Imbécil:
Miembro de una vasta y poderosa tribu cuya influencia en los asuntos humanos ha
sido siempre dominante. La actividad del Imbécil no se limita a ningún campo
especial de pensamiento o acción, sino que satura y regula el todo. Siempre
tiene la última palabra; su decisión es inapelable.
Adaptado del Diccionario del Diablo (Ambroce
Bierce, 1892).
IMBÉCILES
El
que da o cumple órdenes…por encima o por debajo del obediente.
El
que siente pasar un balazo zumbando cerca de su cara y se queda allí, esperando
que siguiente tiro le explique la procedencia del primero, explicación que
seguramente ya no podrá comprender.
Los
que tienen un ganglio inflamado y le llaman cerebro.
Los
que creen que el cerebro segrega una asquerosa sustancia llamada mente.
Los
que creen que la mente es como un tumor y tratan denodadamente de extirparla,
en especial, de los ganglios de sus congéneres.
Los
que creen que la música sale de un instrumento y la danza de un cuerpo.
Los
que no escucharon el Silencio de Beethoven.
El
que se mira en un espejo y se encuentra.
El
que mirando un cadáver dice –pobre… pasó a mejor vida.
El
que aborrece asqueado de un gólem mientras obedece, embelesado y servil, a un
tótem.
Los
que dicen que hay que ver el vaso medio lleno.
El
que cree que sólo un clavo puede sacar a otro.
El
que, sin leer a Cortázar, cree que puede subir una escalera… o darle cuerda a
un reloj.
El
que, sólo porque tiene pies, cree que es caminante.
El
que nunca conoció a un Cronopio ni habló con una Fama.
El
que no sabe que las venas de esta América siguen abiertas.
El
que no entiende que Othar, el caballo de Atila, no sabía trotar.
El
que no sabe que ya son muchos más que Cien años de soledad.
El
que cree que a Borges no le gustaban los espejos y que por eso nunca fue feliz.
El
que no sabe que afuera, justo en la puerta de su casa, hay una guerra a la que
está invitado.
El
que no ve la belleza en una muñequita vudú cosida con pelo de una cabra negra.
Los
que tampoco saben que Violeta Parra murió sin encontrar esos ojos claros y
escondidos… que la multitud le negó.
Los
que creen saber por qué Alfonsina eligió el mar, cuando pudo besar la selva
través del reloj y la mirada de oro de Horacio Quiroga.
El que
no sabe que en Buenos Aires alguna vez, en diez mil balcones, hasta los
geranios lloraron.
El
que no vio pasar a un ángel en bicicleta con alas en las ruedas y un corazón
roto en los pedales.
Los
que no ven todo lo que descuidó el Presidente… y que a los chicos les entra por
la nariz.
Los
que no escucharon la Canción de las cantinas ni vieron asomar la luna entre
esas montañas y valles que se me antojan azules… y que, en mi peculiar cordura,
son los senos de mi amada que beso y acaricio con impunidad.
Los
que no saben que en el patio del amor, entre petirrojos, teros y torcazas, anida
también un cuervo que encontró abrigo y alimento… sin tener que revolver en la
inmundicia perfumada de amores largamente muertos.
Los
que no saben que lloré por vos cuando la luna, distraída, estaba llorando
por mí.
Los
que no saben que por las noches el dolor duele más.
Los
que no saben que pueden separarse de su sombra… y dejarla ir.
Los
que no saben que la carne sufre y se va… pero deja en su lugar lirios y
crisantemos, cardos y madreselvas que huelo y beso en ese templo del amor y el
sudor… que es tu boca y tu cama.
Los
que creen que una flor puede morir sin dejar su misterioso perfume de jazmines en papeles amarilleados por el tiempo, en los que escribirás con mi
única pluma los sinsentidos de un alma en la que nunca creímos y que, sin
embargo, será perpetua.
Y los
que no saben de la muerte enancada en el caballo de la Delfina… o de la rosa roja
que floreció en la frente del caudillo enamorado que murió por mí. Y por vos.
Los
que no se miraron en el espejo barroso de nuestro río, más infinito
que el mar inglés con su nublado eterno y que nos devolvió la imagen piadosa de
la niña Manuelita…
Sin
mentiras, pero con la poesía de Borges o las ironías de Cortázar. Cosas que
charlábamos… inconscientes de que los crepúsculos se habían convertido ya en
amaneceres llenos de pájaros que nos llevaron con sus gorjeos y decires, una y otra vez a nuestro
templo del sudor.
Y así,
el mundo late, vive, se infecta, se enferma, sana y se inflama atiborrado de
los otros que creen que saben… los imbéciles.
Pero
ese mundo, junto al sol y a nuestras lunas, yace anclado en tu patio, en tus
palabras sabias y en tus silencios y, claro, en mi pluma borracha y empecinada.
Aún
así, los otros, los imbéciles, creen que saben.