LAS LINEAS DE LA VIDA
Apenas rocé su botoncito rojo me respondió con un canto sin melodía ni compás; tenía frío. Desafinó unos
minutos y fue encontrando armonía y las mieles de la tibieza. Se acompasó
lentamente hasta que su voz encontró el tono justo.
-Estoy lista ahora -me dijo en un
idioma que sólo entendíamos nosotros.
Suavemente enfilamos hacia lo que
ambos queríamos, hacia el camino. Nos alejamos de la ciudad del viento, de su
chatura pretenciosa, de su indiferencia y pequeñez. De sus ventanas enrejadas y
de su gente prisionera del aburrimiento. Encontramos, por fin, el camino. Nos
sentimos briosos, apremiados ante una recta ascendente que requería velocidad,
mucha velocidad, tanta, que el aburrimiento se quedara atrás y no nos volviera
a alcanzar.
Ella me explicó que se sentía
bien corriendo pero que también quería danzar alrededor de esa línea blanca o
amarilla, amarilla doble, a veces borrada por el tiempo. Quería danzar,
transgredir las líneas porque esas líneas son también como las rejas de la chatura,
de la ciudad de los aburridos. Y quedamos en un trotecito agradable como para
bajar de a poco el ritmo, como los atletas, como los ciclistas, como los
amantes, preparándonos para la danza esforzada y gozosa de quien se enfrenta a
una inmensa montaña para subirla, subirla bailando. Y la montaña comenzó
ominosa, poderosa, a exigir que mi corazón de carne se enlazara rítmicamente al
corazón metálico de mi compañera.
-¿De qué estará preñada esa curva
panzona que nos exige comenzar los primeros pasos?
-De paisaje, compañero, de
paisaje está preñada… pero no te distraigas ahora y no me inclinés demasiado
porque el asfalto está sucio, casi tanto como la gente que dejamos atrás.
Y comenzó el vaivén de un bolero
lento y cuidadoso al principio, mutando rápidamente a una danza gitana que nos
obligó a transgredir, una y otra vez, la línea de la ley amarilla que mantiene
presos a los que ya están presos sin saberlo. Y vinieron, una tras otra, las
preñeces de de cientos de curvas, unas más preñadas que otras, en subidas y en
bajadas, por dentro y por fuera de la ley amarilla que separa a los que vuelven
a prisión de los que, por fin escaparon, de ella. Y mi compañera ronroneaba de
placer en cada contra curva que, de peligrosas, nos hacían sentir libres.
Libres de toda libertad, aunque sólo bastaría soltarle un poquito las riendas
para que cualquiera de esas curvas nos recuerde que la preñez termina en parto…
abismo o montaña inamovible. No, no queríamos ser paridos… no todavía. Y
cruzamos la ley, la ignoramos, la pisoteamos, la ensuciamos un poco más, la
burlamos con la burla de los niños, nos reímos y nos asustamos, gozando con el
goce de los niños.
En la cumbre nos detuvimos para
recuperar el aliento. Miramos ahora el descenso lleno de nuevas curvas y líneas
amarillas que, ambos sabíamos, nos llevaban de preñez en preñez a otra prisión,
a otras rejas, a otro aburrimiento del cual volveríamos a escapar cuando
quisiéramos, siempre juntos, hombre y máquina, para siempre prófugos alienados
de la civilización que nos creó.
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