viernes, 15 de julio de 2011

NO HAY PEOR CIEGO QUE UN SORDO

 Lazarillo de un perro ciego; eso soy.




Me siento como un basilisco sin ojos, nacido de un huevo deforme puesto por un gallo y empollado por un sapo. Y aún sin ojos, puedo ver lo que se me permite ver. Soy un basilisco fracasado y cansado que huele a viejo y a sucio.
Mi misión en este mundo es ser un lazarillo. Cumplo un mandato tan equívoco como absurdo que me restringe a una única tarea posible: guiar a quienes se equivocan en la vida para que escojan el camino más recto hacia la ruina humana total. Guiarlos para que no titubeen, que no se desvíen, para que vayan derechito al abismo. Esa es mi misión.
He pasado años y años guiando a perros ciegos y sordos, algunos rengos y ciegos y sordos. Siempre perros.
Me he preguntado cómo sería, cómo se sentiría ser guiado, en vez de guía. Pero supongo que, a pesar de mi destino, prefiero mantener por un tiempo más el don de mi acotada vista y ser el lazarillo.
Porque así, cada vez que llevo a alguien al abismo, vuelvo sobre mis pasos a buscar a otro perro que necesite mis servicios y sobrevivo un día más, soy útil un día más. Llego al borde, digo unas palabrillas de consuelo y luego lo empujo tiernamente a su final. Y cada vez que lo hago quedo en el borde mismo, titubeo, estoy tentado… pero no.
Cuando llegue mi día y sea yo el ciego, vendrá otro pobre lazarillo que me reemplazará, me conducirá hasta el filo y, antes de empujarme suavemente, me dirá al oído que es mi hora. Y como estaré sordo y ciego, nunca sabré si sus palabras serán piadosas o inclementes. Supongo que será una caída breve… los lazarillos estamos siempre muy cerca de las miserias del miserable que guiamos. Y seré libre, finalmente, del mandato y el mandamiento.
Pero mientras tanto… sigo guiando perros que no ven, que no escuchan. Soy un basilisco fracasado y cansado que huele a viejo y a sucio.

domingo, 15 de mayo de 2011

DUMP

DUMP
(No me di cuenta y lo tiré) 



Hombre: Animal tan sumergido en la contemplación de lo que cree ser, que olvida lo que indudablemente debería ser…*

                                                                 * Adaptado del Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce, 1891.

  



Una vez me puse a sacar cuentas. Cuentas de cuántos cigarrillos había fumado en mi vida y de cuánta plata había gastado en humo. Y del dinero que gasté en putas y alcohol; de la fortuna tirada en alquileres, taxis, colectivos, gomerías, nafta, electricidad, cuentas de gas y teléfono. También contabilicé lo gastado en impuestos, en bares, golosinas, heladerías y cines. Ni hablar del número astronómico que obtuve de sumar lo gastado en objetos, autos y muebles inútiles, regalos, zapatos y ropa de marca.

Cuando agregué lo pagado en seguros, intereses bancarios, mutuales, gremios, médicos y farmacias, ahí paré.
Era un completo disparate. Eran cifras casi incomprensibles que me convertirían en millonario instantáneamente, si tuviera todo ese dinero bajo el colchón de la abuela. Pero no lo tenía; lo había producido y gastado a lo largo de toda una vida. No tenía el dinero ni el colchón ni a mi abuela.
Ahora, como antes, me encontraba peleando por unos pesos para subsistir y seguir, como un imbécil, gastando la mayor parte de mis ingresos en cosas que nunca fueron vitales. Felicidad de plástico –diría mi abuela, la dueña del colchón. Dinero tirado a la basura. Muchísimo dinero. Tanto, que el asunto ocupó mi cabeza por un tiempo. Lo comenté y sacamos muchas cuentas con mis amigotes del bar que, al principio, desconfiaban de mis cálculos. Pero invariablemente mordieron el anzuelo y todos ellos llegaron a los mismos resultados, pesos más, pesos menos. Lo descomunal del despilfarro nos producía un sabor profundamente amargo en la boca y especulábamos con todo lo que podríamos malgastar hoy, si no lo hubiéramos malgastado ayer.
Durante varios días ése fue el tema de nuestras conversaciones y nuestras bromas. Algunos hasta fantasearon con dejar de fumar o recortar de distintos y disparatados modos la interminable cadena de gastos superfluos.
El variopinto grupo del bar no se juntaba necesariamente completo, pero había algunos de ellos que nunca faltaban. Casi todos sucumbieron a la tentación de hacer por escrito los mismos cálculos que había hecho yo anotando detalles, fechas y cifras escritas en una variedad de sustratos como servilletas, etiquetas de cigarrillos y hasta en cajas de ravioles. Excepto el Mudo. Él era un poeta que nunca escribió un poema. Sólo en ocasiones y después mucho insistirle, solía decir alguno, en voz tan baja, que nos obligaba a aguzar el oído para no perdernos palabra.
-Nunca los escribo porque la poesía debe perfumar el aire en vez de manchar papeles –me dijo un día.
Estaba un poco loco.
El Mudo no hizo anotaciones ni comentarios, no porque fuera de verdad mudo, sino porque era un tipo muy parco e introvertido. Hablaba sólo lo indispensable para que el resto de nosotros recordáramos que estaba allí. El Mudo era muy breve y preciso en sus intervenciones, tanto, que los demás debíamos rendirnos frecuentemente a su extraña e implacable lógica.
Varios días de intercambios de cifras, apuntes y teorías después, el Mudo habló. Nos habló a todos y a nadie en particular.
-¿Realmente se preocupan por esos números?
-Claro que sí –respondió velozmente quien estaba a su derecha.
-¿A vos no te calienta haber tirado tanta plata al basurero a lo largo de tu vida? –argumentó otro.
-No –dijo el Mudo.
-¿No la gastarías de modo más inteligente si pudieras volver atrás? –le pregunté.
-No se puede volver atrás.
-¿Pero, si se pudiera? –insistí.
-Si se pudiera volver atrás, lo único que ahorraría, sería mi tiempo. Jamás desperdiciaría mi efímera vida en discusiones como ésta. Yo estuve sacando mis propias cuentas, pero no cuentas numéricas. Mis cuentas son siempre humanas. Las sumas y las restas me resultan en amores y desamores. Nunca me dio como resultado un número.
Por la angustiada expresión en su rostro, todos suponíamos que el Mudo estaba pasando un mal momento, un duro y prolongado mal momento en su vida. Pero nadie le preguntó nada. Preferíamos hablar boludeces antes que cargar con problemas ajenos… faltaba más.
Mientras se levantaba para irse, dejó un billete de veinte sobre la mesa del bar.
-Ahí tienen un número –dijo –yo me voy a buscar mi siguiente ecuación humana en la que todos sus factores son una incógnita y el resultado es siempre una desilusión. Una danza algebraica entre la mierda y dios, eso es la vida, según mis cálculos…
El Mudo salió, cerrando tras de sí, suavemente, la puerta de vidrio empañada.
En ella podía verse un corazón dibujado con el dedo por algún adolecente enamorado, que todavía podía reírse de la aritmética.

sábado, 7 de mayo de 2011

EL DUEÑO DE LAS UTOPÍAS

EL DUEÑO DE LAS UTOPÍAS
(Breve y confundido ensayo sobre los sueños) 



De muy pocas cosas puedo sentirme dueño. O mejor dicho, ser el dueño.
Somos tan estúpidos los humanos que ni tan siquiera somos dueños de nuestros sueños. Ellos nos asaltan, nos estrangulan, se nos imponen. Vienen solapados y nocturnos, nos vapulean, nos moldean, nos hacen ásperos o pulidos, psicóticos o santos, víctimas o victimarios.
No podemos elegir con qué o con quién soñamos. Porque los sueños nos eligen, nos imponen un destino. Y yo escapo de ese destino (déjenme que lo crea) no sólo porque sueño despierto sino que, además, lo escribo.
Bípedos engreídos. Orangutanes con un par de genes atravesados. Monos apaleados por la conciencia. Eso somos.
Creemos y queremos poseer las cosas materiales, aquellas de las que nos sentimos verdaderos propietarios. Aquéllas de las que hasta tenemos algún papelucho que nos dice sensualmente al oído “te pertenezco”…
…hasta que la muerte nos separe, cosa que inexorablemente sucederá.
Hoy hago uso de ese gen prestado que me separa de los simios y pienso que sólo somos dueños de nuestras utopías (no sé por qué pluralizo… tal vez es el otro gen, el del inconsciente colectivo) y eso, a condición de que las utopías queden escritas, que trasciendan. En forma de canción o de pintura, de poema o partitura, de ensayo o cuento, de oración o súplica, de leyenda y hasta de mentiras. Nuestras utopías, si están escritas, nos pertenecerán más allá de la muerte y el olvido.
Por eso elegí escribir, en lugar de acumular.
Elegí la utopía por sobre todas las cosas, inclusive, por sobre la vida misma.
Porque siempre sentí que me rondaba la muerte y que posaría su mano en mi hombro. Nadie, por mí, agregará una vela más a mi viejo candelabro.
Apuro mi pluma, entonces. Sólo para escribir mis utopías, decir mis decires. Apuro mi pluma. Y, aunque me siento ya señalado, lo hago para ver si puedo escribir un poquito más, algunas oraciones sueltas, algún menjunje de sílabas, alguna esdrújula desorientada.
¿Qué cosa es la utopía sino un sueño que sueño porque quiero? ¿No soy acaso el dueño de los sueños elegidos?
Apuro mi pluma, entonces, para que sepan los que quedan y los que vendrán, que hubo alguien que pudo elegir con qué soñar, que lo escribió, que lo deseó y lo tuvo. Y nada, ni la puta muerte, podrá despojarme de eso.
Mis utopías no se apolillarán junto a mis huesos. Soy su dueño. No serán útiles a nadie más. Sólo me sirvieron a mí, no las heredé, no las obtuve trabajando, no las robé, no las compré, no las vendí, no las copié, nadie las heredará, nadie las manchará o retorcerá… las dejo escritas, son mías. 

sábado, 30 de abril de 2011

UNA VOZ CALLADA

 Una voz callada
(Pretensión de poesía enferma de dislexia y llena de rimas malogradas) 


Una voz siempre acallada por tiranos escondidos
puja, insolente, en mi garganta incendiada
y como un ejército de niños perdidos
se precipitan hacia la nada
en busca de tu mirada, que ya se ha ido.

Voces que he parido
aunque no he querido
ni he pedido.

Voces que por mi lengua atenazada
dejaron mi alma preñada
de palabras bienhabladas…
y de las endiabladas.

Voces que, por tenerte tan cuidada
y al fin, tan amada
nunca fueron derramadas.

Hoy tuve vergüenza
de decirte mis decires…

Me parecieron inútiles y destemplados
como balbuceos de un profeta borracho
que desorienta sus sonidos
y  tambalea, confundido,
temeroso ante tus oídos
y a la luz de tus ojos claros.

Palabras que parecían importantes
resultaron exangües, débiles
atravesadas por tus puñales de sol.

Puñales que, arteros,
deshacen en jirones
mis palabras mejor pensadas
que, pobres e idiotas,
morirán en mí
por siempre atragantadas.

lunes, 11 de abril de 2011

EL AMASIJO


   
EL AMASIJO
(Ensayo grosero sobre volar bajo o quedarnos en casa)






Motocicleta: Bello conjunto de metales, válvulas y algo de cromo que, más o menos bien ensamblados, adquiere género femenino, seduce al varón, enoja a su esposa, ofende a su suegra y que, por todas esas cualidades, nos hace inmensamente felices.

  




                ¿Quién, entre los motociclistas, no escuchó alguna vez: “no me digás que preferís estar con ese amasijo de fierros en lugar de estar conmigo y con tus hijos”?
Es curioso, pero así es. Una moto sólo nos demanda algo de combustible y lubricante, no nos reclama fidelidad, se deja montar cuando lo deseamos y, lo que es más importante, no habla. Porque los sonidos que hace son ronroneos, música para nuestros oídos.
En cambio, cuando nuestras chicas nos ven con un lubricante en la mano, lo primero que dicen es: “¡te dije que por ahí no!”.
Es todo un fenómeno digno de ser estudiado por los sociólogos. En ocasiones, hemos dejado la piel y los huesos en el asfalto de alguna curva difícil, pero jamás le achacaremos la culpa a la moto. No señor. La culpa es del boludo que diseñó esa curva maldita y, lo más común, la culpa seguramente será del fasito que nos convidaron o de la novena cerveza que nos tomamos un rato antes de mandarnos a la ruta. Jamás culparemos a nuestra máquina. Eso, nunca. No es de hombres. Pero, de todo lo que sale mal en casa, tenemos a quién culpar…
Además, le somos leales a muerte. ¿Quién no ha sentido la sensación de ser un traidor cuando la ponemos en venta? En cambio, cuando se nos va una pareja, sólo sentimos alivio y esperamos que la siguiente nos deje usar el lubricante de vez en cuando. Así somos. Y no tenemos que sentirnos mal por eso. Las que se comparan con un montón de fierros son ellas, las mujeres; ellas se proponen competir con nuestras motos y, generalmente, pierden. Claro, nuestras mujeres respiran, están vivas, son casi como seres humanos… ¿cómo se les ocurre estar celosas de una pila de chatarra inerte? Pero lo hacen, lo hacen siempre, no falla nunca.
Y si tu mujer todavía no saca las uñas, esperá un cachito y vas a ver.
El día en que tu chica te permita hacerlo por donde “no se debe”, tendrá otras cosas de qué preocuparse y ya no te celará con tu moto. Comprenderá la importancia del lubricante para que todo funcione bien –si le gustó- o entenderá cabalmente la enorme importancia de dejarte salir en tu máquina –si no le gustó-.
De cualquier modo habrá que montarlas con regularidad y firmeza por el culo… o les termina gustando o nos dejan en paz.
Para decirlo con vulgaridad, lo que debemos contestarles invariablemente cuando nos recriminan algo sobre el motociclismo sería: “tenés razón, amor, prepará la vaselina y me quedo en casa”. Veremos, entonces, que rápidamente cambian de opinión y sólo nos dicen “andá tranquilo amor y cuidate en las curvas”.
También está la posibilidad lejana de que, cuando nos vean acomodando la moto, aparezcan solitas con el frasquito de vaselina. Nosotros, en cualquiera de los dos casos, la pasaremos igual de bien.
Es al pedo… los motociclistas seremos siempre un amasijo de carne y fierros y, como decía mi abuela después del cuarto vaso de ginebra, no hemos nacido para sufrir…

UNA SOLA PLUMA

Una sola pluma
(Sólo quiero volar)
  

Pluma: Implemento de tortura producido por un ave, generalmente usado por un asno.

*Adaptado del Diccionario del Diablo, Ambrose Bierce, 1891.

  

Entre las virtudes que se le atribuyen a las plumas, la más común y notoria, sin dudas, es que son tan livianas que hacen posible el vuelo de las aves, convirtiéndolas en el símbolo de la libertad.
A las aves, digo, no a las plumas.
Estoy preso. Una ventana enrejada con el vidrio roto es mi único contacto con la luz del sol. Paso mis horas mirando ese agujero mugroso que bien se parece al hueco que hay en mi alma, filoso, sucio, inútil. Aunque -debería agradecerlo- me permite, a veces, respirar un ligero aliento fresco que a duras penas alivia lo rancio y hediondo de las miserias humanas.
Esta mañana –creo que son las diez o algo así- una pluma empecinada en volar sin la paloma que le da sentido se cuela en mi celda, justo por ese agujero obsceno, directo a mi regazo. Una pequeña pluma.
Paloma de mierda que se ríe de mi estúpida condición humana. El pájaro parece decirme que espere tranquilo unas cuantas miles de casualidades como ésta; que construya mis alas y que, tal vez, algún día, pueda volar. Pájaro hijo de mil putas.
Aunque, probablemente, me está diciendo que debo escribir algo, que no sea tan necio, que las plumas son, también, el símbolo de las palabras.
Las plumas, digo, no las aves.
      Tomo un pedacito arrugado de papel, lo estiro y aliso. Con la arruinada birome que uso para escupir mi rabia en las paredes, logro escribir una frasecita que es infantil y que es cierta: “te amo”.
Y ahora, con el papelito abollado en mi mano sucia y apretada, me quedo esperando que muchos pájaros de mierda dejen caer sus plumas, miles de plumas, que vuelen con la trayectoria exacta, y que una brisa exacta, mil veces exactamente repetida, las introduzca por el agujero exacto, justo en mi celda, justo en mi regazo.
Ojalá, algún día glorioso abra mi mano, y vos, mi amor, leas el papelito. Tal vez así, por fin, pueda volar y parecerme, sólo un poco, a esos pájaros de mierda.