policía amigo que me visitaba con regularidad le dije dónde podría encontrarme para ir de tragos y putas cuando él quisiera. Cargué los caballos y partí hacia Tacaaglé.
El turco inmediatamente me puso a trabajar pero, para mí, esas tareas eran un juego de niños. Siempre me sobraba tiempo y me ponía a mejorarle el aspecto al negocio que realmente era una cueva de ratas. Lo pinté con cal, arreglé cañerías y desagües y reparé todo lo que encontré deteriorado. El turco se veía apabullado por tantos cambios que le hice en el boliche y, a veces, hasta molesto porque estaba demasiado acostumbrado a la mugre y al desorden. Renegaba de sus dos hijos que nunca habían colaborado con él y se habían ido a estudiar afuera. La mujer era una gordita muy afable y una cocinera incansable que me consentía con manjares típicos del Líbano a escondidas de su marido. Ella presentía que yo tenía una vida oculta pero nunca insistió demasiado en conocerla.
Cierto día el turco me pidió que acompañara a su mujer a Estanislao del Campo para ver a don Laureano Maradona, con todos los gastos pagos, porque había que ir en tren y nos llevaría más de una semana, entre ida y vuelta. Para mí sería un verdadero placer y un privilegio volver a ver a ese héroe de la medicina rural y compartir con él su famoso té de menta. También sería un placer conocer mejor a esa señora que, con un cáncer de útero y llena de metástasis, vivía cada día como un regalo de Alá y se brindaba siempre alegre a los demás como si no pasara nada, como si sólo tuviera un resfrío.
Ya en la casa del doctor Maradona, luego del examen médico, don Laureano, con cierto disimulo, me llevó aparte creyendo que yo era hijo de la señora Pocha y me dijo que el cáncer estaba en las fases finales y que con suerte tenía para unos meses más, a lo sumo. Le expliqué que no era su hijo, que sólo era un empleado y que le transmitiría al turco las malas nuevas. Le recordé a don Laureano quién era yo y cuánto le agradecía el trato que me había brindado en aquel entonces y el de ahora. Él, que había advertido que yo fumaba mucho, me dijo que le aflojara al pucho porque el tabaco mata y, agregó:
-Lo que llevás en la cintura también mata, pibe –dijo percibiendo, sin dudas, el bulto de la Browning debajo de mi camisa suelta.
Yo no supe qué decirle y, por primera vez en meses, me sentí avergonzado.
Me dio unas cajas de medicamentos para la Pocha entre los cuales predominaba la morfina más pura. Me preguntó si yo sabía inyectar y me explicó que sólo debía hacerlo cuando los otros calmantes no sirvieran.
-Vía intravenosa y no se la mezquinés –me dijo-, la va a necesitar toda en muy poco tiempo.
Fui a pasear con la Pocha por el pueblo y aproveché para pedir una llamada a Mendoza. Excepcionalmente, la conseguí de inmediato y me atendió mi esposa. Se había contactado con Orlando y éste le había dicho que en las planillas donde estaban los nombres de las personas más buscadas por la SIDE yo figuraba con un resaltador amarillo, y un asterisco con una notita al pie que decía terminado. Nada más. Lo había hecho el mismo Orlando, de contrabando, para tirarse el lance de que realmente me olvidaran. Los perros de los servicios sabían el significado de esas marcas y probablemente diera resultado; al fin y al cabo eran milicos, eran brutos. Luego de tranquilizar a mi mujer, le dije que eso era auspicioso a corto plazo. Luego le explicaría bien pero ahora debía cortar. Besos. Pronto nos vemos.
Paseamos por Estanislao del Campo con la Pocha, hicimos algunas compras y buscamos una pensión para pasar la noche. La Pocha lloraba en silencio. La Pocha sabía todo. Dios -Alá para ella- se la llevaría demasiado pronto, tenía cuarenta y seis años y mucho por hacer en esta vida. Pero así es la realidad. Dejaría solo al turco y a sus dos hijos muy pronto. La Pocha sabía. La Pocha lloraba.
Aproveché para conocer mejor el pueblo, charlé con gente que no conocía y hasta me invitaron a jugar al fútbol en un baldío. Volví a pensar en lo poco natural que era para mí vivir escapando de la muerte en vez de hacer lo que todos los jóvenes hacían. Cuando regresé a la pensión, al atardecer, pasaba por un pequeño taller mecánico que era a la vez gomería y herrería. El corazón me dio un vuelco.
Desde el techo de chapa del taller colgaba, atada con alambres, una Royal Enfield 350. Una inglesa veterana pero seductora que me miraba y, me pareció, me hizo un guiño. Me detuve a contemplarla con un piropo a flor de labios. Debo haber tenido una cara de ensueño patética porque el dueño del taller sonrió comprensivo y me preguntó si me gustaban las motos antiguas. Le dije que para mí era un sueño volver a ver una Royal. Había tenido una de esas, un poquito antes de tener la Gilera Macho, y casi no la había disfrutado porque la vendí apenas la terminé de reacondicionar.
Me dijo que a ésta se la habían dejado en pago por un arreglo de cubiertas de cosechadoras y que no sabía si andaba o no. Hacía casi diez años que estaba colgada allí. Le ofrecí ir algún domingo para tratar de ponerla en marcha y me dijo que, siempre y cuando al final se la comprara, él no tenía problemas. Le dije que estaba juntando algún dinero y además tenía dos buenos caballos para ofrecerle. Di justo en la tecla porque los burros eran su debilidad. Me dijo que los vería y que, si estaban bien, no haría falta dinero. Cuando le dije que vivía en Tacaaglé, en la casa del turco, él me comentó que lo conocía y también a la Pocha. Estaba hecho: él iría con el camioncito 1114, me llevaba la moto y se traía los caballos, probablemente en unos quince o veinte días y de paso saludaba a los turcos porque los quería mucho. Yo tuve que decirle lo de la Pocha y se quedó helado.
-Si se muere la Pocha el turco la sigue de cerca al poco tiempo -me dijo- ¡qué cagada!
Unos días después, yo estaba contándole al turco lo que se venía con la enfermedad de su esposa. La Pocha no se lo contaría jamás y tuve que ser yo el vocero de las malas nuevas. Le pedí que no se diera por enterado, porque su mujer me mataría, pero le dije la verdad. El turco nunca terminó de agradecer mi gesto de confidencia. No sabía qué hacer, le daba vergüenza llorar, no sabía si debía contarle a los hijos o esperar un tiempo. Eligió un camino diferente, decidió que eso no estaba pasando, que no podía ser y me agarró a mí de hijo y se largó a trabajar como loco. Evitaba mirar a los ojos a su mujer y cuando la veía trajinando como si nada pasara, el turco lloraba escondido. Yo hacía como que no lo veía y trabajaba a su lado codo a codo. El turco comenzó a viajar por la zona con su Multicarga llena de mercaderías de todo tipo y me dejaba a mí el negocio. La Pocha, mientras tanto, me malcriaba cada vez más con comidas y postres árabes y me obligaba a comer hasta reventar, como si yo fuera uno de sus hijos. Poco a poco me sentí como tal y empecé a quererla como tal. Eso iba en contra de las ideas sobre el desapego y la creación de vínculos afectivos.
Aunque devaluado, seguía siendo un guerrillero prófugo y no debería estar en situaciones así. Pero me pasé por el culo las reglas y la adopté como mi madre y jamás me arrepentí de eso. La Pocha era todo lo demostrativa que mi vieja no era y me malcriaba como mamá nunca lo hizo. Que el desapego se fuera a la mierda, mamá Pocha.







XIII
Apareció el mecánico con su 1114 y mi nueva amante en su caja. El tipo me traía dos cubiertas nuevas completas, una batería, varias latas de aceite y un gran bidón de nafta. Había limpiado como pudo la Royal y, aunque el óxido predominaba, para mí era una joya, era mi herrumbrosa novia, la mejor y más bella del mundo. Llevé al mecánico al baldío donde pastaban mis caballos para que los viera y se quedó embelesado con el alazán, le revisó los dientes, le tanteó las verijas y luego pasó a mirar al bayo, mucho menos vistoso, más petiso pero excelente animal, según él. Metió la mano en el bolsillo, sacó un fajo de devaluados pesos y me los dio.
-No te quiero cagar pibe -me dijo, -la moto es un desastre y, si la hacés andar, te contrato para que laburés para mí -agregó mientras se reía de su propio chiste -vamos a saludar a la gente de la casa.
Lo dejé comiendo buñuelos bañados en almíbar y té de menta con mamá Pocha. El turco me ayudó a bajar la Royal Enfield que pesaba más de doscientos kilos. Colocamos una rampa de madera para bajarla y para subir los caballos, que se retobaron bastante. Les dejé medio fardo de alfalfa en el piso del camión, los até bien firmes a la caja y asunto terminado.
-Mal negocio  sentenció el turco, -osté pierde plata –agregó refunfuñando.
Pero ya estaba hecho. No veía la hora de meterle mano a mi dama inglesa, pero esperé que se fuera el mecánico en su Mercedes, envuelto en una nube de polvo. La puse al lado de mi cama en el galpón y comencé a buscar herramientas que el turco tenía desparramadas por todos lados, las clasifiqué y ordené como si fuera un quirófano y esperé pacientemente a que llegara el domingo.
Yo desconocía la naturaleza de la relación afectiva entre el turco y la Pocha, pero estaba claro que se querían y necesitaban tanto como era esperable en una pareja de inmigrantes que vinieron en condiciones de mucha pobreza y sin ningún capital, excepto sus naturales condiciones para comerciar y su obsesiva dedicación al trabajo. Se apoyaron mutuamente, en las buenas y en las malas, a lo largo de treinta años en la Argentina, haciendo una vida de sacrificios y privaciones para tener lo poco que tenían. Su gran logro era tener a sus hijos estudiando afuera y un par de hectáreas de nada en medio de la nada. Resultaba chocante, para un extraño, la aparente frialdad de la pareja, pero a poco de conocerlos uno se percataba de que, por cuestiones culturales y tal vez religiosas, se reservaban los gestos de afecto para su estricta intimidad. Eran musulmanes devotos y hacían infaltablemente sus cinco oraciones diarias, por separado, arrodillados de cara a la Meca, estrictamente aislados de la vista de los extraños e inclusive de la mía. Yo lo sabía porque, en el trajín diario, era inevitable verlos de vez en cuando por el resquicio de una puerta. Cierto día, conversando con el turco le pregunté en qué consistían las oraciones y me dijo que, al contrario que otras religiones, sólo se inclinan ante Dios para agradecer, nunca para pedir. Le pregunté si no era hora de pedir por la salud de la Pocha. No debí haberlo mencionado; el turco se enojó y me dijo que si Alá deseara que su mujer viviera, le concedería la vida, sin que se lo pidiera nadie. Alá era tan justo como bondadoso y sólo cabía agradecerle en don de vivir cada día. Y como Alá también es sabio, sabría cuándo dar y cuándo quitar.
Yo aprendí la lección y creo que en mi interior, hasta el día de hoy, también agradezco cada día de gracia, sólo que no sé a quién.
Mi trabajo sobre la moto avanzaba rápidamente porque el turco, disimuladamente, me dejaba más tiempo libre que antes y además, yo le robaba horas al sueño para dedicarlas a la mecánica. La desmantelé completa, lijé prolijamente el chasis, quité todo rastro de óxido y lo pinté usando un pulverizador de insecticida -la vieja y querida maquinita de Flit-. El motor no necesitaba demasiado trabajo; sólo fue tarea de desarmarlo y limpiarlo todo, reemplazar algunos tornillos y regular las válvulas usando hojitas de afeitar como zondas. Estaba bien de pistón y aros, con un poco de juego en la biela, aunque eso no afectaría su buen andar. Después de todo, era una dama inglesa. Logré desarmar y armar el motor sin romper ninguna junta, igual que el carburador. Monté el conjunto en su lugar, lo puse a punto a ojo, armé la parte eléctrica y esperé hasta el otro día para intentar arrancarla. Entonces, el turco comenzó a sobrecargarme de trabajo. No me dejaba ni respirar y me escondió las herramientas y la nafta. A la hora del almuerzo le comenté a la Pocha lo que me estaba haciendo su marido y ella por primera vez en muchos días se rió con ganas y, cuando observó mi cara de interrogación, me explicó que el turco quería, de algún modo, evitar que yo partiera. Sin moto no hay viaje. Comprendí, entonces, que el turco no quería enfrentar solo lo que se le venía con su mujer enferma. Lo hablé esa misma tarde mientras me hacía bajar y subir, inútilmente, mercaderías de un estante; le expliqué que todavía no pensaba partir y que tenía por lo menos dos meses más trabajando para él, como mínimo.
-No se preocupe que no tengo a dónde ir. Sólo quiero hacer andar la moto para ver si así consigo una novia –agregué con cara de complicidad -Usted sabe cómo son las chicas, hay que tener ruedas para que lo miren a uno. De a pie no pasa nada con las gringas cogotudas. Hay que tener ruedas -insistí.
Poco a poco, el turco fue aflojando y aparecieron las cosas al cabo de un par de días. Creo que la Pocha lo convenció del todo y así fue como, en una siesta templada de mayo, arranqué por primera vez la Royal, luego de patearla por lo menos durante una hora, mientras hacía pequeños ajustes a los platinos y al magneto. Fue un estruendo tremendo y una densa humareda negra lo que salió por el escape, que carecía de silenciador. Pero finalmente ronroneaba y hasta logré que se quedara regulando. Su andar era brutal; las suspensiones, durísimas y apenas frenaba, pero, como la dama inglesa que era, cumpliría su cometido o moriría en el intento. Di unas vueltas por la misión alborotando gallineros y vecinos hasta que el turco me hizo señas para que me dejara de joder y me pusiera a trabajar. La Pocha me miraba sonriendo, cómplice. Me mandó a lavarme la grasa y la tierra pegadas en la cara. Yo estaba tan feliz que se me notaba a la legua.

Qué fácil se olvida uno del dolor, de la injusticia y de la muerte cuando viene un momento fugaz de dicha; y qué pena no poder retener ese momento para siempre, detener el tiempo justo allí y hacerlo eterno. Olvidar que he matado y que moriré y así, dejar ese instante feliz, pintado en un lienzo que me envuelva para siempre. Pero yo no sé pintar; sólo sé escribir, y tal vez sea también una forma de perpetuar en letras, esa felicidad tan cercana y a la vez tan caprichosa...

El sábado siguiente decidí agasajar a la Pocha y a su marido. Les hice un asado -que ellos pagaron gustosos- porque nunca aprendieron, en sus treinta años de vivir en la Argentina, cuáles eran los misterios de la parrilla. Además tenía que pedirles permiso y plata para salir el domingo a buscar chinitas dispuestas a pasear en moto. Sin darme cuenta me estaba comportando como un hijo y, extrañamente, eso no me disgustaba para nada. El domingo temprano, partí hacia El Espinillo, a unos setenta kilómetros al sureste de Tacaaglé, por un camino de tierra colorada, flanqueado por densos montes. Puse a la Royal a fondo para probarla haciendo espantar loros, papagayos y tucanes, que nunca debían haber escuchado tan tremendo alboroto. También saltaban de rama en rama, un montón de pequeños monos asustados, al paso de mis doscientos kilos de fierros ardientes. Me sentía indecentemente feliz cuando, al cabo de poco más de una hora, llegaba al pueblo, un caserío rural dedicado a los bananeros y a la caña. Paré en la única plaza para hacerme ver un poco y me dirigí a pie a una pulpería y almacén. Allí me miraron bastante recelosos porque como en casi todos lados, los motociclistas no eran bien recibidos. Además, mi indumentaria no les gustó. Iba de botas de montar, jeans con chaparreras de cuero crudo -rezago de cuando tenía los caballos- y campera también de cuero, tipo aviador. Definitivamente les caí mal y me buscaron la boca no bien entré. Eran todos gringos grandotes, de ojos claros y burlones y uno de ellos, ignorándome, le preguntó al dueño que “cuándo había llegado el circo al pueblo” -por el payaso, digo. El dueño, que aparentemente también era un turco, sonrió sin responder. El resto de los parroquianos festejaron el chiste con exageradas risotadas. Yo, seguramente influenciado por algún western, saqué mi facón con vaina y todo y lo puse con un golpe seco sobre el estaño, me acodé y pedí una ginebra doble.
-¡A la mierda che! ¡Qué carácter podrido! -se burló nuevamente el grandote.
El cuchillo no lo había impresionado para nada. Todos allí tenían uno parecido y sabían cómo usarlo, así que decidí que “accidentalmente” se notara también el fierro que llevaba en la cintura, atrás. Eso sirvió por un momento, aunque generó un cuchicheo entre los cinco o seis tipos del lugar. Dos de ellos se levantaron y salieron rápidamente mientras el picudo se me arrimó por un costado de la barra. Yo suponía que habían ido a llamar a la policía y debía actuar rápido si quería salir de allí sin problemas. Apuré la ginebra y, cuando ya estaba a mi lado el grandote, le pregunté si eran tan gallinas que necesitaban a los milicos para hacer cagar a un solo payaso motociclista.
-Acá no hay milicos ni comisaría -respondió.
-Nos arreglamos solos y bastante bien.
Más tranquilo, ahora que sabía que no había milicos, le pregunté si lo que quería era pelea, pero el tipo me abrazó con cuidado y me dijo que sólo quería ver de qué madera estaba hecho.
-No te calentés, che. Acá nunca pasa nada y así queremos que siga la cosa ¿me entendés? Así que quedate piola, no pasa nada.
Yo respiré hondo, medio mareado por la ginebra pura y le puse la mano en el hombro correspondiendo a su gesto. Le conté que venía de Tacaaglé probando la moto y, de paso, para ver si ligaba alguna chirucita.
-Las armas las llevo porque hay muchos contrabandistas y gente de mal vivir por todos lados -le dije. –Pero nunca busco yo la pelea. Lo único que te puedo pelear a vos es un truco mano a mano -agregué.
Jugamos hasta entrado el mediodía y ya éramos todos amigos. Comimos unas albóndigas muy picantes que sirvió la mujer del propietario, con puré de mandioca y mucho vino. Finalmente salimos del boliche para que admiraran mi máquina. A ninguno le gustó. Ellos se movían en camionetas nuevas y no entendían qué le veía yo de bueno a las motos. No perdí tiempo explicándoles mi punto de vista.
-Gustos son gustos -concluyó el grandote- pero con eso acá no levantás ni tierra; además, las pocas mujeres del pueblo son nuestras novias o hermanas o primas así que si querés baile, tenés que llegarte a Clorinda. Ahí está lleno de putas paraguayas.
Pero Clorinda estaba un poco lejos y debía volver a Tacaaglé antes del anochecer, porque no sabía si podría transitar el camino de vuelta con la escasa luz de mi dama. Quedé en volver un día a buscarlos para ir en camioneta a buscar chicas a Clorinda, nos despedimos con un firme apretón de manos y partí.
La Royal no rodaba, volaba bajo, tenía una fuerza impresionante y una luz de mierda. En el camino se cruzaban todo tipo de bichos, casi me mato con un aguará y luego con un mono al que impacté con una bota, para no pisarlo. Me detuve a verlo: el pobre tenía quebrada una pata. Era muy pequeño y se me dio por llevármelo para curarlo. Mala idea. Me mordió y arañó con una ferocidad inimaginable; lo había puesto dentro de mi campera, sobre el pecho. El monito asustado y dolorido se desquitó a sus anchas durante todo el viaje. Llegué hecho un desastre y la Pocha se asustó al ver mi remera ensangrentada; aunque se enojó de verdad cuando descubrió el mono, que yo traté inútilmente de esconder. A duras penas la convencí de que había que curarlo y que me ocuparía yo mismo y que no molestaría. Ella sonrió y me trajo elementos para desinfectarme las mordidas y rasguños. Mientras, el turco intentaba sintonizar por onda corta alguna radio de oriente medio, ajeno a las peripecias que hacíamos con la Pocha para entablillarle la pata al mono. Por fin lo logramos y lo metimos en un cuartito, con algunos vegetales y agua, sin que el turco se percatara de nada.

Qué madraza la Pocha. Yo empezaba a quererla justo cuando Alá decidía llevarla no sé a qué cielo, no sé a dónde, no sé porqué, porqué a ella, justo a ella. Sos un garca, Alá o como quiera que te llames, sos un garca.
Mientras el mono sanaba, la Pocha decaía visiblemente y el turco estaba desolado. Descubrió el mono y no le importó; estaba con la cabeza en el limbo y no atinaba a reaccionar ante nada. Simulaba estar siempre tan ocupado que llegó a exasperarme su inacción. Un día decidí decírselo aunque se enojara y así fue; se enojó tanto que me despidió -sólo por un momento- hasta que la Pocha lo hizo volver atrás. Otra vez la Pocha. Yo le había sugerido al turco que era hora de avisar a sus hijos lo que pasaba porque ellos ignoraban por completo lo de la enfermedad y no sería justo avisarles cuando tuvieran que venir al entierro. El turco reaccionó mal y se la tomó conmigo. Hasta me gritó y me dijo que él no tenía hijos, que eran unas basuras desagradecidas, que ni si quiera escribían y que también eran unos apóstatas por haberse hecho cristianos.
-Se van a enterar cuando sean doctores  -me gritó. -Yo no les pienso avisar nada y osté no se meta -me dijo. -Osté no sabe nada.
Entonces la Pocha y yo escribimos de contrabando a los dos hijos, uno en La Plata y el otro en Córdoba, relatándoles lo que ocurría y sugiriéndoles que si podían darse una vueltita por Tacaaglé... estaría bueno ver a su madre por última vez -esa parte fue mi aporte personal al dictado de la Pocha que no sabía escribir en español.
Hasta donde yo sé, los hijos nunca aparecieron.
















XIV
La Royal Enfield estaba cada día mejor con el aporte de mis cuidados y mejoras. Le había agregado unas voluminosas alforjas de cuero de potro que yo mismo fabriqué, había mejorado sus luces con unos faros buscahuellas que el turco me trajo de Estanislao del Campo -supuestamente me los descontaría del sueldo, aunque nunca lo hizo-. Había mejorado el encendido y le había hecho una especie de guantera de cuero donde cabía mi Browning y varias cosas más. También le hice un cuelga-monos con la ayuda de un herrero del pueblo, en el que podía acomodar el FAL desarmado sin que se notara. Mi dama inglesa estaba lista, maquillaje incluido. Sólo me restaba juntar algo más de dinero para emprender el largo viaje de regreso -le debía una visita final a Paique- pero algo se interpuso retrasando mi partida.
Tuve que comenzar a inyectar a la Pocha con calmantes fuertes. Intenté por todos los medios enseñarle al turco a colocar inyecciones intramusculares, pero no había caso. Se descomponía con sólo ver las agujas y no se podía contar con él para eso. Entonces salí a buscar quien lo hiciera para más adelante, cuando yo partiera. Lo encontré en la propia Misión y se trataba de un cura franciscano joven, que oficiaba de enfermero entre los aborígenes conversos. Lo hablé, aclarándole que se trataba de gente islámica y el cura se mostró un poco reticente al principio, pero luego aceptó. No podía hacer otra cosa. Quedamos en que yo le avisaría y se lo comenté al turco. Me preguntó por qué razón debía irme, que me necesitaba, que la Pocha me necesitaba. Le expliqué muy vagamente que tenía problemas con la ley y que tenía una esposa que me esperaba hacía casi un año. Al turco eso le sonó claramente como un pretexto y, sin hacer más preguntas, me convenció, me exigió, me imploró quedarme un tiempo más.
Mientras, el mono fue bautizado entre la Pocha y yo con el nombre de Jorge Rafael -aunque ese nombre hubiese sido más apropiado para una alimaña-. Estaba bastante domesticado y dormía conmigo convirtiendo mis amaneceres en un infierno de chillidos, saltos y piruetas cuando reclamaba su desayuno. Se acostumbró a andar en moto, prendido de mi espalda, sin miedo en absoluto. Eso me convirtió en el personaje del pueblo y, además, Jorge era un buen anzuelo para las chicas que se enternecían con el animalito. El mono me abría puertas –por decirlo con delicadeza- que de otro modo eran intocables. Lo llevé a El Espinillo y a Clorinda, siempre en moto, y me hizo hasta conseguir descuentos con las prostitutas, que me consideraban muy tierno o muy boludo. Cualquiera fuese el caso, el mono se convirtió en mi compañero inseparable. En Clorinda hasta hice unos pesos sacándome fotos con la moto, el mono y los turistas. Estaba viviendo en un limbo del que no hubiese querido salir nunca pero la realidad golpeaba siempre en lo mejor del sueño. La realidad de la Pocha, pobre Pocha.
Comencé a inyectarle morfina muy pronto y muy pronto se acabaron las dosis que tenía. Lo mandé al turco a ver al doctor Laureano para conseguir más y tuve ocasión de estar solo con la Pocha casi tres días en los que hablamos tantas cosas, tantas y tan fundamentales, que una vez más sentí que realmente ella debió haber sido mi madre. En tal caso, probablemente, yo no hubiese sido montonero. No hubiese matado nunca, ni estaría ahora en un peligro tras otro. Hubiese aprendido a honrar la vida y a luchar de un modo diferente, edificante. Pero la Pocha se moría rápidamente y asumí con placer y con pena el papel de hijo, de los hijos que no vinieron a verla.
Me habló de su tierra natal, del turco y de las interminables guerras de las que por fin pudieron escapar. Amaba la Argentina y entonces yo me preguntaba qué clase de infierno sería Oriente Medio, para que alguien quisiera vivir en mi país y lo considerara un paraíso. Por supuesto, no comenté con ella mis dudas existenciales. Sólo intentaba hacerla sentir bien y, hasta cierto punto lo conseguí, aún en contra del dolor que por momentos la paralizaba y le provocaba desvanecimientos. Yo, que no creía en Dios ni en Alá, me encontré sin saber a quién rezarle, a quién carajo pedirle piedad para ella y su alma.
Por fin, volvió el turco con morfina como para matar caballos y yo me fui a buscar al monje para que la inyectara porque a mí, ya me temblaba el pulso.
Cuando volví con el cura, la Pocha ya había muerto en un espasmo de dolor, tomada de la mano de su marido. Ante la noticia, le pedí al curita que rezara un responso y que cambiara la palabra Dios por Alá, al fin y al cabo eran lo mismo, unos garcas. El monje lo hizo dignamente y nos dejó conformes al turco y a mí.
Tuve que hacerme cargo del velorio para que el turco pudiera irse hasta Clorinda a comprar un ataúd; todo el pequeño pueblo desfiló por la casa y traían tantas flores perfumadas y tan bonitas que por momentos olvidaba que la Pocha estaba muerta.
Formosa, junto a Misiones, era la tierra de las mejores orquídeas del país y allí estaban todas, las más bonitas. La gente rindió sincero tributo a una mujer que murió con tanta integridad como era posible. Murió en silencio como vivió. Dignidad era la palabra. Dignidad.
La sepultamos en el pequeño cementerio de la Misión y nos fuimos cada uno tragando sus angustias. El turco estaba desolado y desde ese día se sumergió en un silencio casi enfermizo. Se dedicó a trabajar de un modo obsesivo, supongo, para no pensar. Yo preparaba mi moto, también de una manera insana, retardando mi partida para ver que el turco se recompusiera un poco, pero finalmente él mismo me dijo que era hora de irme.
-Osté vaya en paz -me dijo un día. -Osté es un buen hombre y un buen hijo, pero es hora que se vaya -y me dio un montón de plata que yo no me había ganado; lo hizo con un gesto que no admitía réplica ni discusiones.
Nuevamente en la ruta con el corazón partido. El tanque lleno, el alma vacía y un mono en la espalda. Qué locura mi vida. Qué quilombo mi vida. Enfilé a Nueva Población, esta vez por caminos más civilizados y con menos temores, en busca de Paique, con la moto al palo y sin problemas mecánicos. Los únicos inconvenientes eran el consumo de combustible y la comida del mono. Poco a poco, lo acostumbré a comer las mismas porquerías que comía yo y el pobre se agarraba unas diarreas espantosas. Tuve que colocarle pañales de tela y chiripás como a los bebés, para que no me estropeara el sillín trasero, ni la ropa. Continué con la precavida costumbre de acampar por las noches en medio del monte, durmiendo en la carpa con el mono que se echaba unos gases espantosos y que ahora, en vez de madrugar, se había puesto dormilón y se despertaba de pésimo humor. En Nueva Población -Chaco- ya no había militares y nadie me pidió papeles. Sólo me interceptó un policía que me dijo que estaba prohibido tener monos como mascotas: respondí con una modesta coima para seguir mi camino.
Finalmente, un día después, llegué a El Pintado, en donde ingresé después de comprobar desde el monte que no había milicaje. Todavía estaba en el camino el muñón del Unimog que incendiamos. Me detuve en la pulpería y me sorprendió encontrar allí a Marcelo, uno de los cumpas que se debería haber dispersado con los demás. Lo saludé con el placer irracional de comprobar que, por lo menos uno, estaba con vida y me relató algunos horrores que vivieron los primeros días luego del escape, en que combatieron a sangre y fuego con comandos que bajaban del helicóptero que habíamos visto siguiéndonos, comandos del grupo “Albatros” de Prefectura, armados hasta los dientes y muy bien entrenados.
De los enfrentamientos, según él, resultaron muertos dos cumpas -Pipo y Luciano- y un albatros; además habían abatido el helicóptero con tiros de FAL al rotor de cola -el punto débil de todos los helicópteros- que apenas logró descender sin estrellarse. El incidente puso fin a los combates. Dos cumpas lograron huir hacia Tucumán y Marcelo, a la reserva toba nuevamente, donde se ocultó durante un mes, justamente en casa de Paique. En el transcurso de ese mes, los militares, esta vez del Ejército, hicieron tres incursiones en el poblado aborigen: ametrallaron chozas y taperas, asesinando en total a más de quince hombres, mujeres y niños.
Paique y su tío estaban muertos, literalmente cortados al medio por ráfagas de FAP. Marcelo había logrado zafar, porque de noche, se enterraba en un pozo camuflado a varios metros de las viviendas. Desde allí pudo ver claramente al teniente que comandaba el grupo de tareas y lo reconocería en cualquier circunstancia.
Entonces supe que me quedaba un trabajo por hacer, antes de volver a mi vida y a mi esposa. Debía matar al milico asesino, estuviera donde estuviera, aunque eso me costara la vida a mí.
Al lado de la vida de Paique, la mía era insignificante. Marcelo me dijo que el teniente pertenecía al Tercer Cuerpo de Ejército, cuerpo que, según la radio, se había trasladado a Tucumán para hacer un operativo limpieza buscando algunos insurgentes del ERP que todavía se escondían en la selva de esa zona. Le pedí a Marcelo que me describiera minuciosamente al teniente asesino y lo hizo con lujo de detalles. Le pregunté si era seguro quedarme en El Pintado unos días y me dijo que sí, si tomábamos las precauciones del caso.

Paique estaba muerta y con ella lo que quedaba de humano en mí. La mató un milico pero la había condenado yo, nosotros, los iluminados. Creo que el demonio se haría un festín, picando carne de milicos y guerrilleros, todos revueltos en una misma hamburguesa podrida y maloliente.

Me quedé quince días en El Pintado, casi sin salir de la pulpería, cuyo dueño era un peronista histórico que no estaba de acuerdo con nosotros, pero que no nos delataría. Un tipo con códigos inquebrantables. Me dediqué a hacerle mantenimiento a la Royal que, casi sin querer, se había cruzado toda Formosa y parte del Chaco, por caminos de tierra, sin quejarse. Ahora debería planificar el viaje a Tucumán, con las escalas necesarias y por las rutas apropiadas. También debería conseguir documentación falsa para mí y para la moto porque, si bien supuestamente ya no me buscaban, era preferible que mi verdadero apellido no se viera ni se escuchara en ningún puesto de control tucumano, donde estaba la flor y nata del milicaje de inteligencia.
Y la documentación falsa no era sencilla de conseguir, lo que seguramente me llevaría a Salta Capital, en donde Marcelo tenía algunos contactos que podrían ayudarme. Para la moto y mi trasero eran quinientos kilómetros más, pero valdrían el esfuerzo. Mapa en mano, nos pusimos a planificar paso a paso el viaje que haría solo, en moto, con mi mono y mis armas.
EL ERP nunca tuvo más de doscientos combatientes, de los cuales, menos de setenta fueron a los montes tucumanos, dirigidos por el tristemente célebre Santucho. Los milicos decían que había cinco mil. Yo había recabado bastante información sobre el tema, porque los del ERP eran comunistas y hubiesen sido nuestros adversarios naturales, de no haber sido barridos por los militares. Setenta. Cinco mil. Qué disparate. Ni contando los cuadros pasivos llegaban a dos mil. Era, obviamente, una cifra manipulada para justificar tantos cadáveres de gente que nada tenía que ver con la guerrilla. Gente como Paique.
Marcelo era un montonero de ley, pero de pensamiento muy lineal, que ahora tenía orientado su odio hacia los propios cumpas de la conducción que habían huido como ratas. En su lista negra estaban Firmenich -residía en Francia, creo-, Miguel Bonasso -residente en Perú-, y otros que andaban por México, Cuba y Brasil. Juraba que los iría a buscar adonde fuera que estuviesen para hacer lo que él llamaba justicia revolucionaria.
Su primer objetivo sería el propio Isaías -nuestro pequeño y propio traidor- que, según él, sabía dónde encontrarlo y lo mataría como a un perro. Lo aconsejé en el sentido de no vivir para la venganza, y justo yo lo decía, que iba a tomar la vida del teniente asesino por puro odio y sed de justicia. Quería matarlo a corta distancia y, si era posible, mirándolo a los ojos. Mi consejo para Marcelo no sonó demasiado convincente.
Partí un domingo hacia un pueblo que se llama Taco Pozo, en donde hice empalme con la Ruta 16, después de dos largos días de viaje. Allí había una pequeña estación ferroviaria y un caserío agradable, en donde conocí a un contacto recomendado por mi cumpa. Me recibieron muy bien, luego de invocar el nombre de Marcelo, porque el contacto era nada menos que su hermano mayor. Quería noticias desesperadamente porque no se veían ni sabían nada de él desde hacía más de siete meses. Me brindaron una hospitalidad difícil de olvidar ya que terminé quedándome casi diez días allí. Ese tiempo me sirvió para resolver el tema del registro de conductor, que me fue concedido sin preguntas por el pequeño municipio, con un nombre falso que ya había utilizado antes, Oscar Ordoñez, todo logrado a instancias de Beto, mi benefactor, que tenía a su novia trabajando en la municipalidad.
Esta afortunada circunstancia me dejaba por resolver sólo el tema del documento de identidad, ya que también logró que la comisaría del lugar me expidiera un certificado de extravío de la documentación de la Royal en el que constaban los correspondientes números de motor y chasis, así como la chapa patente, todo verificado y sellado por el juez de paz del pueblo.
Esa documentación me permitiría cruzar de una provincia a otra sin riesgo y sin necesidad de atravesar el monte, como venía haciendo hasta ahora. Para mi sorpresa, Beto me consiguió un viaje gratis en tren hasta Salta con moto y todo, pero tuve que declinar el ofrecimiento por el mono, que no se separaba de mí, ni yo de él.
En esos días hablé mucho con Beto sobre su hermano y le recomendé que se hiciera un viaje a El Pintado para tratar de disuadirlo de su plan justiciero. Era demasiado joven para morir y tal vez a él lo escuchara más que a mí. Yo lo había liberado formalmente de toda obligación con Montoneros pero él consideraba la venganza como una cuestión de honor.
-Si los traidores sobreviven, se multiplicarán y, algún día, el país entero será de ellos -decía Marcelo, inconsciente de cuánta razón tenía.
Nuevamente en la ruta, crucé a Salta y llegué a Joaquín V. González en donde reposté combustible y le pegué duro y parejo por unas rutas secundarias, pero más directas, hasta llegar a Salta Capital, al atardecer de un día de junio de mil novecientos setenta y siete. Los días se habían puesto bastante fríos y busqué un cámping del ACA para establecerme por unos días, ya que tenían duchas y agua caliente. Estuve dos días recorriendo la ciudad más bonita que hubiese visto, pero no como turista sino reconociendo los puestos militares y policiales y tanteando el grado de peligro que pudiera existir.
Debía buscar a mis contactos en un pueblito camino a Jujuy que se llamaba La Caldera, a veinte kilómetros por caminos de cornisa. Cargado con sólo la Browning y el mono, allá partí, y llegué tras casi dos horas de marcha muy lenta, por la escarcha y por lo increíblemente retorcido del camino. Me dirigí directamente a la casa que estaba pegada a la iglesia y pregunté por Francisco Cáceres, dando el santo y seña que era: “vengo porque el rengo está muerto de hambre”. Esperé un breve instante y me hicieron guardar la moto en un galponcito al costado de la casa. Me llevaron a la cocina, donde el tal Francisco estaba secando marihuana en un horno antiguo de hierro fundido. Era un personaje increíble, de aspecto mezcla de Charly García y Bob Marley a quien yo no le hubiera confiado ni mi mono, pero resultó un fierrazo.
Vivía allí con su pareja, otra hippie consumada, y trabajaban de fotógrafos para los turistas que deseaban retratarse posando al lado, o sobre, una hermosa vicuña domesticada que tenían en el patio. Luego de evaluarlos como confiables y sin dar nombres, les comenté lo que andaba buscando y me respondieron que sí, que no había problemas porque trabajaban con DNI extraviados o robados, a los que simplemente cambiaban las fotos y les adulteraban el domicilio y los nombres.
Me pasaron a un cuartito en donde tenían un equipo fotográfico y algunas prensas de imprenta. Allí, obviamente, falsificaban de todo. Me tomaron la foto y me invitaron a almorzar puros vegetales, porque eran naturistas. Luego de la insípida comida me llevaron a pie a conocer el pueblo y, en la cima de un mirador, se pusieron a fumar marihuana, lejos de la vista de los curiosos que, en invierno, no eran muchos. Esa fue la primera vez que probaba un porro. No me gustó porque a la segunda pitada me produjo un mareo horrible y luego vómitos. Se los devolví y les dije que eso no era para mí. Gracias, de todos modos.
Ya de vuelta en la casa, les pregunté por el costo del documento y me dijeron que era a mi voluntad, podía ser dinero, o el mono, o algo que se pudiera vender fácilmente. Como el mono no sobreviviría en ese clima, les dije que sólo tenía el FAL para ofrecerles. Se horrorizaron porque eran enemigos de las armas, pero no les quedaba opción. Lo aceptaron. Me despedí hasta la semana entrante y bajé a Salta. Me di un par de revolcones con la moto por la escarcha y los frenos de la Royal, que no eran precisamente su fuerte. El mono saltó increíblemente y se puso a salvo, pero yo no podía ser tan ágil y me machuqué y torcí algunas coyunturas, sin consecuencias más que el dolor de golpearme los huesos con tanto frío.
En el cámping, me puse a desarmar completamente el FAL, y le quité la aguja percutora para que, finalmente, nadie pudiera utilizarlo. Lo acondicioné prolijamente en un trapo, lo envolví luego en diario y finalmente con bolsas de residuos. No parecía un fusil y eso era lo que pretendía. Ahora me quedaría sólo la Browning y la bayoneta del FAL para cualquier eventualidad. También me deshice de las municiones y cargadores adicionales, brújula y binoculares. No me quedé con nada que estorbara o fuese pesado e incómodo. Dormí como un niño toda la noche, salvo por los gases del mono que me obligaban a abrir la carpa para ventilar la pestilencia cada dos o tres horas. Jorge Rafael se acostumbró a hacer sus necesidades en horarios diurnos, pero sus pedos eran terribles y siempre nocturnos.
El cámping del ACA estaba ubicado detrás de la estación de servicio. Les pedí trabajo para hacer algún dinero extra y ver, de paso, si podía robar unos litros de combustible y aceite para cuando partiera hacia Tucumán. Me pusieron a lavar autos porque nadie quería hacer ese trabajo en invierno y así transcurrieron plácidamente los días sin sobresaltos. Hasta tuve la suerte de escuchar, en una peña folclórica, ni más ni menos que a Eduardo Falú -a quien invité y aceptó- a comer unas empanadas con vino tinto en mi mesa. Era increíble tenerlo “de cuerpo presente” y yo, atragantado, no sabía de qué hablarle. Sólo pude decirle cuánto lo admiraba, pero él, muy tranquilo, me contó anécdotas de sus giras, chistes y leyendas del campo. La verdad es que me sorprendió su simpleza y humildad. Sólo dejó mi mesa para subir de vuelta a tocar unas zambas que me hicieron lagrimear.
El domingo era el único día que yo no trabajaba, así que lo aproveché para ir a buscar el DNI a La Caldera. Esta vez dejé el mono en el cámping atado a un árbol con una larga cuerda y partí. Una vez más me invitaron a almorzar y a compartir un porro del que sólo di una pitada como para no despreciar. Finalmente, me mostraron el trabajito que habían hecho con mi nuevo documento: era francamente perfecto y me dieron un adicional inesperado, una cédula de la Policía Federal plastificada y todo. Ahora, oficialmente, era Oscar Ordóñez. Hasta el detalle del desgaste por el uso era perfecto, así que con gran satisfacción les entregué mi FAL, que ni siquiera desenvolvieron. Me obsequiaron frutas secas de su propia cosecha, una botellitas de licores caseros, una gran bolsa de hojas de coca y un paquete de picadura de marihuana de por lo menos medio kilo.
-La cultivamos en un invernadero acá en el patio -me explicó Francisco- es gratis.
Agradecí la generosidad de la pareja de hippies y regresé a Salta bajo una llovizna helada que calaba hasta los huesos.
Me quedé una semana más trabajando para juntar más dinero y para robar más nafta, que coloqué en dos bidones plásticos de veinte litros cada uno hasta llenarlos al tope, al igual que el tanque de la Royal que cargaba nada menos que diecisiete litros. Cambié aceite al motor y la caja, compré unos platinos y bujías de repuesto, parches y pegamento. Adquirí, también, algunas provisiones básicas y, luego de vender la coca y la marihuana en una plaza a un grupo de universitarios, nuevamente me largué a la ruta, esta vez la número nueve, hasta San Miguel de Tucumán. Al cruzar la frontera, en un pueblito llamado Las Trancas, me topé con el primer control militar, de varios que tuve que sortear. Allí puse a prueba mis documentos falsos con total éxito: logré pasar cuatro controles más sin problemas, salvo la prepotencia de los milicos y las pequeñas coimas que me obligaban a pagar por el mono. Nunca vi milicos tan coimeros como los tucumanos, pero esa misma condición los hacía fácilmente engañables.
Llegué a San Miguel ya de noche, luego de quince horas de viaje y demoras en los controles. Entrando en la ciudad, me advirtieron que había toque de queda a las diez de la noche y para eso sólo restaban unos minutos, así que fui a dar a una pensión mugrienta, donde vivían prostitutas y algunos bolivianos. Era muy barato el alojamiento, así que decidí que no buscaría lugar para acampar. Mi misión en Tucumán sería breve, cosa de dos o tres días calculé, aunque, en realidad, me tomó un mes y medio.








XV
En la pensión hice amistades rápidamente, gracias al mono y a la moto. San Miguel era una ciudad grande, llena de gente y con una impresionante cantidad de prostitutas. Nunca vi en ningún lado la cantidad de chicas de la noche que vivían en Tucumán. Las había de todo tipo y especialidad y para todos los gustos. En mi pensión eran de medio pelo, en cuanto a la calidad de sus clientes, pero las había muy lindas y muy jóvenes. Yo, siempre gracias a las monadas de Jorge Rafael, tuve sexo gratis todas las veces que quise. Con una de ellas trabé una sincera amistad y compartíamos las comidas y las mateadas casi todos los días. Jugábamos al truco y charlábamos hasta que se iban a trabajar. Lo hacían desde las seis o siete de la tarde hasta el toque de queda, cuando regresaban con compras, golosinas y bebidas y mucha fruta para el mono.
Mientras, yo recorría la ciudad para sonsacar información sobre los puestos militares, específicamente los del Tercer Cuerpo. Pero no era sencillo. Tuve que cortarme el pelo al estilo colimba y adquirir ropa militar robada en lavaderos y tintorerías, hasta que logré un uniforme pasable y completo. Salía de la pensión con la ropa en un bolso y me cambiaba en algún baño público, personificando a un soldado de licencia. Así, me arrimaba a algún policía en la calle y entablaba conversación con cualquier pretexto. Les decía que pertenecía al Tercer Cuerpo de Ejército y que estaba de franco. Así logré averiguar que mi regimiento se encontraba en la zona de Monteros, a ochenta y pico de kilómetros al sur de San Miguel, confirmado por varias fuentes. También me enteré de que las operaciones más importantes se habían terminado tiempo atrás, pero hacían batidas en el monte, los cerros y a veces en las ciudades, como para estar seguros de que no pasaba nada y, de paso, seguir exprimiendo el presupuesto nacional.
Cierto día mencioné a un gendarme que yo estaba bajo el mando de un teniente muy cabrón.
-Nunca me sale el apellido por lo hijo de puta que es, rubio, alto, de bigotes y ojos claros...
-Sí, ya sé, debe ser Ricardi, pero ese puto es teniente primero - me dijo, -es un malparido el culiao, está haciendo una fortuna con los autos robados acá. Se los lleva a Córdoba en los camiones del Ejército y allá los vende, es un culiao intocable.
Monteros. Allá debería irme pronto, pero no sin averiguar algo más del tipo. Pronto tendría la oportunidad de verlo personalmente y confirmar su identidad por las certeras descripciones que me había dado Marcelo.
En ocasión de pasar por una compraventa de autos, mientras iba de compras con Chabela, lo vi regateando precios con un gitano que obviamente no le aflojaba. Discutían y se reían nerviosamente y aproveché para acercarme a admirar un Torino 380 W, impecable, que estaba muy cerca del dúo parlanchín. Chabela, mi mejor amiga de la pensión, me señaló acertadamente que el tipo era cordobés, seguro. Lo estudié bien para memorizar sus facciones, voz y gestos y me demoré mirando varios autos hasta que Ricardi se fue a bordo de un Renault Doce casi nuevo. Me arrimé al gitano preguntando el precio de una Renoleta y de un Fíat, como para entablar conversación. De paso le dije que conocía de vista al que se había ido recién.
-¿Ricardi? -me confirmó el vendedor. -Nunca le compro nada a ese hijo de puta porque trae todo robado de Córdoba, sin ningún papel ni nada y yo vendo todo por derecha, ¿me entiende? -dijo el gitano sin que se le moviera un pelo.
Mi objetivo era sin dudas un delincuente impune. Lo que robaba en Tucumán lo vendía en Córdoba y viceversa. Y de uniforme y todo, el caradura. Pero que fuera ladrón de autos, no era suficiente para matarlo. Me quedaba la no fácil tarea de confirmar su participación en la matanza de El Pintado, y saber si era o no, el asesino de Paique. Tenía que pensar cómo lograrlo.
Decidí confiar un poco en Chabela y unos días después, le conté la historia de Paique y cómo murió. Le conté que también era prostituta y que yo la había sacado de eso y que me enamoré y que me la mataron. Que aparentemente ese tipo era el asesino y no sé cómo puta lo podía confirmar.
-¿Vos qué me aconsejás?
-¿Lo vas a matar? -preguntó- porque si es así, prefiero no saber nada -concluyó.
-Lo voy a denunciar -mentí-, y para eso debo estar seguro de que es el tipo correcto, de que no voy a mandar en cana a un ladrón de autos sino a un asesino de mujeres y niños.
Ella pareció ablandarse y me dijo que la dejara pensar un poco -¿total no hay apuro, no?
Y así transcurrió esa semana en paz, las putas, el mono y yo, como si fuésemos una familia. Me pedían de vez en cuando que las cuidara mientras trabajaban porque tenían algunos clientes algo violentos. Entonces, las seguía en moto hasta el motel o al estacionamiento y esperaba lo necesario, para luego seguirlas de vuelta a la esquina donde paraban y así hasta las diez de la noche. Como pago por el servicio, prácticamente me mantenían por completo.
Me pagaban la nafta y la comida y me daban un montón de plata que yo me empeñaba en rechazar, porque odiaba que me consideraran un caralisa, pero la dejaban igual bajo mi almohada o en mi mochila o en la mesita de luz. Creo que estaban conmovidas por la historia de Paique, que Chabela se había encargado de diseminar en todo el conventillo. De pronto, tenía más plata de la que necesitaba. Hasta me compraron ropa y perfumes y zapatos. El sexo lo había monopolizado Chabela que todos los días, excepto cuando menstruaba, me daba verdaderas palizas en la cama, lo quisiera yo o no, y tanto fue el cántaro a la fuente que al final...
Estábamos esperando turno en el bioquímico porque el médico nos dijo que teníamos “chinche” o blenorragia y quería ver con los análisis si era sólo eso, por el tema de las enfermedades concomitantes. Pero era sólo eso, una chinche de puta madre. Nos dieron antibióticos en dosis superlativas, nos prohibieron el sexo y el alcohol por treinta días y de pronto, cuando se me pasó el enojo con Chabela, nos encontramos con un mes libre, casi de vacaciones. Decidimos viajar a Monteros para tantear el terreno y ver dónde se desempeñaba el teniente primero Ricardi. Nos fuimos en la Royal y tardamos una hora y media.
Paramos para almorzar en una parrilla frecuentada por camioneros y militares y allí Chabela consiguió los primeros datos sobre el campamento, que ahora estaba muy reducido, porque las operaciones ya casi estaban terminadas. El comandante era un mayor de apellido Viale y a Ricardi sí, lo conocían pero sin comentarios, mejor tenerlo lejos, le dijeron.
Es un borracho matón y pendenciero, dijo el dueño de la parrilla, mejor tenerlo lejos. Y así recorrimos el pueblo hasta que ubicamos finalmente el campamento que consistía en unas casillas rodantes grandes, cinco en total y algunas carpas de campaña y unos pocos vehículos militares. Había tres centinelas amodorrados y poco atentos por la siesta y nada más. Eran un regalo. Si yo hubiese querido hacerlo, los volaba a todos sin que hubieran sabido nunca lo que les pasó. Era un trabajo para un solo hombre silencioso y decidido, justo mi especialidad. Pero no estaba ahí para eso y borré de mi mente la tentadora idea de continuar la guerra.

Ya no tenía causa que me alentara ni cumpas que me siguieran. Ya no quería pelear, ni matar, ni morir. La vida, después de todo, era tan bella como siempre. Sólo me quedaba un trabajo que hacer y luego a casa, a mi mujer, a trabajar y a la quimera de olvidar.

Di varias vueltas paseando, y observé que había muchos cabarets, demasiados para el pueblo.
-Todos laburan -dijo Chabela- por algo están y si querés encontrar a tu milico lo vas a ver en alguno de éstos, seguro.
Emprendimos el regreso con la Royal al mango y con Chabela prendida de mí como una araña. Le encantaba la velocidad y me pedía más, pero mi dama inglesa hacía lo que podía. Calculo que daba ciento diez, más o menos, sin exigirla del todo. Llegamos en menos de una hora de vuelta a San Miguel, dimos un paseo por el centro y nos fuimos a la pensión.
El mono ya no me daba bola. Estaba contento con las chicas que lo mimaban, y como buen adolescente que era, había comenzado a masturbarse cada vez que percibía las hormonas femeninas y, en ese lugar y a ese ritmo, el pobre moriría anémico pero feliz. Decidí que se los dejaría como recuerdo porque, cuando viajara a Mendoza, sería un estorbo para mí y un sufrimiento para él. Así se lo dije a las chicas y estaban felices por el regalo, tan felices que desfilaban por mi pieza para hacerme feliz a mí también, de la única manera que ellas sabían. Chabela estaba celosa pero las dejó hacer porque, después de todo yo me iría pronto y me iría para vengar a alguien que fue, como ellas mismas, una prostituta.
Elegí para irme un día y un horario en que ya todas habían salido a trabajar, arreglé las cuentas con el dueño de la pensión, y dejé mi Browning debajo de la almohada de Chabela, con una nota que decía: “si alguien te jode la vida, volale los huevos con esto. Besos”. Y me fui a Monteros en plena noche, esperando llegar antes del toque de queda.
Llegué sobrado de tiempo, pero, como era de noche, nadie quiso darme habitación y tuve que dormir en una estación de servicio, casi a la intemperie. Al otro día encontré una pensión económica, esta vez de tipo familiar, en donde me prestaban un garage para guardar la moto. Evitaría usarla para no llamar la atención porque ahora la cosa se iba a poner difícil. Luego de unos días paseando a pie por el pueblo, decidí hacer un espionaje directo sobre el campamento militar. Conseguí que el dueño de la pensión me prestara una pala, una azada y una bicicleta y partí a la esquina donde estaban los milicos. Justo al lado y al frente había baldíos llenos de matorrales, sin paredes ni alambres y allí paré, bajé mis herramientas y me puse a cortar yuyos con verdadero empeño. Muy pronto se cruzó un suboficial para ver lo que hacía y luego de saludarme, me dijo que era hora que alguien limpiara.
-Esto es una mugre y aparte cualquiera se puede esconder en semejante matorral -me dijo. -Metalé nomás. Y a propósito che, ¿quién lo mandó? Porque yo me cansé de pedirle a la Municipalidad y ni bola.
-Una vieja de la Intendencia -le dije, -me paga por día y como no tengo otro trabajo, peor es nada.
El terreno no era muy grande así que empecé a demorarme como para que me llevara unos días para poder observar el milicaje que iba y venía. Al segundo día me puse más audaz y me crucé a pedir que me llenaran el termo con agua caliente para tomar mate. Ningún problema. Se estaban acostumbrando a verme y casi no reparaban en mí. Al cuarto día, cuando ya casi no me quedaban yuyos, pude reconocer a Ricardi, que entraba al campamento en su Renault blanco. Era bastante tarde y comencé, como lo hacía siempre, a quemar la basura cuando lo vi salir muy arreglado, de civil esta vez, con rumbo al sur, a la zona de los cabarets y parrillas. Era viernes. Era lógico.
El siguiente viernes pasó lo mismo, a la misma hora. Había comenzado a limpiar el terreno al lado del campamento y a la siesta me arrimaba al alambre divisorio, silbaba un par de veces y venía un centinela a fumar y jugar al truco conmigo. No lo interrogué ni me mostré interesado en nada, pero me servía para pasar el tiempo. Otra vez viernes y otra vez Ricardi. Era suficiente para mí. Apuré el trabajo y en dos días lo dejé listo. Saludé a mi compañero de truco, le dije que ya había terminado y que me iba a la cosecha a trabajar. El siguiente viernes yo esperaba en la bici en las cercanías de la avenida de los cabarets y vi llegar puntualmente a Ricardi que entró en el más notorio de ellos -se llamaba “El Farolito”- y luego de unos minutos salió con una rubia teñida y exuberante tomada del brazo, se metieron en el auto y dos cuadras más al sur se detuvieron en una parrilla. Eran las nueve de la noche y yo no sabía si arriesgarme a esperar el toque de queda. Decidí que no. Lo haría la próxima vez y vendría a pie y con suficiente abrigo para pasar la noche en una acequia frente al cabaret, bajo un puentecito que me ocultaría perfectamente.
Estaba claro que el teniente se aferraba a esa rutina y que tenía a esa prostituta como amante. Me faltaba observar su horario y condiciones de salida para planificar, en consecuencia, el momento ideal para el ataque.
Una semana después me instalé en la acequia que no traía agua, por suerte, con un termo con café caliente, galletas y cigarrillos, además de mucho abrigo y una frazada. También llevaba una botella de vino a medio tomar por si la policía me encontraba: pasaría por un vagabundo borracho. Luego de paciente espera, Ricardi volvió de la parrilla con su amante, pero a pie. Obviamente no deseaba que su auto fuese visto y lo dejaba estacionado frente a la parrilla. Durante toda la noche se escuchaba la música de los boliches y se veía el ir y venir de autos y camiones que desfilaban por los más de seis locales que había sólo en esa cuadra, en ambas veredas. A las cinco de la madrugada todo cesó, desaparecieron los clientes y reinó el silencio. Algunos salían muy borrachos y, a otros, directamente los tiraban a la calle sin contemplaciones, entre insultos y hasta algún piedrazo contra las puertas ya cerradas. De la policía, ni noticias. El toque de queda, bien gracias.
Como a las seis y media, apareció por una puerta lateral mi objetivo, esta vez solo y bastante borracho, dirigiéndose tambaleante a buscar su auto. No lo seguí. No hacía falta exponerme y esperé el amanecer. Como a las ocho y media salí de mi escondite, calado hasta los huesos por el frío y la humedad, sin que nadie lo advirtiera. Me estiré dolorido y emprendí el regreso a mi pensión. Tenía ahora siete días para planificar mi venganza.
El plan era tan sencillo que no debía analizarse demasiado pero, dado el tamaño del sujeto, debía asegurarme de poder reducirlo sin demasiado alboroto y rápidamente, sin usar armas de fuego y que luego, todo pasara por un crimen pasional o por un asesinato cometido en una pelea entre borrachos. Me preocupaba la corpulencia del tipo, que me llevaba por lo menos una cabeza de altura y pesaba más o menos entre noventa y cien kilos, además de ser joven, de unos treinta años, aproximadamente. Parecía estar en buen estado físico. Todo eso me obligó a recuperar mi propio estado físico que era bastante lamentable. Comencé a salir todos los días a la mañana y a la tarde a trotar un par de horas cada vez y, en la soledad de mi habitación, hacía ejercicios calisténicos, lagartijas y abdominales, además de endurecer mis nudillos golpeando la pared como si fuera un loco perdido. No lograría revertir mi mal estado, fruto de un año de estar huyendo y viviendo como el peor de los miserables, pero al menos recuperaría el tono muscular y la resistencia, todo por si el sujeto resultaba difícil de manejar.
Me faltaba confirmar nada menos que su autoría del crimen y para eso tenía dos caminos: sonsacar la información a otra persona, o a él mismo. La primera alternativa probablemente me delataría cuando el crimen saliera a la luz, aunque la amante del milico podría llegar a ser su talón de Aquiles. Por otra parte, si el tipo se resistía a hablar, debería matarlo sin más y quedarme para siempre con la duda. Pero yo no era un asesino, no a sangre fría y mucho menos sería capaz de matar a un presunto inocente. Eso lo hacían ellos, los milicos, pero no estaba dispuesto a vivir con esa culpa. Esta línea de pensamiento me llevaba a una única alternativa: hablar con la amante.
El jueves, vestido con lo mejor que tenía, me fui al cabaret. Música de Roberto Carlos y Julio Iglesias toda la noche, dos mesas de villa y una de pool, un pequeño escenario, algunas mesas, una barra, una fonola, diez putas y dos patovicas. Me fui directo a la barra y pedí una cerveza, mientras observaba en la semi penumbra a las chicas entre quienes no estaba la rubia del teniente. Mi mirada hacia el salón bastó para que se me arrimaran tres chicas bastante lindas a ofrecer sus servicios y a pedir tragos. Les dije que no, que en realidad estaba buscando a la rubia esbelta que había conocido el otro día y que si no estaba ella, terminaría mi cerveza y me iría.
-Esa es la dueña tarado -me dijo una -y ahora no putañea porque tiene novio.
-No importa -le dije -sólo quiero saludarla y me voy, ¿la podrías llamar? porque mañana a la mañana viajo y no puedo volver hasta dentro de unos meses, dale, si la traés te pago un trago, dale che, no seas celosa.
-Pedime un whisky, bombón, que ya vuelvo. Y pasó detrás de la barra en un revuelo de su cortísima falda dejando un vaho de perfume barato y olor a transpiración. Volvió al cabo de unos minutos, reclamó su trago que, por supuesto, era té con hielo, aunque me lo cobraron como escocés importado. Me dijo que ya venía la dueña y que mientras tanto podíamos hacer una “pasada” cortita.
-Una mamada bien hechita y salís como nuevo -me ofreció riendo.
-Ya dije que no, gracias, con suerte me lo hará la dueña, que está buenísima y ya la conozco, ¿jugamos al pool?
Estuvimos como media hora jugando hasta que apareció Estela, muy producida y tan elegante que casi no parecía una prostituta, y vino directo a mí.
-¿Te conozco? -preguntó tomando un taco y echando con un gesto a mi compañera.
Se inclinó y metió la bola ocho en la tronera de un golpe seco y preciso.
-¿A qué querés jugar? –me preguntó sarcástica. -No sé quién sos y no me gustan los misterios, pibe. Dale, que te hago sacar de una patada en el culo, dale, dale, decime en qué te puedo ayudar.
Yo había advertido bajo su pesado maquillaje, unos moretones impresionantes, también en sus brazos y en su generoso escote.
-En realidad busco a tu novio, el teniente Ricardi, por una cuestión privada, a ver si me puede pegar a mí como te pega a vos, bonita. Me vendió un auto trucho y lo quiero sin uniforme, ¿me entendés?
Ella se puso rígida y por un momento no supo qué hacer pero al fin me dijo que tendría que ponerme en la fila, que todo Tucumán lo quería hacer cagar; pero era mejor que me fuera. Alguien se ocuparía de él tarde o temprano.
-No te metás en quilombos, pibe.
-¿Sos de Buenos Aires?
-No, de Rosario, ¿por qué?
-Por el acento digo, me encanta como hablás, rubia, aparte de que estás para matarte a besos, ¿no querés que lo caguemos al milico? un polvo con vos y me voy feliz rubia, dale.
Tras dudar un instante, me dijo al oído que saliera, que diera una vuelta a la manzana y entrara por la puerta lateral hasta el fondo.
-Que nadie se avive porque todos son unos buchones  -me dijo. -Tené cuidado porque me cagás la vida si alguien te ve.
-No hubo caso -le dije a la primera chica cuando iba saliendo -no quiere saber nada, qué va hacer. Me voy a la mierda. Chau.
Y me fui a dar la vuelta a la manzana. Me tomé mi tiempo y cuando llegué a la puerta lateral, entré por un largo pasillo sin techo, hasta la última puerta. Entré directo a una amplia habitación bastante bien arreglada, a media luz, con una cama con dosel y tules a los costados. Estela estaba preparando sendos tragos con piña colada y whisky, se había sacado casi todo el maquillaje y ahora se veía claramente la crudeza de los golpes que le había dado Ricardi.
-¿Por qué mierda te pega el tarado? -le pregunté.
-Porque es un borracho impotente y no lo puedo echar porque le debo plata -contestó -por eso. -¿En serio lo querés hacer cagar? mirá que es milico y de los más pesados -me advirtió -pesado de verdad.
Yo recorría el departamento mirando cuidadosamente todos los rincones y las posibles entradas, con el trago en la mano, haciendo bailar el hielo con un gesto de suficiencia. Entré a otra pequeña habitación contigua y allí había un niño dormido, casi tan rubio como ella.
-¿Es del milico? -le pregunté.
-No, no -me dijo -si ése no puede ni culiar de borracho que es. El pibe es de vaya a saber quién. Un descuido que tiene seis años y lo adoro más que a nada en este mundo. ¿Pero querés ponerla conmigo o no? ¿o sos de esos que charlan nada más?
-No, lo que quiero es matar a Ricardi, ¿me entendés? y no es por un auto, es por una mujer como vos, una puta hermosa como vos que él asesinó en Formosa ¿me entendés?, una puta que yo amaba y, claro, no puedo hacerlo si no estoy seguro de que fue él.
Estela me miraba incrédula pero vio en mis ojos la verdad. Se dejó caer en el borde de la cama y se tomó el trago de un saque. Guardó silencio, se sirvió otro trago y se volvió a sentar.
-No sé, él estuvo en Formosa hace unos meses pero no sé, no sé qué decirte. Sería muy capaz, es un asqueroso hijo de puta, pero no sé.
-Te necesito justamente por eso, porque yo tampoco estoy seguro y vos podés sacarle información ¿me entendés? Y de paso, si es culpable yo me ocupo de que nunca más joda a nadie. Por eso te necesito, bonita. Dame una mano y recibirá lo que merece sin que nadie lo relacione con vos.
Ella me hizo señas de que me acercara, dejó su trago en la mesa de luz, bajó el cierre de mi pantalón y durante un largo rato hizo maravillas con su boca. La excitaba pensar en sacarse de encima a ese cabrón y me estaba recompensando de antemano. Quedamos en que ella confirmaría la cuestión el viernes y, de ser afirmativo, escribiría con tiza en la pared negra del frente del cabaret, alguna frase con la palabra “Jote”, según mis instrucciones. También le dije que en ese caso provocara alguna trifulca entre la clientela del boliche el siguiente viernes. Entonces yo me ocuparía del resto.
Tendría que esperar una semana más, pero valía la pena. Le advertí que no volveríamos a vernos y que pasara lo que pasara cerrara la boca.
-Si me usás o me traicionás, tu hijo va a pagar las consecuencias, aunque no me guste. ¿Entendés bien lo que digo?  -la amenacé -yo no tengo nada que perder, pero vos...
Me quedaba esperar una semana completa. Tenía que confiar en Estela o abortar la misión es este mismo momento porque si ella me buchoneaba, lo haría de inmediato. Claro que no conocía nada de mí, ni si quiera mi nombre. Decidí vigilarla y así lo hice desde ese mismo día. Pasaba con la bici a cada rato por El Farolito, otras veces caminando, con ropas diferentes, con gorras, sombreros y boinas y, por supuesto, el viernes a la noche otra vez me metí en la acequia a vigilar a Ricardi.
Llegó puntual, con un gran ramo de flores y un paquetito. Debe haber sido una forma de pedirle perdón a Estela por la pateadura. Salieron un rato después hacia el restaurante, como siempre del brazo y volvieron caminando dos horas después. Entraron por la misma puerta que yo había usado y me quedé dormido por un largo rato. Me despertó un perro inoportuno, que olisqueaba mi mochila y mi cara, justo a tiempo para ver salir a Ricardi en un estado lamentable. Caminó unos metros y se apoyó en una pared a vomitar y me sorprendió ver que llevaba en su mano derecha el ramo de flores que había traído, esta vez hecho pedazos. Cuando el tipo se inclinaba a vomitar, pude advertir que atrás, en la cintura, tenía un gran bulto delator que se veía claramente a pesar del abrigo. Era un arma grande, posiblemente una cuarenta y cinco, y debía tenerla en cuenta si me tocaba actuar el próximo viernes. Ricardi escupió, se limpió la boca con un pañuelo y continuó su camino, tambaleante, hacia el Renault 12 una cuadra más allá. Esperé una hora más y salí de mi escondite y me fui a casa. Dormí hasta la tarde y traté de no pensar en todo el asunto hasta que llegara el momento. Dos días después, el Lunes, pasé por el cabaret en la bici como a las seis de la tarde y pude ver a Estela que llegaba con su hijo de guardapolvos. Ella no advirtió mi presencia y pasé de largo. Repetí la pasada al día siguiente y otra vez la vi con su hijo a la misma hora pero esta vez también vi en la pared del boliche un gran corazón dibujado con tiza blanca en cuyo interior decía “vamos Jote campeón” y más abajo “nunca te olvidaré”.
La señal. Decidí darle algunas instrucciones para que la cosa saliera bien y el jueves, cuando ella volvía con su hijo, la intercepté brevemente y le entregué un papelito con las siguientes intrucciones: “tiene que haber trifulca a la hora que sale. En la calle y a la vista. Quemá ya mismo el papel. Besos”. Ella aún no lo había leído, cuando yo había desaparecido en la esquina. Estaba hecho y ya no habría vuelta atrás, salvo algún imprevisto en el momento del hecho mismo.
En mi casa volví a cortarme el pelo, bien corto, planché el uniforme de colimba que todavía conservaba, afilé y aguzé el filo de la bayoneta del FAL, escondí todo muy bien, y me fui al garaje a poner en marcha la Royal, que hacía tiempo estaba inactiva, pero respondió perfecto. No tenía nada más que hacer, salvo relajarme y esperar. Tenía los nervios a la miseria pero aparentaba estar tranquilo y actuaba más o menos como siempre. Esa noche casi no pude dormir pero el sueño me venció como a las diez de la mañana, después del desayuno. Me levanté a las tres de la tarde con una calma extraña, anormal. Estaba por matar ese mismo día a un hombre a sangre fría y yo estaba en calma. Mejor así, me dije. Mejor así.


















XVI
Salí de la pensión a las cinco de la mañana con el uniforme y la bayoneta en la mochila y me dirigí lentamente por calles oscuras hasta dos cuadras a la vuelta del cabaret. Allí había un baldío en donde me cambié de ropa detrás de unos matorrales, escondí la bici y la mochila y partí hacia mi destino. Hacía mucho frío y para no tapar el uniforme, me había abrigado por debajo de la chaqueta con varias camisetas. Llevaba guantes y borcegos militares con dos pares de medias. La bayoneta era incómoda porque no tenía vaina y era el modelo largo pero logré acomodarla, sin que se notara la falta de estuche, a un costado de la cintura. Verifiqué que el Renaul 12 estaba en su lugar, me metí a otro cabaret en la misma cuadra, pedí en la barra un cognac que sabía a querosén y me lo mandé de dos tragos como para calentar el cuerpo y tomar valor. Tuve que rechazar a varias coperas que pedían su trago, aunque me cercioré de que vieran claramente mi bayoneta pero no mi cara, que me esforzaba por ocultar con las manos y manteniéndola baja. La idea era que vieran perfectamente que era un soldado, corpulento, casi gordo por la ropa que me había puesto bajo la chaqueta y que, sin dudas, llevaba una bayoneta en la cintura. Pagué y me fui rápidamente a la calle, pasé por el frente de El Farolito y seguí hasta la esquina, me ubiqué en un zaguán que ya tenía estudiado y esperé.
Un rato después se escuchó un estruendo de vidrios rotos e insultos y pude ver que, a la vez que Ricardi salía puntualmente, en la puerta del cabaret se agarraban a trompadas los patovicas con dos o tres camioneros y dos soldados. No se distinguía quién le pegaba a quién, pero Ricardi los ignoró, acostumbrado seguramente a esos quilombos y se dirigió directo a mí, no tan tambaleante como lo viera la última vez.
Lo dejé avanzar unos veinte metros y, cuando estaba justo bajo la tenue luz de otro boliche ya cerrado, lo intercepté y le di un empujón violento contra la pared. Al rebotar lo recibí con un tremendo puñetazo en medio de la cara que casi rompe mi mano. El tipo gritó algo pero en el alboroto de la otra pelea, nadie le dio bola. Se acordó de manotear el arma en su cintura aunque, con el abrigo cerrado, no pudo sacarla. Ya lo tenía aferrado de las solapas con la mano izquierda y, acercando la punta de la bayoneta a su cuello con la derecha, le ordené que se quedara quieto con un grito potente que no admitía réplica.
Esta vez, desde la otra pelea, algunos miraron brevemente adonde yo estaba, pero siguieron en lo suyo. Miré los ojos obnubilados del teniente que ya no forcejeaba porque la bayoneta pinchaba su cuello. Cualquier movimiento brusco provocaría su muerte. Recuperé el aliento y la calma. Sentí que me mandaba el mismísimo Dios y que además esto se lo debía a Paique y su familia.
-Los tobas que vos asesinaste en el Chaco… ¿te acordás puto de mierda, te acordás?
Bajé la bayoneta a la altura inferior del esternón y la clavé de abajo hacia arriba sólo un poco, suavemente, hasta que sentí en el mango el vaivén de su corazón desbocado y así la dejé un instante que me pareció una hora. Necesitaba que hablara. No podía terminar mi trabajo si no hablaba. Que dijera algo.
-¿Me matás por unos indios mugrientos? -intentó articular en un susurro mientras se escurría por su pierna un mar de orina.
-Está frío -me dijo. -El cuchillo está frío –repitió con los ojos desorbitados.
Yo empujé más arriba la hoja y atravesé su corazón lentamente, y sentí cómo se aflojaban la piernas del tipo, al que tuve que sostener para que no cayera, mientras me empapaba la mano enguantada con la sangre espesa que manaba por el desangrador de la bayoneta. Solté el mango y sostuve a Ricardi con ambas manos mientras lo miraba a los ojos, que se le iban cerrando. Aguanté sólo un minuto porque era muy pesado y lo dejé deslizarse hasta el suelo donde quedó sentado contra la pared, como un muñeco roto.
Me limpié la sangre en su propio abrigo y me fui a paso vivo, dando un rodeo para llegar hasta el baldío. Me cambié de ropa, puse el uniforme en una bolsa de plástico, metí todo en la mochila y me fui pedaleando lentamente hacia mi casa.
Me estaba descomponiendo, el estómago se me contraía en espasmos y tuve que detenerme a vomitar dos veces. Eran las siete de la mañana cuando llegué a la pensión y sin hacer ningún ruido, me metí a mi pieza y volví a vomitar. Cuando ya no  uedaba nada en mi estómago, me senté en el borde de mi cama temblando y empecé a llorar como un niño, con el corazón galopando y una angustia que yo nunca había sentido. No era adrenalina, era angustia y dolor por lo que había hecho sin pestañar. ¿En qué me había convertido? Pero el cerebro humano tiene formas extrañas para defenderse. De pronto me dio hambre, un hambre feroz. Comí todo lo comestible que había en mi habitación y me tomé lo que quedaba de una botella de Reserva San Juan. Pensé en Paique, me recosté y me dormí viendo su rostro lleno de tierra, surcado por lágrimas, el rostro de ella en aquel control militar, el único rostro de Paique que recuerdo por mucho que me esfuerce.
Desperté asustado por los golpes en mi puerta. Era el dueño de la pensión que me invitaba a compartir un asado por su cumpleaños.
-Vamos, vamos que ya está casi listo -me gritó.
Volví a la realidad de pronto. No había milicos buscándome; había un asado. Me levanté, me lavé la cara y las manos y salí al sol del invierno en Tucumán. Estaban sacando la carne de la parrilla y colocándola en un largo tablón donde estaban casi todos los inquilinos y familiares. Los saludé y me senté a comer y charlar, simulando que estaba tan relajado como ellos.
-¿Mierda que fue brava la noche no? -se reía un pariente de Rafa cuando advirtió mis ojeras y semblante grisáceo, demacrado.
-Si supieras cuánto... -respondí sarcástico.
Pero sólo quería ser como el resto de la gente. Quería divertirme como se divertía la gente. Quería tener una vida como la tenía la gente y amar como amaba la gente. Siempre hice mi mejor esfuerzo para lograrlo pero nunca pude, después de esa noche.

-Es el precio de la sangre, hermano -me dijo hace poco un cumpa- nunca lo terminás de pagar hermano, nunca.
Descubrí con tristeza que la venganza no me devolvería a Paique ni a ninguno de mis muertos. Ya no quería ver más sangre, ni la de los milicos, ni tan siquiera la de los cumpas traidores, tampoco quería seguir desperdiciando amores y esperanzas, anhelaba recuperar la vida que se me había ido derramando con cada gota de sangre vertida. Estaba diciendo basta, basta de pisotear palabras en la inmundicia del odio, basta. Era hora de romper alambrados, los alambrados del alma. “Sólo se levanta del suelo quien se atreve a abrir del todo sus alas” dice una canción, y yo debía levantarme y volver a andar la vida, la vida de un pibe de veintiún años; veintiún años che, la puta madre.

Dificultosamente recuperaba la cordura y me dejé llevar por el ambiente sociable. Poco después del postre me ofrecí para juntar las hojas que tapizaban el patio y quemarlas aprovechando el fuego que había hecho don Rafa para el asado. Me dejaron hacer, mientras ellos seguían festejando y jugando al truco. Busqué la bolsa con el uniforme y la quemé cuidadosamente en la misma hoguera, hasta que quedó sólo ceniza. Mi cabeza iba cerrando el círculo de los hechos.
La bayoneta quedó en el pecho de Ricardi, la ropa ya no existía y lo único que me vinculaba al hecho, era Estela. Pero ella se había sacado de encima a un matón golpeador, se quedó sin deudas, se quedó también con su hijo y con su negocio. Todo redondito, Estela no hablaría jamás. Y la gente que vio algo, relataría que vieron a un soldado raso que forcejeaba a media cuadra del boliche con alguien que no veían bien desde esa distancia, descontando además que estaban ocupados en su propia pelea.
Por otro lado, el arma usada también señalaba un crimen entre milicos. Yo esperaba que todo sucediera de esa forma y así fue. Nunca se sospechó de nadie, más que de algún soldado resentido con Ricardi que, borracho, le había metido una puñalada en el corazón. No hubo detenidos luego de una brevísima investigación y una semana después, se dejó de hablar del asunto en el pueblo.
Nadie extrañaría ni lloraría a un maldito cabrón como Ricardi. Ni su madre, nadie.
Estuve más de un mes dejándome crecer el pelo y la barba mientras el Ejército, sin nada que hacer allí, levantaba el campamento y volvía a Córdoba. Sólo me restaba comunicarme con mi tía Rosa, confirmar mi situación legal y emprender el viaje a Mendoza, a la tibieza de mi esposa, a sus caderas, a su vientre y a su perdón.

Eran más de mil quinientos kilómetros para mi vieja dama inglesa y muchos miles más para mi pobre alma que, desde entonces, nunca dejó de viajar entre la paz y las bestias... .