lunes, 4 de noviembre de 2013

METAL Y PIEL (Las líneas de la vida)

LAS LINEAS DE LA VIDA

Apenas rocé su botoncito rojo me respondió con un canto sin melodía ni compás; tenía frío. Desafinó unos minutos y fue encontrando armonía y las mieles de la tibieza. Se acompasó lentamente hasta que su voz encontró el tono justo.
-Estoy lista ahora -me dijo en un idioma que sólo entendíamos nosotros.
Suavemente enfilamos hacia lo que ambos queríamos, hacia el camino. Nos alejamos de la ciudad del viento, de su chatura pretenciosa, de su indiferencia y pequeñez. De sus ventanas enrejadas y de su gente prisionera del aburrimiento. Encontramos, por fin, el camino. Nos sentimos briosos, apremiados ante una recta ascendente que requería velocidad, mucha velocidad, tanta, que el aburrimiento se quedara atrás y no nos volviera a alcanzar.
Ella me explicó que se sentía bien corriendo pero que también quería danzar alrededor de esa línea blanca o amarilla, amarilla doble, a veces borrada por el tiempo. Quería danzar, transgredir las líneas porque esas líneas son también como las rejas de la chatura, de la ciudad de los aburridos. Y quedamos en un trotecito agradable como para bajar de a poco el ritmo, como los atletas, como los ciclistas, como los amantes, preparándonos para la danza esforzada y gozosa de quien se enfrenta a una inmensa montaña para subirla, subirla bailando. Y la montaña comenzó ominosa, poderosa, a exigir que mi corazón de carne se enlazara rítmicamente al corazón metálico de mi compañera.
-¿De qué estará preñada esa curva panzona que nos exige comenzar los primeros pasos?
-De paisaje, compañero, de paisaje está preñada… pero no te distraigas ahora y no me inclinés demasiado porque el asfalto está sucio, casi tanto como la gente que dejamos atrás.
Y comenzó el vaivén de un bolero lento y cuidadoso al principio, mutando rápidamente a una danza gitana que nos obligó a transgredir, una y otra vez, la línea de la ley amarilla que mantiene presos a los que ya están presos sin saberlo. Y vinieron, una tras otra, las preñeces de de cientos de curvas, unas más preñadas que otras, en subidas y en bajadas, por dentro y por fuera de la ley amarilla que separa a los que vuelven a prisión de los que, por fin escaparon, de ella. Y mi compañera ronroneaba de placer en cada contra curva que, de peligrosas, nos hacían sentir libres. Libres de toda libertad, aunque sólo bastaría soltarle un poquito las riendas para que cualquiera de esas curvas nos recuerde que la preñez termina en parto… abismo o montaña inamovible. No, no queríamos ser paridos… no todavía. Y cruzamos la ley, la ignoramos, la pisoteamos, la ensuciamos un poco más, la burlamos con la burla de los niños, nos reímos y nos asustamos, gozando con el goce de los niños.

En la cumbre nos detuvimos para recuperar el aliento. Miramos ahora el descenso lleno de nuevas curvas y líneas amarillas que, ambos sabíamos, nos llevaban de preñez en preñez a otra prisión, a otras rejas, a otro aburrimiento del cual volveríamos a escapar cuando quisiéramos, siempre juntos, hombre y máquina, para siempre prófugos alienados de la civilización que nos creó.